Informe de La Habana

Del libro  Crónicas de una pequeña ciudad mexicana en La Habana 
(Editorial Hypermedia, 2020).
Imagen: Pablo Soler Frost.




Recuerdo, de pronto, a Juan José Arreola. Estoy en una pizzería de La Habana platicando con Juan Carlos y Víctor y arrojo a la conversación una frase leída en De memoria y olvido. Vida de Juan José Arreola contada a Fernando del Paso: “Yo tenía muchos planes para la literatura pero la vida me distrajo”. Recuerdo otra frase suya pues me parece que se ajusta bien a Juan Carlos: “He fracasado en todos mis intentos por ser infeliz”. Coincidimos todos en que Arreola está injustamente olvidado. 

De memoria y olvido: venimos de una conferencia sobre los archivos de escritores latinoamericanos en la biblioteca de Princeton, con particular atención a las colecciones de autores cubanos. Me intrigó la mención de una única caja de papeles de Virgilio Piñera. Un archivo delgado, escueto y enjuto como él. Pero quedé fascinado con la foto de una de las numerosas cajas de Reinaldo Arenas: la de los borradores de Otra vez el mar que se me ocurre una azarosa pieza de arte: los rótulos de las cejillas de los separadores imitan, sin querer, el interminable oleaje borrándose y recomponiéndose una y otra vez y una y otra vez puede leerse:

Otra vez el mar. Otra vez el mar. Otra vez el mar. Otra vez el mar, y otra vez otra vez el mar y otra vez el mar, otra vez el mar y otra vez otra vez otra vez el mar. 

No tienen el archivo de Arreola pero recuerdo cuando estuve en Princeton y revisé de prisa el archivo de Elena Garro. Recuerdo que su epistolario con quien fuera su suegra se prolongó incluso durante años después de su divorcio de Octavio Paz. 

Recuerdo el tono cariñoso y cómplice de aquellas cartas: “Pepa”, le decía, “Octavio aún no nos ha enviado el dinero y no tenemos ya para comprar las medicinas de la Chatita”. Casi siempre trataban de dinero las cartas. Del dinero que nunca le llegaba aunque le llegara. Una vez incluso fingió su muerte para que su prima, la coreógrafa Amalia Hernández, le enviara a su hija el dinero para su entierro. Una anécdota que podría ser muy cubana aunque Elena Garro nada tenga que ver con Cuba. 

Pero ¿qué escritor latinoamericano de aquellos años no tenía que ver con Cuba? Incluso aunque fuese por negación. 

Imagino a Garro en París: tan exiliada como tantos otros, tan hambrienta, tan desesperada. Y tan militantemente anticomunista. “Yo nunca había oído hablar de Karl Marx”, es la frase con la que abre sus espléndidas memorias. 

Recuerdo cuando la conocí ya vieja en su casa sin muebles de Cuernavaca tras su regreso. Recuerdo que le mencioné a Arreola. Recuerdo que los ojos de Garro brillaron y desde el fondo de un largo olvido me preguntó en voz muy baja: “¿Arreolita aún está vivo?”. 

Recuerdo que en De memoria y olvido Arreola recordaba, con el desconcierto intacto aún décadas después, como si se tratara de un enigma irresoluble, que la joven y elegante Elena Garro solía inexplicablemente servir en las grandes cenas el pollo en una sopera.

Todavía no acabamos de comer y, como en los sueños que carecen de continuidad, ya estamos, quién sabe cómo, en una lectura de poesía en el Ateneo de Antón Arrufat. ¿Comimos o lo soñamos? A una pregunta de Rubén Gallo, Juan Carlos retoma la frase de Arreola que quedó suelta en nuestra conversación y dice que sí, la vida distrae, la vida tan llena de placeres y dolores y aunque dice dolores me queda claro que sus distracciones tienden más hacia la alegría.

Desde la primera fila Antón dice que no, que la vida no está llena sino vacía, que el mundo está vacío y que ese vacío es la causa de la escritura. En silencio concuerdo con Antón. Yo también soy de esos para los que sin la posibilidad de la escritura la vida carecería de sentido.

