Pata de conejo: ‘Antón, steal the nuts’

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Cuando sobre el parabrisas trasero de la guagua china vi el cartel electrónico con la sentencia “No hay perdón para los que fallan”, se me caía el calzoncillo.

Rectangular, fondo negro, letras rojas. El ultimátum del chofer para con los futuros pasajeros.

Aquellos caracteres en mayúscula, altos y estrechos, con un movimiento rectilíneo y uniforme recorrían la pantalla. De una punta a la otra, hasta desaparecer. Luego se concretaba nuevamente, cual móvil perpetuo. Paradojas de la Física en el mundo real.

En ese mundo real era la tarde del 17 de octubre y el 2023, la Avenida 31 y Miramar, y yo corría para abordar la guagua. El A33; su movimiento no es ni rectilíneo ni uniforme, no es un móvil perpetuo, y tampoco me servía. En la tendida luz de octubre me acomodé el calzoncillo.

En la última oración del párrafo anterior, estamos Lezama y yo: él con su tendida luz; y yo con el mes de octubre y esa prenda que en medio de una loca carrera no se queda en su sitio.

En la
última
oración
del
párrafo
anterior,
estamos
Lezama y yo.

El problema con Lezama es que resulta pegadizo una vez que te metes en él. Estoy metido en Lezama, me he zambullido en Paradiso. Los dos parecemos ir a contramarcha en estos tiempos que corren.

Paradiso es mi pata de conejo. Un amuleto para el alucinado. Es, también, un enorme caserón con patio interior a donde muy pocos se quieren mudar. Pregúntenle al propio Lezama Lima.

A veces me digo: solo estaré allí de visita y con la misma me voy, no hay perdón para los que fallan. Pregúntenle a Lezama. Pregúntenle al propio Heberto Padilla.

Pero esto va de otro juego. Y como va de otro asunto, en la Avenida 31 recordé el inicio del capítulo III de la novela. Comienza con Rialta, un árbol de nueces, y la posibilidad de la muerte. José Cemí ni siquiera es un anhelo, la madre todavía es una niña y además hablamos del estío de 1894.

Le tatuaría a Ella, y aquí no hablo de Rialta, con su venia a Ella le estamparía el inicio del capítulo III en esa cuartilla blanca, con pequeños lunares rojos, que va del cuello a la medianía del culo.

Hay vida y muerte allí, en la cuartilla y en el párrafo: la vida como certeza, la muerte en tanto posibilidad, aunque la palabra de orden sea el deseo o la fiesta. Pero el párrafo es muy largo, tan largo como la vida, me digo, y cruzo los dedos.

“La tendida luz de julio iba cubriendo con reidores saltitos los contornos del árbol de las nueces, que terminaba uno de los cuadrados de Jacksonville, en los iniciales crepúsculos del estío de 1894. Rialta, casi sonambúlica con el inasible penetrar vegetativo de sus diez años, se iba extendiendo por los ramajes más crujientes, para alcanzar la venerable cápsula llena de ruidos cóncavos que se tocaban la frente blandamente. Su cuerpo todo convertido en sentido por la tensión del estiramiento, no oía el adelgazamiento y ruido del rendimiento de la fibra, pero sus oídos habían quedado colgados del rejuego y sonido de la baya corriendo invisible dentro de la vaina. Despertó, oyó, se volvió.”

Podría traducir el fragmento anterior en un dibujo, podría pedirle a Ella que se lo tatúen en el saloncito refrigerado de La Marca, por ejemplo. Pero mi cabeza no imagina otra cosa que las interminables oraciones haciéndose ilegibles cuando la piel vaya perdiendo el colágeno. Ella sería doblemente un incunable.

Por lo menos estoy vivo, me dije en la Avenida 31. Aunque la cinta de asfalto fuera en ese momento, para mí, una rama delgada con propensión a partirse.

Por lo
menos
estoy
vivo.

Es que una caravana de hombres y mujeres, sobre la medianía de edad, han muerto en este octubre. Con una edad similar, los he visto desfilar en Facebook e Instagram al interior de no pocas fotos que celebran una vida terminada de manera abrupta, a manos de una enfermedad o en las propias manos del que ya muerto vive en decenas de posts y reels.

