Jorge Ferrer: el derecho a la pataleta

Entre marzo y abril del año en curso, como quizás muchos de ustedes recuerden, el ensayista, narrador y traductor literario Jorge Ferrer (Bauta, 1967) publicó la serie “Días de coronavirus”, a razón de una gacetilla diaria en la revista El Estornudo. Allí, con estricta fidelidad a los quaranta giorni de aislamiento a que eran sometidos los forasteros que arribaban a Venecia en pleno apogeo de la peste negra, fue relatando en primera persona las aventuras cotidianas de un tal JF, exiliado cubano que permanece recluido junto con su mujer y su perro en un apartamento de Barcelona durante igual periodo, por mandato del gobierno español, a causa de la actual pandemia.

Noche tras noche, sin ausentarse jamás, el diligente cronista dio cuentas de los estados anímicos, miedos, fiascos, anhelos, rabias, fatigas, evocaciones, sueños y esperanzas de su alter ego, amén de consignar minuciosamente las actividades físicas e intelectuales del personaje en prisión, algunas de ellas muy pintorescas.

Pues bien, tras una cuarentena adicional, ahora voluntaria, y libre ya de los apremios del deadline, Ferrer emprendió la revisión de sus cuarenta crónicas, introdujo algunos ligeros ajustes —añadiduras, precisiones, etc.— y les adjuntó un epílogo. De tal suerte quedo conformado el volumen Días de coronavirus. Un itinerario (Hypermedia, 2020), que aparece con prologo de Carlos Manuel Álvarez, timonel de El Estornudo y primer editor de esta singular bitácora.

A quienes, como yo, no leyeron las viñetas de Ferrer en tiempo real e ignoran, por ende, los detalles de su contenido, más les valdría ir directo al grano. O sea, entrar sin preámbulos en el libro, brincándose “Palomos copulan en el techo de la iglesia”, la bienintencionada pero fallida introducción de Álvarez. Conste que no abogo por suprimirla, puesto que en buena medida le hace justicia al libro. Solo recomiendo posponer su lectura, diferirla hasta que se haya vuelto inocua.


Días de coronavirus - Jorge Ferrer

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Días de coronavirus. Un itinerario

Un libro de Jorge Ferrer.



Sucede que cuando prologamos —o reseñamos— una obra narrativa, al margen de la mayor o menor dosis de ficción que esta contenga, hemos de ser muy prudentes para no anticipar desenlaces ni diluir golpes de efecto. Justo ese fue el patinazo de Álvarez: deslumbrado por el sentido del humor de Ferrer, que califica de “apabullante”, le arruinó sin misericordia el surprise ending a una de las mejores anécdotas del libro.

Comprendo su entusiasmo, ya que hablamos de una historia divertidísima, tramada con suma astucia entre la hipérbole y el realismo, sin nada que envidiar a las más deleitables andanzas reporteriles de Mark Twain. Pero, precisamente, no debió mostrarse tan locuaz nuestro jubiloso prologuista. Lo que sentí por él, cuando me percaté de su metedura de pata, bien puede resumirse en aquella furibunda amenaza proferida hace años por il cavaliere Silvio Berlusconi: “¡Juro que lo estrangulo!”.

No yerra Álvarez, en cambio, al dictaminar que “Ferrer sabe burlarse de sí mismo, sabe escribirse”. Ni tampoco, más adelante, cuando le atribuye “una inteligencia que se viste de frac”, o cuando asevera que en la cuarentena de Días de coronavirus “el tedio se desdibuja, el encierro está lleno de vicisitudes y la mirada se aguza”.

El perspicaz JF, ciertamente, se expresa con impecable hidalguía. La suya es una prosa muy castiza. Límpida, equilibrada, elegante… Un detector automático de gazapos acaso chillaría al toparse con: “Estoy un poco ocupado ahora intentando sobrevivir a una pandemia global (…)”; pero el pleonasmo en este contexto es deliberado: un mero énfasis del epistológrafo JF para hacerle notar las dimensiones de lo que está ninguneando a cierta damisela que le exige, desde La Habana —por aquel entonces aún a salvo del coronavirus—, el envío urgentísimo de un libro a través del correo postal.

En Días de coronavirus tampoco hay palabrotas. Ni siquiera cuando JF ejerce a todo vapor el “derecho a la pataleta” que le asiste, según él, en su condición de “preso sanitario”. Hallamos, a duras penas, alguna que otra “mierda” regada por ahí. Pero nada más contundente. Ni un triste “coño”, ni un inofensivo “carajo”.

