Ucrania: ¿Guerra europea, guerra mundial? (I)


Situación de la guerra Rusia-Ucrania, a 19 de enero de 2025.


La guerra en Ucrania es el resultado de una lenta degradación de las relaciones entre Rusia y Occidente, la cual refleja percepciones opuestas sobre el lugar de Rusia en el mundo posterior a la Guerra Fría: para Washington, Rusia perdió la Guerra Fría y debe pagar el precio en términos geopolíticos. Para las élites europeas, Rusia es, en el mejor de los casos, un país europeo periférico que debe aplicar (sin participar en su elaboración) las reglas y normas decididas en Bruselas para beneficiarse de las ventajas del Estado de derecho y del comercio pacífico. En cambio, para las élites rusas, Rusia contribuyó a la disolución del imperio soviético con el propósito de integrarse al concierto de naciones europeas como un miembro de pleno derecho y una potencia soberana. Estas interpretaciones divergentes se traducen en la oposición de Rusia a la ampliación de las estructuras euroatlánticas hacia el este, lo que, por un lado, excluye a Rusia de los mecanismos de decisión política y de seguridad paneuropeos, y, por otro, es percibido como una amenaza para la seguridad del Estado ruso, definido por la Alianza Atlántica como un adversario estratégico. De hecho, como declaró Jens Stoltenberg, secretario general de la Alianza, Vladimir Putin «entró en guerra para impedir que la OTAN se acercara a sus fronteras».[1] La ampliación de la OTAN, que se suponía traería paz y seguridad a Europa, ha sido la causa del mayor conflicto armado en Europa desde la Segunda Guerra Mundial.


Conflicto ucraniano: el fracaso de la diplomacia

El derrocamiento del presidente ucraniano en 2014 llevó al poder en Kiev a una alianza heterogénea de fuerzas nacionalistas y prooccidentales, respaldada por Washington. La adhesión de Ucrania a la OTAN, que había quedado en suspenso durante la presidencia de Víktor Yanukóvich, fue promovida por el nuevo gobierno. Esto implicaba el cierre de la base naval de Sebastopol, sede de la flota rusa del mar Negro desde el siglo XIX. El Kremlin reaccionó anexionándose Crimea y apoyando a los separatistas prorrusos en el este de Ucrania, quienes se oponían a la llegada de los nacionalistas procedentes del oeste del país.





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Los acuerdos de Minsk, firmados en 2014-2015, ofrecieron a Francia y Alemania la oportunidad de intentar retomar el liderazgo en el conflicto ucraniano y buscar una solución negociada al conflicto en el Dombás. Fue necesario que estallara un conflicto armado mortífero en el continente para que París y Berlín abandonaran su pasividad y trataran de reafirmar su liderazgo en Europa frente a Washington y Varsovia, que promovían una postura de confrontación. Sin embargo, los años han pasado y el proceso de paz sigue estancado. Occidente continúa aplicando sanciones a Rusia por su papel en el conflicto, pero hace la vista gorda ante la política ucraniana de incumplimiento de los acuerdos de Minsk. En efecto, «a pesar de haber firmado acuerdos que les obligan a negociar con los separatistas, las autoridades oficiales de Kiev se niegan a reconocerles cualquier tipo de legitimidad».[2]

El gobierno ucraniano no solo rechaza conceder la autonomía al Dombás, como prevén los acuerdos, sino que también ha impuesto un bloqueo a las regiones separatistas y no descarta la posibilidad de recuperarlas por la fuerza. De hecho, la firma de los acuerdos fue percibida principalmente por las autoridades ucranianas como una forma de ganar tiempo para fortalecer las fuerzas armadas del país. Angela Merkel y François Hollande admitieron que «los acuerdos de Minsk debían darle tiempo a Ucrania»,[3] lo que sugiere que su mediación no habría sido más que una maniobra dilatoria. Sea cual sea la sinceridad de estas declaraciones a posteriori, estas socavan la credibilidad de la diplomacia europea y refuerzan los argumentos del Kremlin.

