¿Por qué si todos nos consideramos personas globales —ciudadanos del mundo es una frase que se lee con frecuencia en los periódicos— seguimos pensando la literatura como un reducto nacional, un territorio-Nación?
Mucha culpa de esto la tienen las editoriales, quienes continúan clasificando de manera estrechita al escritor y por ende a una zona donde la escritura, el texto, las micropolíticas que pone en juego todo autor se ven reducidas al archivo doméstico.
Archivo que en el caso cubano pasa además por una coartada utópica (turístico-utópica, para ser más claro) donde determinadas personas no solo van a observar la realidad de la isla desde su propio lugar común, sino desde lo que ellos identifican como Resistencia Revolucionaria, es decir, esa mezcla de abnegación y felicidad que estas personas, en su mayoría académicos, escritores, politólogos o cineastas, creen encontrar en la jaula castrista.
Un buen ejemplo de esto sería Jean Ziegler, the optimism of willpower (2016), del realizador suizo Nicolas Wadimoff. Un documental que narra el asombro, el ekstasis de Ziegler, uno de los sociólogos y ensayistas más reconocidos de los últimos años y actualmente vicepresidente del Comité Asesor del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, al hacer su pequeño peregrinaje a la isla, su road movie sacro.
Filmación que lo lleva a reverenciar, por ejemplo, el rostro del Che en la Plaza de la Revolución (la voz le llega a temblar incluso ante tan magnánima aparición), o a caer de rodillas ante la imagen de Fidel Castro en el salón de la casa de algunos cubanos…
Las frases de Ziegler, el cinismo de Ziegler —tan cercano a su propia ingenuidad—, los gestos de Ziegler, las preguntas de Ziegler, la fascinatio de Ziegler ante lo que se sublima políticamente en la isla es algo que supera cualquier límite moral…, sobre todo cuando constatamos que no desea escuchar otra opinión que no sea la que él previamente tiene ya construida, que considera “traición” todo lo que se aparte de su particular glaucoma.
Enfermedad que reconocemos muy bien todos los que vivimos fuera de la isla, ya que hace casi imposible una conversación sobre lo “real” en Cuba, sobre las capas perversas de una perversión (la castrista) que se ha extendido demasiado en el tiempo.
Y si traigo a colación esta enfermedad: síndrome de Ziegler pudiéramos llamarle, es porque ilustra muy bien un comportamiento que no solo pasa por lo ideológico o los sueños de hierro de alguien, sino por la literatura entera, por todo eso que configura un discurso.
Discurso en el cual también podría entrar aquello que Josefina Ludmer y otros, no hace mucho tiempo atrás y siguiendo a distancia a Rancière, llamaban Autonomía y Postautonomía.
Dupla conceptual que en los textos de la ensayista argentina venían a explicar las tensiones literarias de Hispanoamérica en el último siglo y terminaba, con razón, a favor del segundo, el cual en su texto “Literaturas postautónomas 2.0” era definido como el de esas escrituras que “no admiten lecturas literarias; esto quiere decir que no se sabe o no importa si son o no son literatura. Y tampoco se sabe o no importa si son realidad o ficción. Se instalan localmente y en una realidad cotidiana para ‘fabricar presente’ y ese es precisamente su sentido”. (Ludmer, 2009:41)
Lo primero que habría que decir es que aunque grosso modo estoy de acuerdo con la autora de Onetti, los procesos de construcción del relato: la Autonomía o el conjunto de reglas que te hacía entender, pensar, la literatura desde el territorio cero de su producción ha dejado de funcionar desde hace mucho tiempo y ahora mismo es imposible leer la literatura solo desde el campo literatura…, me cuesta más aceptar su reflexión sobre la Postautonomía, sobre lo que está pasando ahora.
Y no solo porque descrea de ese “no se sabe o no importa” que ella señala, sino, porque la literatura como máquina de guerra, como vampiro contractual y político, como nudo de fuerzas, aunque haya cambiado mucho desde Mallarmé a nuestros días, no ha dejado, más allá de la banalización a la que socialmente estamos abocados, de concebirse como escritura.
Lo que significa que seguimos receptando como “literatura” lo que ha sido escrito desde ella.
Pero también, lo que ha sido concebido desde otro lado: crónicas y artículos en revistas por ejemplo; textos que de seguro, en otra época y bajo otro orden, no habrían sobrepasado el imaginario pseudoclasista y elemental del espacio donde se publicaban.