Envidio a Juan Carlos y a Arreola. Me consuelo pensando que Pablo, que está sentado a mi izquierda, también ha de ser de los que escriben porque el mundo está vacío. En el caso de Daniel, sentado a mi derecha, dudo un poco pero termino por clasificarlo en la caja del archivo de los escritores dichosos que la vida distrae. 

Durante la cena volvemos a hablar de Arreola. Antón recuerda con cariño sus años en La Habana. Nos cuenta de sus amores con algunas hermosísimas cubanas. Juan Carlos dice: “Arreola aquí debe haberse vuelto loco”. Antón dice: “No, se volvió cuerdo”.

Aunque la mesa está llena de comida, no hay comida. Recuerdo la primera vez que vine a Cuba en 1993, durante el Período Especial. Aunque en las mesas casi no había comida, tampoco había comida. Recuerdo que durante aquellos meses siempre tuve hambre. Aunque cenara, siempre seguía con hambre. Más que un estado fisiológico, el hambre era un sentimiento, una emoción. 

Recuerdo que en la Ilíada, tras los banquetes, Homero suele decir: “Una vez que hubieran echado fuera las ganas de comer…” Como si el hambre no fuera un vacío, una ausencia, una carencia, sino otro tipo de saciedad: como si comer no fuera el paso de lo vacío a lo lleno, sino de un lleno a otro. Sus personajes están llenos de hambre y luego llenos de comida y luego otra vez llenos de hambre. 

¿Homero era uno de esos escritores para los que la vida y el mundo están llenos o de aquellos para los que la escritura sirve para aliviar el vacío? No lo sé. Pero sus personajes son vacíos. Vacíos que se llenan de ira o de hambre o de miedo. Ninguna pasión, ninguna necesidad, proviene de ellos mismos sino que son fuerzas exteriores que momentáneamente los poseen. 

Y ahora estamos cenando: ¿estamos cenando? Antón recuerda un texto que Arreola escribió sobre su poesía o su teatro para Casa de las Américas. Me propongo buscarlo en cuanto vuelva a México. Rubén quiere que Antón nos acompañe a Las Vegas y entre todos intentamos convencerlo. Antón acepta pero, sabio, al final no va. Los demás sí. 

Cuando llegamos casi todas las mesas están vacías pero no se nos permite sentarnos en ellas: están reservadas. Un cabaret ocupado por todos los que no están. Poco a poco comienza a llenarse de muchachos llenos de hambre que parapetados en su belleza nos acechan.

No nos desean. No me desean a mí sino al dinero que tampoco tengo, aunque tenga dinero en la cartera como, corresponde a un turista. Yo tampoco los deseo porque no me reconozco en esa imagen mía que sus ojos reflejan. Aunque Las Vegas ya está lleno, está vacío. No los deseo ni me desean. Y como cada vez que percibo el enorme vacío entre yo y los otros y entre yo y yo, como cada vez que percibo el enorme hueco del mundo, busco en la literatura un verso, una frase, un fragmento del que asirme. 

Miro a los muchachos acercarse desde la altura de su belleza. Y recuerdo uno de mis versos preferidos de Gilgamesh: “Y los dioses se abalanzan como moscas sobre el holocausto”. Se lo digo a Pablo porque sé que él me entenderá. Me dice: “Ya tienes tu texto para el viernes”, pues se nos ha encomendado que escribamos sobre nuestra experiencia en La Habana y Pablo sabe que no he escrito una línea y que eso me angustia una barbaridad.

Entre las muchas cosas que me gustan de fumar es que uno siempre tiene una razón para alejarse, salirse la mayoría de las veces, pero en el caso de Las Vegas la zona de fumadores está en el segundo piso, el espacio más vacío del lugar. También allí se encuentra el área de camerinos de donde salen los travestis hacia el show que no veo. 

Recuerdo: “Y los dioses se abalanzaron como moscas sobre el holocausto”. La primera vez que leí ese verso fue en una antología escolar realizada por Juan José Arreola titulada Lectura en voz alta. Desde la primera vez que lo leí me sentí fascinado pues, pienso ahora, es posible escuchar en ese verso a los dioses desear, apetecer, caer, desplomarse a toda velocidad, degradarse en esa suerte de elipsis entre reinos, en esa comparación descendente de dioses a moscas sin casi media palabra. 