Ante la falta de reacción de París y Berlín, acusados de alinearse con las posiciones ucranianas, el Kremlin buscó entonces negociar directamente con los estadounidenses, considerados los verdaderos patrocinadores del gobierno ucraniano. Sin embargo, cuando rusos y estadounidenses reanudaron el diálogo sobre cuestiones estratégicas con la prolongación por cinco años del tratado New Start y, posteriormente, con la cumbre Biden-Putin de junio de 2021, la Unión Europea, lejos de aprovechar la ocasión para promover una distensión con Moscú, rechazó el principio de una reunión con Vladimir Putin.

Este rechazo al diálogo con la Rusia de Putin contrasta con la actitud de los europeos hacia Turquía, otro gran vecino de la Unión Europea. A pesar de las represiones políticas internas y el activismo militar turco en su vecindario (ocupación del norte de Chipre y parte del territorio sirio, intervenciones militares en Irak y Libia, apoyo a Azerbaiyán en la reconquista del Alto Karabaj…), el régimen de Recep Erdoğan no ha sido objeto de sanciones. En cambio, en el caso de Rusia, desde 2014, los europeos no han adoptado otra política que la de prometer regularmente un nuevo paquete de sanciones en respuesta a las acciones del Kremlin.





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Ahora bien, las élites occidentales eran plenamente conscientes de que el acercamiento de Ucrania a la OTAN constituía un casus belli. Ya en abril de 2008, William Burns, embajador de Estados Unidos en Moscú y futuro director de la CIA, escribía a la secretaria de Estado Condoleezza Rice: «La entrada de Ucrania en la OTAN es la más brillante de todas las líneas rojas para la élite rusa (no solo para Putin)… No he encontrado a nadie que considere la inclusión de Ucrania en la OTAN como algo distinto de un desafío directo a los intereses rusos».[4] Según John Mearsheimer, profesor de la Universidad de Chicago, «Putin intentó primero resolver el conflicto por la vía diplomática, buscando convencer a Estados Unidos, que respaldaba la entrada de Kiev en la Alianza, de desistir. Washington decidió, en cambio, redoblar sus esfuerzos, armando y entrenando al ejército ucraniano e invitándolo a participar en maniobras militares de la OTAN».[5]

En diciembre de 2021, el Kremlin, mientras acumulaba tropas en la frontera ucraniana, presentó a los estadounidenses dos proyectos de tratado destinados a reformar la arquitectura de seguridad en Europa. Ante la movilización previa del ejército ruso en las fronteras ucranianas, que había conducido a la reanudación del diálogo ruso-estadounidense sobre cuestiones estratégicas, Moscú consideró claramente que la estrategia de la tensión era el único medio de hacerse oír por los occidentales y que la nueva administración estadounidense estaría dispuesta a hacer más concesiones para concentrarse en la creciente confrontación con Pekín. Moscú exigía una congelación oficial de la ampliación de la OTAN hacia el este, la retirada de las tropas occidentales de los países de Europa del Este y el retorno de las armas nucleares estadounidenses desplegadas en Europa. Estas demandas maximalistas buscaban principalmente lograr el abandono del proceso de integración de Ucrania en las estructuras euroatlánticas. El rechazo occidental a estas exigencias, percibidas como un ultimátum, sirvió de pretexto implícito para que el Kremlin invadiera Ucrania. Sin embargo, las razones por las cuales el Kremlin decidió cruzar el Rubicón a principios de 2022 siguen sin estar claras. En efecto, el año 2021 había sido favorable para Rusia con el retorno del crecimiento económico, la retirada estadounidense de Afganistán, el compromiso germano-estadounidense sobre el Nord Stream 2 y, sobre todo, la reanudación del diálogo con Washington, que parecía dispuesto a encontrar un terreno de entendimiento mínimo con Moscú para poder enfocarse en el enfrentamiento con China.