En medio de tamaña asepsia lexical, tropiezo de súbito con un “follar”. ¡Le zumba el mango! Me erizo cada vez que un autor de origen cubano, por cosmopolita que sea, emplea este verbo canalla, habiendo en nuestra norma nativa un par de sinónimos de lo más eufónicos. JF, no obstante, podría alegar a manera de coartada que las criaturas que “follan” en su relato pertenecen a la fauna ibérica. De cualquier forma, resulta admirable que alguien, fuera de los predios de la literatura científica, se las arregle para sustituir “culo” por “ano” sin dar una impresión de tiesura, mojigatería, o amaneramiento. Lo que salva de la ridiculez al exquisito JF, en esta oportunidad, es su tono irónico. Y en general ese airecillo altivo, frío, circunspecto, sutilmente desdeñoso que lo caracteriza.

Lo dicho, amigos míos: un lord.

Si se trata de escritores aristócratas, confinados en sus aposentos, por motivos que de alguna manera atañen a la salud, uno piensa de inmediato en Viaje alrededor de mi habitación, aquel delicioso librito donde el conde Xavier de Maistre, para no sucumbir al aburrimiento, se entrega a las remembranzas y digresiones que le sugieren los objetos de su entorno más próximo. Algo similar ocurre en Días de coronavirus, aunque JF se nos presenta zarandeado por un estrés de apaga y vámonos, ajeno por completo al imperturbable De Maistre. Después de todo, el señor conde apenas transitaba por una convalecencia nada trágica, sin que el orbe exterior a su alcoba estuviese derrumbándose ni mucho menos a resultas de una pandemia.

Claro que JF habita, en el encierro, un espacio considerablemente más amplio que el ocupado otrora por De Maistre. Dispone de un dormitorio, un baño, un estudio, una sala-comedor, un balcón y un cuarto donde almacena “patatas” —mejor así, pues “el cuarto de las papas”, acá en Cuba, alude a la morgue— y botes de gel desinfectante. Más allá están el pasillo, un ascensor del que prefiere prescindir por miedo al contagio, las escaleras, y los alrededores del edificio, por donde pasea cada tarde a su frenchie Bruno. También cuenta con el teléfono y la televisión, aunque esta última ventana al mundo será proscrita durante la fase final del itinerario —incluso los canales más decentes, como Eurovisión o Al Jazeera—, puesto que no cesa de transmitir ponzoña onda “Virus TV”. Todo ello por no hablar de WhatsApp, Facebook, Zoom y otras plataformas.

¿Y qué decir del vivificante escape que proporcionan los libros? JF lee y relee: Aleksandr Pushkin, Joseph Brodsky, Michel Foucault, W. G. Sebald, Guido Ceronetti, Emil Cioran, León Tolstói.. Y evoca: Severo Sarduy, José Lezama Lima, Arthur Rimbaud, Jorge Luis Borges, Héctor Zumbado, Charles Baudelaire…

Modales principescos aparte, la modestia de su economía obliga al protagonista de Días de coronavirus a trabajar para subsistir (lo que en su caso también incluye poder costearse algunos gustazos de sibarita relativamente caros). En el transcurso de la cuarentena lo pillamos enfrascado, pues, jornada tras jornada, en una labor que él, sin asomo de grandilocuencia, cataloga como “de carpintería y soldadura”. Consiste en enmendar la traducción española de Stalingrado, primera novela del tríptico de Vasili Grossman que cierra Vida y destino, cotejándola con el texto definitivo del original en ruso fijado por Robert Chandler y Yuri Bit-Yunan. Las múltiples discrepancias por subsanar entre ambas versiones obedecen a la perversa intromisión de los comisarios de aquel manicomio que George Orwell denominara “Ministerio de la Verdad”, especímenes que todavía hoy, oxidados y maltrechos, proliferan aquí en la mayor de las Antillas.

Descritos por JF, algunos asaltos de la pelea del gran novelista judío versus los censores soviéticos —falsarios profesionales que, como sus homólogos cubiches, además de sinvergüenzas eran tremendos estúpidos— llegan a ser hilarantes. Me huelo, empero, que dicho pugilato, asaz desigual e interminable, no debió de parecerle tan cómico al desventurado Grossman. Su calvario exaspera, indigna, asquea y conmueve, aunque en Días de coronavirus se mantiene todo el tiempo discretamente en un segundo plano.

El tema central de las viñetas es la COVID-19, que JF suele llamar “peste”, muy en sintonía con el vocabulario del Nuevo Medioevo que va instaurándose en la web y otros territorios (un fenómeno sociológico no tan perceptible desde Cuba, donde seguimos empantanados en el viejo y mugriento Medioevo del Rey Artús). Hipocondriaco a matarse, estilo Adrian Monk, nuestro caballero huye despavorido no solo de ciertas malignas “esferitas con pinchos”, sino también de la infodemia trituradora de neuronas. Mas, para su desgracia, no siempre logra sustraerse a la demoniaca atracción de las estadísticas, los modelos de pronóstico, las ruedas de prensa de la OMS, el presunto nerviosismo de Tedros Ghebreyesus a raíz de los ataques del “Niño Trump” —así lo llama—, la terminología epidemiológica en boga y las asimismo virales fake news.