No sé cuánto tiempo ha pasado, cuántos cigarros han pasado, cuando veo emerger a Juan Carlos de las escaleras. Me dice que él y Víctor ya se van, que si quiero irme en el taxi con ellos, que Pablo y Daniel hace tiempo que se fueron, que Rubén sigue por ahí. Le respondo que no, que gracias. Aunque estoy cansado, aunque estoy aburrido, le digo que no. 

Me fumo un cigarro que dura el tiempo suficiente para que cuando lo termine su taxi ya no esté. Bajo. A lo lejos reconozco a Rubén en la pista atiborrada de gente, en el lado lleno del mundo. Esquivando las miradas aviesas de la belleza me acerco a la barra y pido otra cerveza con esperanzas de olvido. No quiero recordar más. No recuerdo más. “Y los dioses se abalanzaron como moscas sobre el holocausto”.


Encuentro en la hemeroteca de la Universidad Iberoamericana el número de Casa de las Américas con el texto de Arreola sobre Arrufat. Es sobre la obra El vivo al pollo, que justo acababa de estrenarse en aquel 1961. Leo: 

“¿Qué mujer no ambiciona embalsamar realmente a su marido?”. “Lo anula, pero lo obliga a vivir el triángulo intolerable”. “La misma hija se entrega en brazos del novio a un violento trance de erotismo, en presencia del padre aniquilado”. “Los mismos criados dudaron mucho antes de comenzar la danza irreverente”. “¿Arrufat nos ha tomado el pelo a todos?”. Y subrayé esa última frase.

Me quedo con ganas de más. Suena bien la obra. Lástima que ya no esté en cartelera. Arreola, como siempre, también suena bien. Es, creo, su única colaboración publicada por la revista cubana, aunque durante varios números se anuncia otra colaboración suya sobre el cuento latinoamericano que, hasta donde alcancé a revisar, nunca se publicó.

Le enviaré a Arrufat por correo la reseña de Arreola, me digo con ganas de darle un gusto, pero lo olvido. Y ahora que lo recuerdo nuevamente me propongo hacerlo. O ya se la llevaré yo mismo. Rubén nos ha escrito: tiene planes de encontrarnos de nuevo en La Habana.

Investigo un poco sobre los meses que pasó Arreola en Cuba en 1961 con el pretexto de impartir talleres literarios en Casa de las Américas a invitación de Haydée Santamaría. En El último juglar, una suerte de memorias que no lo son realmente pues, aunque en primera persona, fueron escritas (y no dictadas como las maravillosas que publicó con Fernando del Paso) por Orso, su hijo, y carecen de esa genialidad verbal que siempre lo distinguió. A cambio ofrece bastante información. 

Cuenta que en los años cincuenta conoció a Fidel Castro en una carnicería de Ciudad de México llamada La Flor de la Colonia, y que el Che trabajaba como fotógrafo ambulante y que les tomó unos retratos a sus hijos. Que durante su primer viaje a la isla le tocó un atentado contra Fidel (que muy probablemente no recordaba haberlo conocido en la carnicería) en la Plaza Libertad, mientras él lo acompañaba en el presidium. Que luego se hizo amigo de Arrufat y de Roberto Fernández Retamar y de Lisandro Otero. Que el 15 de abril de 1961, durante su segunda estancia, tres aviones dispararon sobre la isla, incluyendo el hotel donde se hospedaba, y que a partir de entonces todo cambió en Cuba. Su política interior y exterior, claro, pero sobre todo la comida:

Posteriormente a los días de la invasión, comenzó a escasear casi todo. Sara cocinaba con la exquisita manteca que venía de regalo en las latas de chorizo; para nosotros era un manjar cocinar con aquella manteca que era aprovechada gota por gota. Cuando eso se acabó, porque tenía que llegar ese día, no nos quedó más remedio que entrarle a la manteca rusa, que traía de cabeza a todas las amas de casa cubanas. Pronto el sabor de la comida cubana cambió por la manteca rusa: el fricasé de pollo, los chatinos, los petit-pois y el boniato ya no eran lo mismo. El único refresco que se podía tomar era la Materba. […] Sara se llenó de pánico cuando se enteró de que no había jabón. Tuvimos que peinar todas las tiendas de la zona en busca de uno, no importaba su costo, lo que queríamos era tener un jabón.