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Sin duda, aquí reside la explicación principal: desde hace varios años, el Kremlin esperaba que Washington le ofreciera una apertura basada en los principios de realpolitik de Kissinger. Este último había facilitado el acercamiento con Pekín en los años setenta, ya que la prioridad entonces era combatir a la Unión Soviética. Dado que los roles respectivos de Rusia y China se han invertido, parecía lógico que las élites estadounidenses hicieran concesiones a Moscú. Sin embargo, el Kremlin esperaba obtener compensaciones a cambio de su neutralidad en la rivalidad sinoestadounidense: mientras que la China comunista recibió inversiones estadounidenses para modernizarse, Rusia deseaba que Washington dejara de apoyar a Ucrania y aceptara que esta formara parte de la esfera de influencia rusa. No obstante, Washington prefirió conservar la «ficha» ucraniana para «controlar» a una Rusia que se vería obligada a acercarse a Occidente bajo las condiciones estadounidenses.

A estas consideraciones sobre los equilibrios estratégicos en el continente europeo se sumaron las dinámicas en Ucrania. Vladimir Putin confiaba en los acuerdos de Minsk para garantizarse una influencia sobre la política ucraniana mediante las repúblicas del Dombás y frenar el acercamiento del país a la OTAN. Sin embargo, ocurrió todo lo contrario: Volodímir Zelenski, cuya elección en abril de 2019 había generado esperanzas en el Kremlin de restablecer vínculos con Kiev, intensificó la política de ruptura con el «mundo ruso» iniciada por su predecesor. Además, la cooperación militar y técnica entre Ucrania y la OTAN, particularmente con Estados Unidos y el Reino Unido, no dejó de intensificarse. Turquía, miembro de la Alianza, comenzó a suministrar a Kiev drones de combate que se consideraron decisivos en la victoria de Azerbaiyán sobre Armenia a finales de 2020. Este crecimiento de la cooperación militar entre Ucrania y Occidente habría generado en el Kremlin el temor de que Kiev intentara una reconquista militar del Dombás y Crimea. Por lo tanto, Moscú consideró necesario tomar la iniciativa mientras aún fuera posible.

Finalmente, uno de los factores geoestratégicos principales que condujo al inicio de la invasión rusa, así como a su configuración general, fue el acuerdo alcanzado con Aleksandr Lukashenko para permitir el uso del territorio bielorruso por parte del ejército ruso. El presidente bielorruso, considerablemente debilitado por las manifestaciones contra su reelección en 2020, se vio obligado a aceptar la instalación de tropas rusas en Bielorrusia, a pesar de que siempre había resistido a Moscú en este punto. El Kremlin probablemente consideró que se trataba de una ventana de oportunidad debido a la situación política interna en Bielorrusia, especialmente teniendo en cuenta que Ucrania no disponía de tropas importantes en la frontera con Bielorrusia, considerada durante mucho tiempo como no peligrosa. La principal ventaja estratégica del territorio bielorruso para Rusia radica en la posibilidad de amenazar a Kiev desde el norte, así como ejercer presión sobre el oeste de Ucrania, la región fronteriza con Polonia y la más alejada de Rusia.





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«Operación Militar Especial»: De la guerra relámpago al estancamiento

Invasión en múltiples frentes y negociaciones

El Kremlin utilizó como pretexto el reconocimiento de la independencia de las repúblicas populares separatistas del Dombás para lanzar una «operación militar especial» destinada a «proteger a las poblaciones del Dombás». En realidad, se trató de una invasión a gran escala en múltiples frentes (Kiev, Járkov, Dombás y el sur de Ucrania). Rápidamente, las tropas rusas llegaron a las cercanías de Kiev e intentaron rodearla, lograron controlar la mayor parte del óblast de Lugansk y amenazaron Járkov. En el sur, el avance ruso fue impresionante, con la toma rápida de todo el óblast de Jersón y la conexión con las tropas presentes en el Dombás, lo que permitió sitiar la ciudad portuaria de Mariúpol.

