Cuando una comienza a envejecer entiende que el único país posible, habitable, es aquel que se arma de fragmentos.
Este no es un fenómeno cubano. No lo es ni remotamente; pero desde nuestra insularidad todo coge un volumen distinto. A veces, una estridencia distinta. Vamos armando un país que es una isla y por definición, diga John Donne lo que diga, toda isla es un hombre o una mujer solo/a. Alguien que va compilando pedazos del ser: una canción, unos versos, la esquina aquella, ciertas películas, el cuerpo de quien amas…
Así me acerco a la no-novela de Carlos Lechuga En brazos de la mujer casada (Hypermedia, 2020), con esa candidez que acompaña al realmente no saber qué me espera, con ese anhelo de traerlo a vivir a mi país, con este cansancio de no querer ya leer a los grandes filósofos de la desgracia cubana desde ninguna de sus trincheras.
Lo primero es un malentendido que me da risa: esto no es una novela. Pero pillo de inmediato la imposibilidad genérica a la que fueron condenados sus editores. Haría falta inaugurar una colección en Hypermedia que apareciera bajo la etiqueta “reescrituras del doble que no es tal”, para poder colocar este texto.
Je es un autre, decía Rimbaud. Yo soy yo, parece decir Lechuga sin caer en la trampa del testimonio o las memorias. A Carlos le faltan ganas de ser complaciente y le sobran las buenas mañas del escritor bruto en tanto honesto; aquel que, a pesar de que esta sea su literaria ópera prima, siente y nos hace sentir que no tiene nada que perder.
Repaso las páginas de En brazos de la mujer casada como quien asiste, una vez más, a ese perpetuo funeral que acontece en la isla. Esto es un repertorio de ausentes, me sorprendo diciendo en voz alta. Aquí está el cine cubano que ha sido y también el que pudo ser. Sus entrevistas a directores, guionistas y editores exiliados así lo desvelan. Esto es la nómina de los muertos y los idos; lo que algún día podría conocerse como nuestro panteón del cine. Un fisgoneo adelantado a los articulistas y críticos del futuro.
Pero Lechuga no solo va mezclando entrevistas, anécdotas, viñetas de su vida íntima o de sus viajes, sino que va más lejos y se pone a hacer bocetos de su propio cuerpo en conjunción (frente a/atravesado por) esos mismos dioses de su altar profano. Y nos deja entonces con la más amarga de las certezas: Carlos Lechuga está solo.
Solo frente a ese panteón que ha estudiado como casi nadie. Solo en La Habana que ama con la misma densidad, la misma boca llena de malvaviscos que lo lleva a reconocerla como sitio invivible, opresivo e imposible de desechar. Solo con la sempiterna mirada del cinematógrafo; ese que está siempre alerta buscando la próxima escena, el próximo close up y también el próximo fade out involuntario.
El sujeto Carlos Lechuga, persiguiendo a la usanza dantesca su sitio entre los brazos de la mujer casada (desiderata, metáfora del país que se le va); nos presenta asimismo su ansiedad por relatar las vidas de aquellos que van muriendo la soledad de la isla desde abajo. Por ellos, para ellos, este locutor avieso intenta poseer el discurso, domarlo…
Que le importan las vidas de sus dioses del cine lo mismo que las del viejito de la esquina, dice. Que entre todos: los idos, los presentes, los que consiguieron deshacerse de la maldición habanera, los que la padecen y el largo etcétera que cabe en medio, se orquesta el gran drama cubano. Que quiere cargar con sus palabras, sus gestos, sus sacrílegas eyaculaciones a destiempo y deslugares, las penas que nos matan.
Cuando una comienza a envejecer entiende que el único país posible, habitable, es aquel que se arma de fragmentos. En el mío están los cuerpos que he amado, los libros, las canciones, las películas y las gentes que me hicieron gozarlos o padecerlos. Ahí está también y ahora la mujer casada que Lechuga construyó a trompicones para recordarnos que, por suerte, todo hombre con una isla a cuestas está más solo que el carajo.