Un poco como ahora, pienso. He visto a Rubén y a Paula Canal cargar durante todo el día una caja de pañuelos desechables o una botella de aceite o cualquier otra cosa porque lo vieron al pasar en alguna tienda y no pudieron arriesgarse a que luego ya no hubiera. 

Pero ¿cuándo empezó realmente el hambre y la escasez en Cuba?

En los cuentos de Virgilio Piñera anteriores a la Revolución ya estaba el hambre ahí con todos sus dientes y muelas, ávida, apremiante, alucinada, presta a comerse lo que tuviera enfrente. 

Recuerdo cómo se rieron de mí mis compañeros y profesores cubanos cuando, durante el verano de 1993, es decir en pleno Período Especial, ingenuamente les pregunté dónde podría probar los manjares que Lezama Lima describía en las cenas de Paradiso: “De eso nunca ha habido en Cuba”, me dijeron sin parar de reír. “Ni ahora ni antes. Eso sólo existe en los libros de Lezama”.

Por aquel entonces era yo un estudiante de la Iberoamericana de recién ingreso, y decidí, quién sabe por qué, irme a Cuba para estudiar a los autores del grupo Orígenes. Cuando mi abuela lo supo le reclamó furiosa a mi madre: “¡Se va a volver comunista!”. Mi madre intentó calmarla explicándole que yo solo iba a estudiar literatura, pero en vez de tranquilizarla, aquellas palabras la exacerbaron aún más: “¡Mucho peor! ¡Se va a volver artista!”

Eran, como ya dije, los tiempos del Período Especial y en el aeropuerto de México los exiliados cubanos provistos de maletas repletas de comida se abalanzaban sobre los viajeros rogándoles que se las llevaran a sus familiares en la isla. Yo acepté llevar una conmigo, que debía entregar a una persona cuyo nombre ya no recuerdo. No bien crucé las puertas del aeropuerto de La Habana se me acercó un hombre y me dijo su nombre: sí, era él a quien debía entregar la maleta. Lo que nunca supe fue cómo sabía él que yo era yo. 

El hambre tiene sus propias habilidades y clarividencias, supuse. Lo cierto es que los cubanos siempre lo saben todo de uno. 

Hay cubanos que explican, entre risas, que la belleza de sus esculturales cuerpos obedece, precisamente, a la escasez de comida. Yo no me lo termino de creer. Esta vez que estuve en La Habana con Rubén y los poetas, pasé hambre y aún así engordé. Engordé dos kilos de nada. Nada frita acompañada de nada. A eso se deben referir cuando hablan de carbohidratos vacíos. Dos kilos de nada. 

Nada más de pensar en Cuba me da hambre. Pero estoy a dieta. ¡Dos kilos! Y con los dos de más que ya tenía, ahora debo adelgazar cuatro. Afortunadamente las máquinas expendedoras de la Universidad Iberoamericana, donde ahora, tantos años después, doy clases, ofrecen todo tipo de comida saludable tan propia de sus hermosos, cuidados y adinerados estudiantes: chocolates sin azúcar, betabeles deshidratados, almendras, agua de coco orgánico.


La Habana, 21 de abril de 2018.

—Se informa que los poetas mexicanos han vuelto. A saber, Juan Carlos Bautista, Luis Felipe Fabre, Daniel Saldaña París y Pablo Soler Frost han vuelto a invitación de Rubén Gallo en el marco del programa que la Universidad de Princeton desarrolla en la isla. Tres de ellos llegaron ayer provenientes de la Ciudad de México. Otro más, Saldaña París, arribó hoy, con más de doce horas de retraso, proveniente de Canadá, aunque el avión que lo transportaba despegó de Beijing. Saldaña París le aseguró a sus compañeros no haber conversado con ni visto a ninguna persona de nacionalidad china durante el vuelo. 