Esta invasión a múltiples frentes plantea interrogantes sobre los verdaderos objetivos del Kremlin: ¿establecer una relación de fuerza militar para frenar el acercamiento a la OTAN? ¿Derrocar al presidente Zelenski e instalar un régimen prorruso en Kiev? ¿Anexar el Dombás y el sur de Ucrania hasta Odesa para privar a Ucrania de su acceso al mar Negro? ¿Crear una partición de Ucrania siguiendo un modelo al estilo coreano?

Es posible que Vladímir Putin contemplara estas diversas opciones dependiendo de los resultados de la ofensiva, pero parece que el Kremlin consideró dos escenarios principales sobre el desenlace de la «operación especial». La primera opción, de objetivos maximalistas, consistía en un colapso del régimen ucraniano que llevara a la instauración de un gobierno prorruso en Kiev. Esto habría evitado enfrentarse al grueso del dispositivo militar ucraniano en el este del país mediante una estrategia de rodeo. Además, podría haber facilitado la creación de una Ucrania confederal que otorgara una gran autonomía a las regiones rusófonas, sin que Rusia procediera a una anexión formal. Este objetivo explica, en parte, la misma denominación de «operación militar especial», así como el intento de rodear la capital ucraniana. También se refleja en la retórica inicial de «desnazificación y desmilitarización» de Ucrania, anunciada por Vladímir Putin al comienzo de la invasión. Tanto en sus aspectos operativos como en su discurso, esta operación orientada al cambio de régimen se inspira directamente en el modus operandi utilizado por Estados Unidos en Oriente Medio, como ha señalado el investigador Elie Tenenbaum, quien afirma que «el modelo de guerra estadounidense ha ejercido una fascinación sobre las élites estratégicas rusas».[6]





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¿En qué supuestos se basaba el Kremlin para considerar un escenario de este tipo? Parece que las autoridades rusas confiaban en una repetición del colapso del poder ucraniano, como ocurrió con Víktor Yanukóvich, el presidente ucraniano prorruso que se vio obligado a huir de Kiev bajo la presión de los nacionalistas en febrero de 2014. Algunos indicios podrían haber llevado a pensar esto. Por un lado, las élites ucranianas, preocupadas por la amenaza de invasión, habían comenzado a huir hacia Europa junto con sus familias: se observó un auténtico flujo constante de jets privados en los días previos a la invasión, al igual que en 2014. La ausencia de parte de las élites ucranianas en Kiev podía facilitar el apoyo a las redes prorrusas (en particular, a los diputados del partido prorruso de Víktor Medvedchuk, el oligarca ucraniano cercano a Vladímir Putin) para hacerse con el control de las instituciones, como ocurrió en Crimea en 2014. Por otro lado, toda la comunicación y las acciones de las autoridades estadounidenses parecían reforzar la idea de que Rusia tenía la capacidad de lograr un éxito rápido en Ucrania. El Departamento de Estado multiplicaba las advertencias a Zelenski, instándolo a replegarse hacia Leópolis o incluso a refugiarse en Polonia. Además, Washington no solo ordenó la evacuación de su personal diplomático, sino que también destruyó documentos dentro de su embajada en Kiev, sugiriendo que los rusos podrían llegar a apoderarse de ellos. Esta actitud de Washington pudo reforzar en el Kremlin la convicción de que sería posible lograr un cambio de poder en Kiev, y también pareció confirmar la idea de que Estados Unidos estaba dispuesto a abandonar a Ucrania a su suerte.