Y sin embargo hoy entendemos como artefactos literarios.
Entonces ¿qué ha cambiado para que esos textos que “no admiten lecturas literarias” según la Ludmer, sean leídos también, aunque no solo, como procesos, como performances, como escritura?
La literatura, para decirlo de manera simple.
La literatura como concepto macro y cerrado y ontológico.
Como verdad.
Al punto, que ha sucedido justo lo contrario de lo que dictaminaba la ensayista argentina en su texto sobre el Postautónomo.
La literatura, es decir, la construcción de un estilo, la rizomatización de un imaginario que no solo se afianza en el poder sino en multiplicidades contracanónicas, el delirio fantasmal con todas las posibilidades del Yo, lo ha invadido todo.
De manera que las ficciones que antes formaban parte de su stage, se han horizontalizado y como diría Marx del comunismo, han salido a recorrer mundo.
A hacer —a ser— su particular anábasis.
Y en este periplo no solo han perdido su campo reducido, donde cierta exclusividad y cierto “sentido del drama”, como bien vio Bajtin hace más o menos un siglo en su estudio sobre Dostoievski, se daban la mano, sino mucho de lo que las definía anteriormente.
Ese espacio amparado en los géneros, el fetiche lenguaje-identidad y en una serie de estudios que las conectaban a una tradición o no.
(De más está decir que históricamente no conectar a alguien a un emblema nacional ha formado parte de un proceso de borradura común a los policías del canon).
¿No es precisamente esa borradura que mencionaba antes la primera que muere cuando las coartadas nacionales son barridas más que por la literatura por su efecto, su eco, su digresión, su ruidito, su obertura, su no estado?
Escribe Virgilio Piñera: “Aquí todo es Electra. El color Electra, el sonido Electra, el odio Electra, el día Electra, la noche Electra, la venganza Electra. (…) ¡Electra, Electra, Electra, Electra, Electra!” (Piñera, 2002:35).
Y si traigo a colación al divino Virgilio, es porque la transficción (ese proceso que ha venido a sustituir la Autonomía/Postautonomía defendida por Ludmer) es algo que ahora mismo, como escribía antes, encontramos en todas partes.
En la noche y el sonido, como gritaba la piñeriana Clitemnestra, y en la fotografía cubana, sobre todo la transtestimonial de los últimos treinta años: Alom, Peña, Garaicoa, Piña, Batista, et al.
En los soberbios reportajes de Kapuścińki y en las conversaciones televisivas de Deleuze, resumidas a posteriori en libro por la periodista Claire Parnet.
En el diario de Lezama —ese tomito abstruso y que narra tan poco—, o en las notas sobre fútbol que publicaban y aun publican algunos periódicos después de cada juego.
En los apuntes sobre el cuerpo de Ceronetti y en el documentado libro sobre béisbol de González Echevarría.
En la intervención de Javier Guerrero sobre Salpêtrière y en las paredes llenas de sangre y grasa de Teresa Margolles.
Es decir, en todo aquello que antes solía considerarse “fuera” de lo literario o artístico, su horizonte de guerra, y ahora se asimila, se lee, se recicla, se teatraliza desde la intensidad, desde elexacto donde ha sido inscrito.
La transficción, ¿qué duda cabe?, es para los que escribimos y pensamos sobre el límite-ahora, todo eso que ya no es literatura (aunque también lo sea, inactualmente), todo eso que configura un espacio donde el self, el imaginario y lo procesual niega la ideología que tradicionalmente la ha convertido en otra cosa, en bicho homogéneo.
Bicho que, para ser sincero, ni siquiera sirve para “fabricar realidad”, tal y como sustentaba la Ludmer hablando del postautónomo, ya que lo transfictivo es precisamente eso que siempre se mueve encima de una red compleja, una red donde no es exactamente la realidad —entendida como presente— lo que está en juego, sino los diferentes factores que harán posible el delirio, ese caos donde goce y límite se entremezclan.
¿No es de hecho ese caos que asumimos usualmente como vida, el espacio donde construimos la transficción, el modelo que a la vez que para escribir nos sirve para insertarnos en todo lo que nos interesa?
Si hasta ahora hemos atravesado por la transficción de manera general, no estaría mal ver también algunos de sus detalles.
Sobre todo por una razón: no hay transficción sin ley.
No hay transficción sin ley, sin señales, sin bordes, sin indicaciones, sin cartografías, sin marquitas, sin guerras.