—Se informa que, a incitación de Gallo, los poetas acudieron en su conjunto a Regla donde se les vio arrojar flores al mar: una acción que pese a sus posibles interpretaciones contrarrevolucionarias (¿homenaje a balseros?) debería entenderse más bien dentro de su marco ideológico-literario como una acción poética cuyos orígenes pueden rastrearse en la producción más o menos reciente de algunas de las más destacadas poetisas de su país que han reencontrado en el mar (o la mar, como también gustan nombrarle en un giro arcaico-feminista) un fértil territorio lírico en donde explorar su feminidad verbal (se anexan a este informe poemas de Coral Bracho). Dado el carácter afeminado de la mayoría de ellos, y dada la apatía y desencanto político de la que han dado cuenta en escritos y conversaciones, nos inclinamos por esta última interpretación. 

—Se informa de los inconvenientes ocurridos a partir de la insistencia de los poetas ocupantes del apartamento 8B, ubicado en Avenida G #102, a saber: Luis Felipe Fabre y Pablo Soler Frost, por mantener las ventanas del mencionado inmueble abiertas incluso durante su ausencia so pretexto de calor y ventilación (ambos son, además de poetas, notables fumadores), lo que ha supuesto un sinfín de contratiempos a las presentes labores de inteligencia. Se han girado instrucciones a la camarada encargada de permanecer dentro del inmueble el tiempo necesario a fin de asegurarse de que las ventanas se mantengan cerradas al menos durante la ausencia de los huéspedes. 


La Habana, 22 de abril de 2018.

—Se informa que anoche los poetas acudieron a una fiesta en el domicilio de Rubén Gallo. Cabe hacer notar que algunos de nuestros agentes infiltrados estuvieron a punto de ser descubiertos a causa de su impertinente consumo de alcohol que trajo consigo el relajamiento de la compostura, discreción y atención que debiera caracterizarlos, pero también, habría que penosamente agregar, a causa de su torpeza e inoperancia al realizar labores de escucha. Permanecían solos con sus vasos de ron y acercaban el oído visiblemente a los diferentes grupos sin intentar interactuar con ellos, aunque hacia al final de fiesta hubo incluso algunos que interactuaron de más, por decir lo menos. Se recomendaría su reemplazo inmediato si no fuera porque su pésimo desempeño lindante en la autodelación ha servido de distractor y camuflaje de otros agentes más avezados y eficaces cuya identidad permanece segura. Informan nuestros agentes que se brindó en la mencionada fiesta comida de la más alta calidad, pero, y en este punto coinciden todos, el lechón fue lo más destacado. 

—Se informa que nuestros agentes informan que los poetas Bautista y Saldaña, así como un sujeto de oficio incierto conocido entre ellos como “el muy amoroso”, bailaron con tal gracia, sabor, soltura, como si se empeñasen en desdecir su nacionalidad mexicana tan de suyo reprimida y taimada quizá con el fin de confundir a los agentes. Por lo demás, se ha observado que cuando no están hablando de literatura, es decir, hablando mal de otros escritores, los poetas mexicanos suelen repetir los lugares comunes que respecto a Cuba suele decir cualquier turista: aman los almendrones, se quejan de la comida, se fascinan ante la belleza de los locales en general y de alguno o alguna en particular, se jactan de falsas proezas sexuales, aman la ruina de la ciudad y desdeñan sin demasiado ahínco el proceso de modernización que se está llevando a cabo. Quizá uno de los pocos rasgos que los distinga del resto de los viajeros que visitan la isla sea su conocimiento de nuestra literatura nacional, en particular del grupo Orígenes, y una especie de culto sospechoso que profesan en torno a la obra y figura de Antón Arrufat (recomendación: revisar cuidadosamente la obra de Arrufat).

—Informan también nuestros agentes que lograron infiltrarse en sus conversaciones que la palabra que más repiten los poetas mexicanos con mayor frecuencia es “verga”. Aún no se logra precisar si lo hacen en un sentido metafórico o literal o si supone para ellos una suerte de término en clave, aunque a juzgar por el carácter de sus conversaciones todo parece indicar que deriva más bien hacia la mera palabrería. 

—Se informa que durante la mañana que siguió a la fiesta, y que no es otra sino la del día en que se realiza el presente informe, el anfitrión, Rubén Gallo, al disponerse a desayunar descubrió, conforme a lo previsto, manchas de sangre en el queso de cabra (que suele adquirir ilegalmente) que celosamente guardaba en el refrigerador. También conforme a lo previsto se desarrolló el resto de la escena: el descubrimiento le generó gran impresión y con asco y desconcierto procedió Gallo a tirar el queso en la basura. Sin embargo aún es pronto para saber si la intervención generará en él los efectos deseados y, me permito comentar, tanta literatura le será de auxilio en la interpretación del símbolo y su mensaje.