Sin embargo, las autoridades rusas aparentemente habían previsto un segundo escenario antes de la invasión. De hecho, el 28 de febrero, apenas cuatro días después del inicio de la ofensiva, que estaba en su apogeo, emisarios ucranianos y rusos iniciaron negociaciones en Bielorrusia. En efecto, las autoridades rusas comprendieron rápidamente que el objetivo maximalista sería difícilmente alcanzable: el ejército ucraniano no se derrumbó, el presidente Zelenski permaneció en la capital ucraniana y el Estado ucraniano siguió funcionando. Los emisarios rusos plantearon tres exigencias principales: la renuncia de Ucrania a integrarse en la OTAN y la inscripción de su estatus de neutralidad en la Constitución ucraniana, la reducción de las fuerzas armadas ucranianas y la limitación de su armamento, así como el reconocimiento de la independencia de las repúblicas del Dombás y de la pertenencia de Crimea a Rusia. A finales de marzo, el presidente Zelenski aceptó renunciar a la adhesión a la OTAN y al principio de la «neutralidad de Ucrania».[7] A comienzos de abril, tras varias rondas de negociaciones ruso-ucranianas en Bielorrusia y luego en Turquía, ambos países anunciaron estar cerca de un acuerdo. Según Fiona Hill, exmiembro del Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos, y Angela Stent, investigadora de la Brookings Institution, «los negociadores rusos y ucranianos parecían haber acordado las líneas generales de un acuerdo provisional negociado. Rusia habría retirado sus tropas a las posiciones del 23 de febrero, cuando controlaba parte de la región del Dombás y la totalidad de Crimea, y, a cambio, Ucrania se comprometería a no solicitar la adhesión a la OTAN y recibiría garantías de seguridad por parte de varios países».[8] Filtraciones organizadas por la parte rusa dan una
 idea más precisa de la naturaleza del compromiso: Kiev obtendría posponer la definición del estatus de Crimea y del Dombás, que sería objeto de negociaciones futuras. Las autoridades ucranianas aceptaron la neutralidad de Ucrania, así como una reducción de sus fuerzas armadas y una limitación de los armamentos permitidos. Este último punto confirma que una de las principales preocupaciones de Moscú es limitar la capacidad militar del ejército ucraniano.





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Fracaso de las negociaciones y contraofensiva ucraniana

Sin embargo, a pesar de los éxitos iniciales, al cabo de un mes de combates resulta evidente que la ofensiva rusa comienza a perder ímpetu: en el norte, las tropas rusas no logran completar el cerco de la capital ucraniana ni el de Járkov, en el este del país. En el suroeste, la ofensiva se estanca a la altura de Mikolaiv, mientras que los combatientes separatistas de Donetsk, respaldados por las tropas rusas, permanecen bloqueados tras las líneas fortificadas ucranianas construidas desde 2014. En realidad, las tropas desplegadas por Rusia son insuficientes para mantener una ofensiva en todas las direcciones en un territorio tan extenso. De hecho, se estima que solo unos 150.000 hombres participaron en la primera fase de la operación en un país de 600.000 km² (el más grande de Europa, excluyendo a Rusia). Esto contrasta con la intervención del Pacto de Varsovia en Checoslovaquia en 1968, que movilizó 300.000 hombres inicialmente (llegando a 500.000) para un país con una superficie casi cinco veces menor que la de Ucrania. Además, la movilización decretada en Ucrania comienza a surtir efecto, mientras que las entregas de material militar occidental no cesan de aumentar.

En este contexto, Moscú anuncia la retirada de sus tropas de la región de Kiev, presentándola como un gesto de buena voluntad para facilitar la consecución de un acuerdo entre ambas partes. Sin embargo, ocurre todo lo contrario. El presidente Zelenski, quien hasta ese momento había abogado por una solución negociada e insistido en la necesidad de reunirse con Vladímir Putin, cambia radicalmente de enfoque y pone fin a las negociaciones. Este cambio de postura ocurre tras una visita a Kiev del primer ministro británico, Boris Johnson, quien habría ejercido abiertamente presión sobre Ucrania para que abandonara las negociaciones.[9] De hecho, en lugar de alentar a ambas partes a continuar por la vía diplomática para poner fin al conflicto y encontrar una salida honorable para ambas, las élites occidentales prefirieron interpretar la retirada rusa como una señal de debilidad que abría la posibilidad de una «victoria» sobre Rusia.

Así, una vez que la capital ucraniana deja de estar amenazada directamente, la necesidad de continuar las negociaciones parece menos urgente.