Sin una reflexión previa sobre los ingredientes que la nutren y a la misma vez la “restualizan”, sobre eso que solo le sirve para construir su propia no digestión.
No digestión que cada escritor o artista administra a su manera, tal como sabía Piñera en La gran puta —otra vez hay que referirse a él—, donde a una realidad criminal, de fondo bajo, se suma una suerte de letanía teatral, de personajitos atravesados por el bufo.
Veamos:
Nación, nacionalismo, transnacionalismo.
De todas las cosas que giran alrededor de la literatura, una de las cosas que más confunde a los que nos ocupamos de ella es la del nacionalismo, la superposición inscripción-propiedad-lugar.
Al punto que si leemos, por ejemplo, un texto que se desarrolle en Cuba, solemos pensarlo a grosso modo como un texto sobre Cuba (sobre el complejo Cuba, el atractor Cuba, la Cuba privada), y no como un texto sobre su ficción, su producción de esquizoimaginarios, de diagramas íntimos, de falsedades. Y esto se repite constantemente. Ya que un escritor o artista usa muchas veces la inscripción-lugar solo para narrar otra cosa, mostrar un otro (el totalitarismo por ejemplo) y no su pathos o rutina propia de vida. Incluso, cuando tiene intención de hacerlo (mostrar su vida, quiero decir), falla. La escritura, la buena, siempre es cínica. Y bizca. Da en un lugar diferente al que pensábamos.
Ligereza, liviandad, transprofundidad.
Nada se escucha tanto en el espacio literario como el término ligereza. A veces como defecto (“era demasiado ligero ese texto”), a veces como elogio (“era muy ligero, corría muy bien”). En lo que sí parece existir consenso, es que es una de las marcas de la narrativa o arte del siglo XXI (aunque había comenzado hace mucho tiempo atrás, ¿recuerdan aquel librito de Baricco: Seda? ¿Y Seis propuestas para el próximo milenio de Calvino?).
Una marca a veces un tanto confusa, es cierto, ya que se suele confundir con no profundidad, no reflexión, poco desarrollo. O con el concepto velocidad de Paul Virilio. Y es exactamente lo opuesto. Pudiera definirse como lo que ya no necesita mostrarse desde la psicología u ontología —una relación familiar por ejemplo— para despiezarse y ser asimilada de manera “abyecta”, es decir, sin ningún tipo de justificación, de código. Lo que no necesita desaparecer porque su único fin es ser solo ligero.
Género, modo, transficción.
Una de las cosas más graciosas de nuestro tiempo, es que todo el mundo se queja de su banalidad, su agresividad, su idiotez consumista, su Ser-Selfie. Sin embargo, solemos quedarnos descolocados cuando vemos una novela que parece más un poema que un bildungsroman, o un ensayo (¿qué cosa es un ensayo?) que asume, narra, inscribe y disfruta desde cualquier otro lado: el diario por ejemplo, o la antropología. Tal como a veces hace el gran Calasso, el de esos textos sobre los griegos y las ninfas. O Sebald, el de las exploraciones perceptivas e históricas.
En fin, la mezcla, el mix, el transorden, al parecer son las zonas más afines a la procesualidad escritor o como querramos llamarle. Y evidentemente han llegado para quedarse, para liminar su nuevo mapa.
Tiempo, cronos, transtemporalidad.
Si la mirada matemática, lenta, mecánica era uno de los espacios de reconocimiento en Robbe-Grillet: aquel ojo que no terminaba de devorar a su presa desde lo frío… El kitsch, el tempo kitsch, tanto como a) fragmentación o puzle, b) como superficie de una sola época, va a ser una de las cosas más interesantes dentro de la transficcionalidad.
Ya no importa cumplir con un rigor escénico, una exactitud, un disfraz, una extensión, una historia. En la transficción todo se mezcla, todo se goza, todo se usa. Y en su uso está ese kitsch del que hablaba antes, el delirium mismo del que goza escribiendo más allá de lo que la mente cuadrada (la mente y el ojo cuadrado del hombre cuadrado) espera sea representado.
Yo, él, transyo.
¿De verdad todavía alguien cree que cuando digo “yo” estoy a sottovoce hablando de mí? Creo que una de las ganancias de la escritura actual (y Kafka o Walser son para mí más actuales que muchos contemporáneos) es la de haber desencapsulado la primera persona del singular para convertirla en otra cosa. Un él por ejemplo. Un otro. Un nadie. Es decir, en cualquier cosa menos un yo.