—Por otra parte se informa que el poeta Fabre, aunque reacio en un principio, ha mostrado mayor disposición en lo concerniente a mantener las ventanas cerradas al salir del departamento tras conminarle a ello la camarada encargada arguyendo lluvias que Fabre calificó de improbables. Aún así ha demostrado cooperación, lo que le ha sido recompensado, a fin de promover tal conducta, con botellas de agua en su habitación y el hábil ofrecimiento de la compañera para lavar su ropa.


La Habana, 23 de abril de 2018.

—Se informa que, contrario a lo previsto, el poeta Fabre ha recaído en la intransigencia y ha vuelto a dejar abiertas las ventanas al salir del apartamento lo que ha acarreado contratiempos a las presentes labores de inteligencia.

—Se informa que, a excepción del poeta Saldaña, acudieron el día de ayer a la playa Mi Cayito donde tomaron el sol, lograron conseguir unas sombrillas, fotografiaron hombres (Bautista), bebieron grandes cantidades de cerveza y comieron pescados y hamburguesas rebosadas de arena. 

—Se informa que conforme a lo habitual, a las dos de la tarde se agotaron en Mi Cayito las cervezas y aún así, y en contra de lo previsto, los poetas resistieron.

—Se informa que alrededor de las seis de la tarde volvieron a bordo de un taxi sonrientes, húmedos, agotados. 

—Se informa que el poeta Saldaña se reunió aquella misma tarde con su ex esposa (que se encuentra en la isla participando en una exposición fotográfica), que responde al nombre de Valentina Sisniego, en la terraza del Hotel Presidente, y que su conversación fue civilizada y moderadamente cariñosa y sobre todo poco relevante para las finalidades de este informe.

—Se informa que el poeta Fabre trajo consigo de la playa una estrella marina que encontró en la orilla y que tiene por sobrenatural y al que le confiere un significado que aún no alcanzamos a precisar. Continuaremos informando.


Vuelvo a casa procedente de La Habana: desempaco y vuelvo a empacar pues debo viajar a Yucatán al día siguiente a un seminario de arte. 

Protegida en ropa sucia, desenvuelvo la estrella de mar que me regaló Yemayá y que afortunadamente ha llegado intacta. La pongo en la mesa de la sala. Lourdes, la santera, me recomendó que tuviera caracoles y demás criaturas marinas en mi casa. Lo cierto es que siempre he tenido.

Desempaco también una pregunta que me sigue inquietando: ¿Quién, de cuantos estaban en la fiesta en casa de Rubén, era el informante?

La pregunta se volvió incluso una suerte de juego entre Pablo y yo durante los días que estuvimos en Cuba: compartíamos nuestras hipótesis y argumentos y los enrarecíamos hasta el delirio. 

Pero de que nos sentíamos espiados, nos sentíamos espiados. Siempre es un poco así allá. La sensación de que cualquiera puede ser un informante, un delator, un soplón. Y esa imposible manera de hablar cubana cuidándose de no decir nada comprometedor y al mismo tiempo seguir siendo espontáneo. 

¿Seré yo el informante?

Soy, como casi todo el mundo, un chismoso, y a veces cuento cosas que de las que luego me arrepiento. Pero, ¿soy un informante?

No estoy borracho pero sí indiscreto. A mí no tendrían que torturarme, bastaría con que me dieran una botella de tequila para que gustosamente confesara toda la verdad. Estoy bebiendo tequila porque me cuesta trabajo escribir y porque no estoy en Cuba: si estuviera en La Habana estaría en la terraza del Hotel Presidente bebiendo mojitos. Estoy fumando la última cajetilla de cigarros H. Upmann que compré allá y que tanto me gustan: para inspirarme, me digo. 

Pienso en Daniel. Lo imagino entre cajas, terminando como yo su texto sobre La Habana. Pablo y Juan Carlos ya han entregado los suyos. Tras dos o tres años en Canadá, Daniel está a punto de regresar a México. 