La peste, que sin lugar a dudas supera en horripilancia a otros eventos apocalípticos de reciente data —el Y2K Problem o Error del Milenio, que por fortuna quedó en falsa alarma; el 9-11 o el colapso financiero de 2008—, constituye para JF un acontecimiento histórico de alcance planetario más rotundo que la caída del Muro de Berlín.

Mmm… Bueno, me temo que ahí el gentilhombre exagera. Aunque igual yo podría estar equivocada, habida cuenta de que la pandemia ahora mismo continúa en desarrollo y que el número de fallecidos ya rebasa la marca fatídica de los seis dígitos.

A lo largo del libro, JF insiste en subrayar el altísimo precio que, tanto en el aspecto económico como en lo concerniente a derechos civiles, tendrá que pagar la ciudadanía —de las naciones occidentales industrializadas, se entiende— por la protección gubernamental en época del coronavirus suelto y sin vacunar. Estima que las medidas restrictivas de movilidad, cierre de fronteras, distanciamiento social, clausura de comercios, uso obligatorio del nasobuco y demás, implican un flagrante secuestro de las libertades individuales por parte del Estado. Aborrece los aplausos nocturnos desde los balcones, que tacha de “ritual vomitivo”, pues no van dirigidos únicamente al personal médico en zona roja, que sí los amerita, sino también al Estado, es decir, “a una sinécdoque”.

Apreciaciones tal vez controvertidas que yo, para serles franca, tiendo a compartir.

Por temor al SARS-CoV-2, el inconforme, asertivo y a ratos sarcástico JF cumple a cabalidad con las normas sanitarias establecidas por las autoridades de Barcelona. Y también, me imagino, porque no distingue en su horizonte ninguna otra alternativa medianamente razonable. Como buen liberal, acaso un tilín inclinado hacia la izquierda —ojo a sus opiniones acerca del atraque en Cuba del MS Braemar, o el control de armas de fuego, entre otros asuntos polémicos—, protesta de lo lindo. Si en alguna ocasión lo encuentran ustedes algo fantasioso o paranoico, les consejo tener presente lo del ya mencionado —y respetable, ¿por qué no?— “derecho a la pataleta” que él se arroga en circunstancias carcelarias.

Por lo demás, con frecuencia reflexiona, ingenioso y fugaz, en torno a otras mil diversas cuestiones. He aquí un sucinto muestrario:

Las peripecias de Giorgio Agamben. Los soberanistas catalanes, a quienes tilda de “xenófobos regionales”. Chernobyl, la serie emitida por HBO. El vino. Las aberraciones del activismo animalista. La amistad, “fármaco que refuerza la psiquis del confinado”. El jelengue con las delivery windows de Amazon Now y El Corte Inglés. La cinegética. Los populismos. La utopía del futuro luminoso. El phishing o latrocinio digital. Los restaurantes. Sacrificio, de Andréi Tarkovsky. La virtud de la simplicidad. El éxodo del Mariel. Los quesos y las croquetas. Los discursos de jóvenes cubanos recién incorporados al exilio que escamotean el sustantivo “dictadura”. Los subterfugios de la indignidad y la cobardía. El wishful thinking, necesario para la supervivencia en coyunturas difíciles. Y la trayectoria ejemplar del promotor y mecenas de la cultura cubana Víctor Batista Falla, a cuya memoria está dedicado el volumen.

Algunas viñetas, como era de esperarse, brillan más que otras. Pero ninguna aburre. A veces estamos plenamente de acuerdo con los juicios de JF, a veces no. Y tampoco escasean esos maravillosos momentos de incertidumbre en los que, antes de pronunciarnos en uno u otro sentido, le pediríamos un chancecito para darle taller al negocio (él nos lo concedería sin falta, pues no pretende erigirse como gurú). Luego de sonreír, alzar una ceja o carcajearnos en grande con sus comentarios mordaces, que florecen por doquier, a menudo nos hallamos, casi de manera inconsciente, buscando argumentos para rebatir aquello de lo cual disentimos o, por el contrario, para apuntalar aun más aquello en lo que concordamos.

Así de traviesa, estimulante, controversial y provocadora es esta bitácora de Jorge Ferrer. Presupone, eso sí, lectores con cerebro. Y con ganas de usarlo para sacarles el jugo a los libros y a la vida.

O sea, gente como ustedes.




Everglades - Jorge Enrique Lage

Everglades

Jorge Enrique Lage

“Devuelvo a Charles D. Meigs a su estante y me miro los guantes forenses. En la historia de la obstetricia, Meigs es el autor de esta preciosa frase: ‘Doctors are gentlemen and a gentlemanʼs hands are cleanʼ. Los doctores son caballeros, y las manos de un caballero son limpias. Los doctores no se lavan las manos”.