Lo que no significa que a veces no hable de mí. O que siempre hable de mí, según el caso. Pero incluso, aunque siempre lo esté haciendo no significa que en verdad esté contando mi vida, mi escurridizo bios, mi hábitat. Ya que no solo eso es inapresable por las letras o el arte, sino que siempre va a estar traspasado por mis deseos, mi mala memoria, mi odio, mis despistes, mi imaginación, mi mala fe, mis ficciones. Y todo eso es en verdad lo que ha estado allí a medias, aquello que Warhol llamaba life as a shock.
Esta antología quiere mostrar la ligereza, la “borradura”, el no género, el kitsch, el muñón o el self de algunos escritores. Sobre todo de esos que en el espacio Cuba comenzaron a publicar sus primeros libros a partir de los años noventa y hoy se mantienen circulando, o de aquellos que lo hicieron una década después y han consolidado un signo de identificación, una marquita.
El hecho de que todos hayan nacido en Cuba no significa, como explicaba antes, que esa falla (la identidad como camisa de fuerza está más cerca de la política que de la literatura) sea la que condicione la escritura o los textos que en Teoría de la transficción podrán ser leídos.
Al contrario.
Esta falla, para mí, habla solamente de una ruta, de la manera en que esa ruta, que es también un inmenso work in progress, ha sido construida más allá de identidades, nacionalismos, ideologías, influencias o leyes, y se pierde en su propia problemática.
O en su transversalidad.
Transversalidad que todo escritor des-arma en sus textos (o narraturas, según mi punto de vista), y que en muchos momentos siquiera va a responder a la norma relato, ya que la mayoría de los autores aquí representados lo que hacen normalmente es usar las claves de diferentes géneros para levantar su propia transficción, ese espacio ahora mismo difícil de clasificar por la academia o los estudiosos, que insisten en reducirlos a novela, cuento o diario según convenga.
De ahí que en este libro aparezcan Carlos Manuel Álvarez o Iván de la Nuez, asociados generalmente al ensayo, la crónica o el periodismo: clasificación que no explica lo extremo de sus escrituras (esa pulsión que los dota ante todo de un estilo), ni ese paréntesis que se abre en sus libros y solo puede ser explicado desde la narrativa o el pensamiento en general, desde la observación sociocultural.
O escritores como Ernesto Hernández Busto, Michael H. Miranda, Idalia Morejón, Ramón Hondal o Pablo de Cuba, más cercanos a la forma diario en el caso de los dos primeros (una buena pregunta sería saber qué significa Lo Real en los textos de ambos), y más próximos a la poesía, al mix entre lo múltiple (Thirlwell) y lo poco clasificable en el de Morejón, Hondal y de Cuba.
Además de autores como Abel Arcos, que ha desarrollado en paralelo una efectiva labor como guionista —algunas de sus películas junto a Carlos M. Quintela han sido premiadas en varios festivales internacionales— y toma bastante del imaginario cine para confeccionar sus “documentos”.
Textos que además de por lo descriptivo van a estar atravesados por la memoria, lo visual, el epistolario, lo jurídico y la anécdota.
Razón a grandes rasgos que explica por qué los textos de Fernández-Larrea, José Manuel Prieto, Ronaldo Menéndez, Ahmel Echeverría, Waldo Pérez Cino, Carlos A. Aguilera, Rolando Sánchez Mejías y Ena Lucía Portela se mueven con relativa facilidad dentro de determinado flujo o “tipos”, y por qué en ellos podemos encontrar situaciones y personajes engañosamente más cercanos a lo narrativo, al archivo prosa y sus conexiones.
Maquinaria que por supuesto cada uno echa a andar desde su propio imaginario y en este caso (o en el de todos los representados en esta antología) funciona desde lo eslavo, lo grotesco, lo doméstico, lo paródico, lo estético, lo neobarroco, lo cursi, lo postsoviético o lo zoofráctico.
Es decir, desde ese lugar donde la mala crítica y las malas editoriales no esperan encontrar eso que ellos llaman “escritor cubano”. Chantaje, por cierto, que confunde por igual a lectores y autores, ya que ante la pregunta decimonónica por el origen y la autenticidad de ideas y situaciones muchas veces no saben qué hacer ni qué decir.
Desafío (reflexión) que queda muy bien ilustrado en las escrituras de Legna Rodríguez Iglesias, Jorge Enrique Lage o Radamés Molina, al descentrar por completo el tiempo, la Historia, lo pop, lo sacro o lo carnavalesco los dos primeros (asociados ambos a lo que se ha dado en llamar en los últimos años Generación 00); o lo frío, lo micro, lo irónico-lógico el último, quien a ratos parece un cruce entre el nouveau roman y cierto postmodernismo de corte wittgensteniano.