Qué bueno es, pienso. Como uno de esos escritores que retratan las películas de Sundance, a los que los textos siempre les salen maravillosos mientras en busca de la palabra precisa se jalan los pelos esculpiéndose peinados tan hipsters como la fotografía y la banda sonora. 

Pienso en lo que le dijo Lourdes, la santera a la que Rubén nos llevó en Regla, y que no le gustó nada. Le dijo que era estéril. Qué cosa más rara para decirle a un hombre joven, pensé, pero eso le dijo: que no podría tener hijos. O eso me dijo Daniel. 

Yo pensé, y así se lo dije, que los dioses le estaban dictando su texto. En la primera entrega que leyó en mayo en el Ateneo de Antón, contaba que en aquella ocasión, antes de viajar a La Habana, su padre le dijo que realmente estaba volviendo pues allí lo concibieron. Qué mejor final que enterarse en ese viaje al origen que uno es fin de raza. Circular. Redondo. De Sundance. 

Pablo me contó luego que Daniel, como si exorcizara así el vaticinio, tiró por el Malecón el collar de cuentas blancas que Lourdes le dio. O mejor dicho: que le vendió como a todos nosotros (menos a Pablo, que no quiso hablar con ella, pues es un hombre de fe y por lo tanto desconfiado): “después de esto voy a tener que cenar tres veces de tanta energía que gasté” dijo Lourdes, hambrienta como en un cuento de Piñera.

¿Será Pablo el informante?

Yo llevo el mío en mi bolsillo izquierdo: un collar de cuentas azules de cielo y blancas de espuma que me parece un rosario de olas: otra vez el mar, otra vez el mar, otra vez el mar, otra vez el mar, otra vez el mar.

Cuando Lourdes me dijo que yo era de Yemayá, no me sorprendió: fue una confirmación. Siempre he sabido que soy del mar. Mi madre me cuenta que cuando de niño me llevaban de vacaciones a Acapulco, yo era un pez al que resultaba imposible sacar del agua. Soy ascendente Piscis y tengo a Neptuno en la novena casa, en conjunción con el Mediocielo. 

Quizás por eso mismo, aunque bebo mucho casi nunca me ahogo; si acaso me pierdo, me disuelvo. Me sirvo otro tequila. Me pongo lírico. Como quien escucha las olas en el interior de un caracol, encuentro en el caballito de tequila un remedo de la inmensidad del mar, poetizo.

Qué horror. El yo, me digo intentando justificarme, es soluble en alcohol. Ah, el alcohol: Lourdes también me advirtió que cuidara mi garganta.

Después de hablar con Lourdes, Juan Carlos me preguntó muy serio : “¿Le habrá contado Rubén sobre nosotros antes?”. Al parecer la santera le había dicho detalles tan concretos sobre su vida que lo tenían asombrado. Y es realmente difícil asombrar a Juan Carlos. 

¿Será Rubén un informante? 

¿Será Lourdes una espía de los dioses?

Recuerdo que sobre Elena Garro siempre recayó la sospecha de ser una informante, tanto del gobierno mexicano como de la CIA. Hay documentos que sostienen esta teoría. 

Si uno busca en Google, puede encontrar informes desclasificados donde se da cuenta de que tras el asesinato de Kennedy, Garro asistió voluntariamente a la embajada norteamericana a declarar que apenas unos días antes del atentado había bailado twist con Lee Harvey Oswald en una fiesta. ¡Con Lee Harvey Oswald! ¡Twist! Y hay otros testigos que lo confirman. Pero luego siguió asistiendo regularmente a la embajada a declarar cosas al parecer cada vez más absurdas y fantasiosas, por lo que la calificaron de informante poco confiable.

Y es que, más que una espía, Elena Garro era una escritora. 

Aunque, bueno, luego vino el 68 y las cosas, ya se sabe, se pusieron horribles en México. Y tras la matanza de los estudiantes del 2 de octubre comenzó uno de los capítulos más oscuros en la vida de Garro. Acusada por Sócrates Campus Lemus de estar junto con Carlos Madrazo detrás del movimiento estudiantil, convocó a aquella infame rueda de prensa antes de entregarse a la policía. 