A partir de abril de 2022, el Estado Mayor ruso anuncia que su prioridad es, desde entonces, la «liberación» del Dombás, lo que reduce considerablemente las ambiciones rusas. De hecho, el ejército ruso logra aún algunos avances en el norte de la región minera y consigue conquistar Mariúpol, aunque a costa de importantes destrucciones. Sin embargo, el avance ruso es cada vez más lento y debe enfrentarse a una contraofensiva ucraniana que gana intensidad. En septiembre de 2022, las tropas rusas se ven obligadas a retirarse de casi toda la región de Járkov. Además, ante la presión ucraniana, se toma la decisión en noviembre de 2022 de evacuar la orilla derecha del Dniéper, lo que conlleva la pérdida de la ciudad de Jersón, la única capital regional conquistada durante la ofensiva de 2022.





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El Kremlin, viendo que las perspectivas de una paz negociada bajo sus condiciones se desvanecían, anunció en septiembre de 2022 la anexión de cuatro regiones ucranianas (las autoproclamadas repúblicas de Donetsk y Lugansk, y los óblasts de Zaporiyia y Jersón) tras referendos organizados apresuradamente y denunciados como totalmente ilegales por los países occidentales. Vladímir Putin pasa así de un objetivo global de neutralización de Ucrania a otro de rectificación de fronteras que le permita obtener una continuidad territorial con Crimea y transformar el mar de Azov en un «lago ruso», un objetivo territorial plurianual de la potencia rusa. Se trata de una decisión políticamente arriesgada, dado que parte del territorio de estas regiones sigue bajo control ucraniano mientras las dificultades para las tropas rusas se acumulan.

Las consideraciones que llevaron al Kremlin a tomar esta decisión son de diversa índole: después de casi seis meses de conflicto y ante la imposibilidad de alcanzar los objetivos iniciales, era necesario ofrecer garantías a los «patriotas» rusos que apoyan la guerra pero comenzaban a mostrar signos de descontento. Por otro lado, la decisión funciona como una contrapartida a la movilización parcial decretada en ese mismo momento, que el Kremlin es consciente de que es impopular entre la opinión pública. De esta manera, oficialmente, los soldados movilizados no participan en la invasión de un país vecino, sino que defienden el territorio de regiones que ahora se consideran parte de Rusia.

Rusia en guerra: de la movilización parcial a la revuelta de Wagner

La movilización parcial marca el fracaso de la estrategia inicial del Kremlin, que buscaba limitar la guerra en Ucrania a una simple «operación militar especial». Esta expresión no solo alude al modus operandi y a los objetivos de la intervención rusa en Ucrania, sino también al deseo de Vladímir Putin de minimizar su impacto en la economía y la sociedad rusas. Al parecer, el ejemplo de Estados Unidos, que lleva a cabo intervenciones militares en el extranjero sin que la población estadounidense se vea realmente afectada, sirvió como fuente de inspiración. Durante los primeros meses del conflicto, la vida cotidiana de la sociedad rusa apenas se vio alterada por la guerra, salvo por los efectos relativamente limitados de las sanciones y la represión generalizada contra los opositores al conflicto: multiplicación de condenas por «desacreditar a las fuerzas armadas rusas» y clasificación de los opositores como

«agentes extranjeros». Este afán por mantener una apariencia de normalidad llevó al Kremlin a retrasar al máximo la decisión de implementar una movilización parcial, consciente de sus efectos negativos en la sociedad rusa. La huida, entre septiembre y octubre de 2022, de varios cientos de miles de rusos que buscaban evitar la movilización ilustra los efectos adversos de un conflicto que terminó alcanzando a la sociedad rusa.