¿Pudiera clasificarse la escritura de todos los autores citados en esta antología como transficción pura y dura, maquinaria trans y creativa?
Diría que sí y diría, sonrisilla mediante, que no.
Cada escritor —cada buen escritor— además de un rótulo es otra cosa: un devenir, una negación de lo que ya está, una salida, un quiebro. Y todos los textos presentes en Teoría de la transficción pueden ser entendidos, qué duda cabe, de otra manera.
Este libro solo agrupa a unos cuantos (ni siquiera a todos los que después de una primera lectura resultaron antologables) y, por supuesto, que todos sean atravesados por la transficción no quiere decir que en los textos de cada uno se cumplan con exactitud cada una de los puntos que en algún momento de este prólogo enuncié para entender el qué y el cómo de lo que estoy hablando.
Algunos se ajustarán más o menos —I hope!.
Y algunos se ajustarán a plenitud.
Lo que sí creo es que todos, sin excepción, marcan una diferencia, tanto de escritura como de mentalidad con respecto a lo que se espera o esperaba afuera de los escritores crecidos dentro y, a la vez, subrayan una distancia con lo que se construyó en la isla, literariamente hablando, desde 1959 hasta 1991, cuando comenzó el Periodo Especial y otra promoción se hizo visible a gran escala.
Teoría de la transficción quiere ser un libro sobre ese tipo de imaginario y, por supuesto, sobre algunas de las mejores zonas de escrituras que creo se está levantando ahora mismo en el atlas hispanoamericano; atlas global, en el caso cubano, gracias al totalitarismo castrense que ha enviado al exilio a más de tres millones de personas en seis décadas y, a un paradigma occidental de geodescentralización y estrategias civiles que han venido funcionando en Occidente desde hace ya bastante tiempo.
Cosa que hará que gran parte de la vida de estos escritores además de en alguna provincia de Cuba haya sucedido o esté sucediendo en Madrid, Miami, Praga, Frankfurt, Barcelona, Nueva York, Leiden, Moscú y un largo etcétera.
¿Significa la transficción, igual que en su momento el expresionismo, el futurismo, el tachonismo u otros movimientos, una ruptura con el espacio anterior y un volver a poner el reloj en cero?
No.
Si entendiéramos la transficción, lo transfictivo, lo transnarrativo, como un movimiento o neovanguardia estaríamos asimilándolo mal.
La transficción es solo un territorio, un goce, una reflexión, un performance.
Un territorio de acoples y zonas.
En ella no hay espacio para la guerra boba y tampoco hay mucho espacio para la masa, en su sentido light y económico.
Su hábitat, se reduce a lo dicho antes y a la escritura. Siempre, a la escritura.
Lo demás, como en muchas cosas, es silencio.
O como diría aquel: silencio, exilio y astucia.
Posdata
A pesar de que hubiera sido bueno mostrar la transficcion en otras zonas (plástica, teatro, poesía…), eso hubiera superado en mucho la propuesta inicial de este libro, que se basaba sobre todo en el mondo narrativa y las intensidades que a partir de esta se hacen posibles. Quizá un día se pueda hacer, entre muchos, ese libro soñado e incluso incorporar disciplinas que conozco poco y seguro tienen una zona inclasificable, “exiliada”, rota, que ya no funciona bien dentro del paradigma general. Mientras tanto, crucemos por estas líneas y veamos cómo se conectan y desconectan los diferentes textos presentes en ella. Podrían saltar sorpresas.
Referencias bibliográficas:
Calvino, Italo. Seis propuestas para el próximo milenio. Madrid: Siruela, 2014.
Ludmer, Josefina. «Literaturas postautónomas 2.0». En: Revista Propuesta educativa 32, Buenos Aires, 2009. En línea: http://www.redalyc.org/ pdf/4030/403041704005.pdf.
Piñera, Virgilio. «Electra Garrigó» en: Teatro completo. La Habana: Letras cubanas, 2002.
Rancière, Jacques. El malestar en la estética. Madrid: Clave intelectual, 2012. Robbe-Grillet, Alain. Por una nueva novela. Buenos Aires: Cactus, 2010. Thirlwell, Adam. La novela múltiple. Barcelona: Anagrama, 2014.