Ella que siempre había sido tan anticomunista, ella a quien siempre le fascinó ser tan rubia, apareció con el pelo teñido de negro, pues lo primero que se le ocurrió al salir huyendo de su casa tras recibir amenazas de muerte unos días atrás, fue ir al salón de belleza y cambiar de look para que no la reconocieran. Y así, irreconocible, apareció retratada en los diarios acusando a todos, a todos, a todos los intelectuales y artistas de ser los verdaderos instigadores. 

Después desaparecerá durante meses que pasará recluida en las oficinas de la Procuraduría de Justicia. Y después, mucho después, dirá que lo único que hizo en aquella rueda de prensa fue leer los nombres de los “abajofirmantes” de las cartas publicadas en defensa del movimiento estudiantil. 

Pero en 1968, Carlos Monsiváis la nombró la cantante del año. Supongo que eso sí podría calificar plenamente como informante.Como Emanuel Carballo, en aquellos párrafos brutales en los que Guillermo Cabrera Infante cuenta cómo, traicionando la confianza de Calvert Casey, que le había participado en secreto de sus temores ante las redadas y encarcelamiento de homosexuales por parte del gobierno cubano, lo delata precipitando su desgracia, su caída, su final. Uno se revuelve el estómago al leerlo. Afortunadamente, Cabrera Infante ofrece ahí mismo, en “¿Quién mató a Calvert Casey?”, un sinnúmero de momentos brillantes, divertidos, felices, en donde buscar consuelo, como aquel en donde cuenta cómo lo conoció (y en donde yo me topo felizmente con Antón otra vez): 

A Calvert Casey lo trajo a las oficinas de Lunes Antón Arrufat, tan agudo como delgado y tan inteligente como irrespetuoso, un huso tejiendo irreverencias:

—Aquí está la Calvita —me dijo, sonriéndose de lado.

Debo muchas cosas al talento de Arrufat, a su capacidad para juzgar un libro, a su cultura literaria que tendía a una cierta busca metafísica, pero nada le debo tanto como esa presentación poco respetuosa…

¿Entonces qué clase de informantes somos si es que lo somos?

¿Informantes de la literatura? ¿De la ficción? ¿De nuestros improbables lectores?

Sospecho que apenas alcanzamos la categoría de testigos poco confiables y ni siquiera sabemos exactamente de qué.

No puedo olvidar la cara de Jesús, un hermoso muchacho que fue pinguero o jinetero y también santo, es decir, un muchacho cubano como tantos, mientras leía, en la fiesta, los fragmentos en los que aparece en Teoría y práctica de La Habana, el libro de Rubén. Ese reconocerse y al mismo tiempo desconocerse, de descubrirse uno pero otro en el espejo de la ficción. 

Tampoco puedo olvidar la cara de su novia que, escandalizada, leía los mismos párrafos a su lado. Supongo que yo habré puesto más o menos una cara similar cuando, fascinado, me descubrí en aquel libro perdiendo y recuperando una mochila que nunca tuve, aunque es cierto que perdí y recuperé una mochila como cuenta Rubén. 

Sí, testigos poco confiables. Pese a todo, juro que al menos esto es verdad: cuando volví de Yucatán me recibió en mi casa un montón de arena: la estrella de mar la había traído de contrabando en su interior y la fue soltando durante los días que estuve fuera. 

Nostalgia o augurio. Un montón de arena en medio del tranquilo mar de cristal de la mesa: sí, una isla inesperada.




Librería


Crónicas de una pequeña ciudad mexicana en La Habana - Rubén Gallo

En estas crónicas, escritores mexicanos -y sus contrapartes cubanos– narran sus impresiones de una Habana plural y compleja marcada por la vida gay, la santería, los cambios políticos y la vida cultural.




Una pequeña ciudad mexicana en La Habana - Rubén Gallo

Una pequeña ciudad mexicana en La Habana

Rubén Gallo

Quizá la creación de una pequeña ciudad mexicana en medio de La Habana terminaría siendo una pesadilla. De allí saldrían narcos que cobrarían derecho de piso a paladares y cuentrapropistas del Vedado y Miramar; sicarios armados con cuernos de chivo que desatarían balaceras en el Malecón. Ese México en miniatura terminaría por devorar a La Habana”.