La continuación del conflicto y las pérdidas humanas y materiales sufridas por el ejército ruso obligaron al Kremlin a apoyarse en fuerzas auxiliares cuyo peso aumentó considerablemente durante el primer año de la guerra. Estas fuerzas, involucradas en el conflicto del Dombás desde antes de la ofensiva de febrero de 2022, se componen principalmente de tres grupos: las milicias de las repúblicas del Dombás, que habían mantenido el frente ante el ejército ucraniano desde 2014; los combatientes chechenos de Kadyrov; y los mercenarios del Grupo Wagner. Estas fuerzas gozan del favor del Kremlin por varias razones: en primer lugar, sus pérdidas no se contabilizan oficialmente, lo que limita su impacto sociopolítico. En segundo lugar, su gran autonomía les permite una flexibilidad muy útil en el campo de batalla, en contraste con un ejército ruso más centralizado e, incluso, burocrático. Además, el Kremlin considera estas fuerzas como una forma de competencia con el ejército regular, que enfrentaba crecientes críticas debido a las dificultades sobre el terreno. Pero la principal razón es que el poder ruso contaba con estas fuerzas para evitar una movilización y, una vez que esta se hizo inevitable, para limitar su alcance. La dependencia del ejército ruso hacia los mercenarios llegó a tal punto que Evgueni Prigozhin (fundador del Grupo Wagner) y Kadyrov no dudaron en criticar abiertamente a ciertos generales rusos, atribuyéndose méritos ante los «patriotas» rusos gracias a su habilidad en el manejo de las redes sociales. Sin embargo, esta situación humillante para la jerarquía militar comenzó a revertirse. Por un lado, la movilización permitió al ejército ruso aumentar gradualmente sus efectivos para poder mantener el frente sin depender de mercenarios y otros voluntarios. Por otro, la anexión de las repúblicas del Dombás en septiembre de 2022 conllevó la incorporación de sus milicias a las fuerzas regulares. A principios de 2023, este cambio de equilibrio de poder quedó reflejado en la actitud de Ramzán Kadyrov, quien adoptó un perfil más discreto y moderado respecto al Ministerio de Defensa.





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El Grupo Wagner, por su parte, desempeñó un papel crucial en la captura de Bajmut, el primer éxito ruso tras las retiradas de Jersón y la región de Járkov. Sin embargo, el crecimiento de este auténtico ejército privado, cuyo líder se tornaba cada vez más incontrolable, generó tensiones crecientes con el Ministerio de Defensa y acabó preocupando al Kremlin. El ministro de Defensa, Serguéi Shoigú, logró que todos los «voluntarios» firmaran un contrato directamente con el Ministerio, lo que equivalía a la liquidación de Wagner en Ucrania. Esta medida provocó la revuelta fallida de junio de 2023, que estuvo a punto de tener graves consecuencias para Rusia, pero que fue desactivada gracias a la mediación de Aleksandr Lukashenko y a la flexibilidad táctica del Kremlin. Evgueni Prigozhin murió dos meses después en un accidente de avión, lo que eliminó a la cúpula de Wagner implicada en la revuelta.

El fracaso de la contraofensiva ucraniana del verano de 2023, cuando Prigozhin creía que el ejército ruso no sería capaz de resistir sin el apoyo de sus mercenarios, parece haber dado la razón al Estado Mayor. El final sin gloria de Wagner y su líder marca el fracaso de la privatización de las fuerzas armadas rusas, un legado de la proliferación de milicias privadas en la Rusia de los años 90 y de la tentativa de adaptar el modelo de mercenarios occidentales a la realidad rusa. Esto no implica la desaparición de las empresas militares privadas rusas ni de las fuerzas auxiliares, pero sí su subordinación al poder político y militar. A finales de 2023, el Kremlin anunció la contratación de 300.000 soldados adicionales bajo contrato, lo que reduce aún más la importancia de los mercenarios y debería permitir al gobierno ruso evitar una segunda movilización.

El enfoque presupuestario confirma la intención del Kremlin de mantener el esfuerzo bélico dentro de límites razonables para la economía rusa. Ciertamente, aunque el aumento del gasto militar ha sido progresivo desde el inicio del conflicto, el gobierno ruso ha decidido incrementar su presupuesto militar en un 70% para 2024, alcanzando el equivalente a 106.000 millones de euros. Si bien este fuerte aumento podría sugerir a primera vista la entrada de Rusia en una verdadera economía de guerra, su magnitud debe relativizarse. Así, este gasto equivale al 6% del PIB ruso, una cifra importante, pero que no se puede equiparar a una economía de guerra: en 2022, Arabia Saudita destinó más del 7% de su PIB al gasto militar, mientras que Israel dedicó el 4,5% ese mismo año y un 5,5% en 2013. Además, dado que Rusia produce la gran mayoría de su armamento, este gasto contribuye a dinamizar la industria nacional, generando un efecto de arrastre en numerosos sectores de la economía.

Finalmente, el aumento del presupuesto militar va acompañado de un incremento global del gasto estatal ruso, lo que actúa como un estímulo presupuestario permitido por el muy bajo nivel de endeudamiento del país.

En un informe del Instituto Internacional de Investigación para la Paz de Estocolmo (SIPRI), Julian Cooper resume perfectamente la estrategia del Kremlin:

Para Ucrania, sin duda se trata de una guerra a gran escala por la propia existencia del país como Estado independiente. Pero Rusia se ha involucrado en el conflicto de manera más limitada […]. En realidad, la guerra no se libra con los recursos de un conflicto a gran escala, sino en el marco de una operación militar más contenida. El uso de la expresión “Operación militar especial” puede entenderse desde la perspectiva de los recursos financieros de Rusia: se trata de una operación llevada a cabo con un costo monetario que la economía rusa puede permitirse, a pesar de las severas sanciones.[10]


Continuará…





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* Capítulo del libro: ‘Rusia: el regreso de la potencia’, de David Teurtrie (Edición en español, Hypermedia, 2024).

Sobre el autor:
David Teurtrie, doctor en Geografía Política, es profesor titular y director del Máster en Políticas Públicas en el Institut Catholique d’Études Supérieures (ICES). También es director del Observatorio Francés de los BRICS y profesor en el Institut National des Langues et Civilisations Orientales (INALCO) y en el ISIT (París). Sus investigaciones se centran en la geopolítica y la geoeconomía de Rusia y Eurasia, así como en las organizaciones posoccidentales (OCS, BRICS). Miembro del Instituto de Estudios Eslavos, David Teurtrie ha ocupado cargos en Rusia y en el Cáucaso del Sur dentro de la red cultural del Ministerio de Asuntos Exteriores de Francia. Su libro Russie : le retour de la puissance (Dunod, 2024) ha sido galardonado con el premio Albert Thibaudet de la Academia de Ciencias Morales y Políticas.





Notas:
[1] «Opening remarks by NATO Secretary General Jens Stoltenberg», NATO, 07/09/2023, nato.int
[2] Routkevitch N., «Moscou-Kiev: si loin, si proche…», Politique internationale, n.º 172, verano de 2021.
[3] «Les accords de Minsk devaient donner du temps à l’Ukraine: Angela Merkel jette un pavé dans la mare», Marianne, 14/12/2022, marianne.net
[4] «L’histoire récente de l’OTAN, de l’Ukraine et les craintes de Poutine», Mediapart, 29/04/2022, blogs.mediapart.fr
[5] Mearsheimer J., «Pourquoi les grandes puissances se font la guerre», Le Monde diplomatique, agosto de 2023, p. 11.
[6] Tenenbaum E., «Guerre en Ukraine: leçon de grammaire stratégique», IFRI, 24/02/2022, p. 2.
[7] «“Neutralité” de l’Ukraine: Zelensky fait un (grand) pas vers Moscou», 28/03/2022, latribune.fr
[8] Mai M. C., «Could the War in Ukraine Have Been Stopped?», The National Interest, 20/09/2022, https://nationalinterest.org/feature/couldwar-ukraine-have-been-stopped-204872
[9] «Diplomacy Watch: Did Boris Johnson help stop a peace deal in Ukraine?», Responsible Statecraft, 02/09/2022, https:// responsiblestatecraft.org/2022/09/02/diplomacy-watch-why-did-thewest-stop-a-peace-deal-in-ukraine/
[10] Cooper J., «Russia’s Military Expenditure During Its War Against Ukraine», SIPRI, n.º 2023/07, junio de 2023, p. 18.





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Todos los peores humanos (I)

Por Phil Elwood

Cómo fabriqué noticias para dictadores, magnates y políticos.