Por lo menos estoy vivo. Y, en la avenida, de súbito recordé un instante de Paradiso que nunca podré citar de memoria.

Quien como Lezama habla es Florita, esposa de Mr. Squabs, que le dice a la respetable señora Augusta, la madre de Rialta: “Pero me parece […] que en la muerte, en ese océano final ―al llegar aquí [Florita] baritonizaba como si acompañara a su esposo el organista― no podemos llegar ni intervenir. Es radicalmente inútil ―dijo abriendo las vocales―. Procuro no intervenir cuando alguien se enfrenta con el destino de su muerte, aparte de que creemos que intervenimos, pero andamos por muy opuestas latitudes”.

Vi de cerca a unos pocos enfrentados a ese destino. Entonces yo creía que intervenía, aunque, producto de la senectud, la mayoría de ellos ni siquiera lo percibían. Ahora sé que estuve como quien dice en las antípodas.

Y además dice Florita: “Pero con nuestra pequeña e indefensa voluntad podemos obtener al menos breves y no tan visibles triunfos”.

En la Fundación Ludwig de Cuba, a finales de abril y 2023 aconteció la lectura y conversatorio de Antón Arrufat. Lo acompañaban en la actividad la narradora y ensayista Maggie Mateo y el fotógrafo Omar Sanz. Fui por más de una razón: una era el afecto o la amistad; la otra, la amarga sensación de que aquel podía ser el último conversatorio y la última lectura de Antón.

Arrufat, más bajo que de costumbre por la osamenta que le fallaba. Canoso, ya sin labios y con sus zapatones. Escorado estaba el octogenario, permanecía sentado sobre la delgada rama de su árbol de nueces, que en realidad era una silla.

Canoso,
ya sin
labios
y con sus
zapatones.

Antón resistía, aunque a ratos y de manera breve parecía no estar en el conversatorio. Respondió las preguntas a contramarcha de su cuerpo. Y leyó como si bajo sus nalgas y en su esqueleto se extendieran “los ramajes más crujientes”, porque su cuerpo se instauró “convertido en sentido por la tensión del estiramiento”, y parecía no escuchar “el adelgazamiento y ruido del rendimiento de la fibra”.

Es que allí también estaba el otro Antón.

Su lectura me sobrecogió. La voz no se parecía al cuerpo, como si Arrufat se hubiera propuesto robarse unas nueces. Pongamos que se igualaba a la voz del hombre al que años atrás vi leer frente a un público parecido. Pongamos como ejemplo los versos del poemario Vías de extinción.

De la muerte y el resucitar en el final y el inicio de cada día, de la vida de un hombre cualquiera, de las escaramuzas para asumir la futilidad o las adversidades de la semana, el mes y el año, va este cuaderno. Eso creo. Un poemario escrito especialmente “para aquellos que han aprendido a despedirse”.

Todavía él y yo estábamos vivos.

En su libro, la voz del sujeto poético parece decidida al relato, a la confesión. Es la voz de un hombre en la tercera edad, aunque todavía vital. Es la voz de alguien acostumbrado al gesto con el que se aceptan las despedidas. Eso creo.

En el poemario encontrarás los objetos sagrados del amor. También los baladíes: “un pie, la hoja del árbol, una llave”. O los “días a fuego lento, mañanas que se pudren sin consumir y enterramos vivas”.

Podría tatuarme este verso en el brazo izquierdo: “días a fuego lento, mañanas que se pudren sin consumir y enterramos vivas”.

O, si manejara un A33, programaría el cartel electrónico para que, en letras rojas sobre fondo negro, se deslizaran esos setentaitrés caracteres con espacios.

Un ultimátum. Con muy alta probabilidad, en la tendida luz de la tarde a otro posible pasajero se le caería el calzoncillo.

En el salón abierto del penthouse con vistas al vacío, a la ciudad y al mar, el otro Antón leía y en mi cabeza gravitaba una amarga sensación. El hombre sin labios y con zapatones leía de manera implacable. “Lo misterioso de la voluntad”, diría Lezama a través de la boca de la señora Augusta.

El otro
Antón
leía
y en mi
cabeza
gravitaba
una amarga
sensación.

Hay incluso un verso para la madrugada y el sueño en Vías de extinción. Y para el desvelo de aquel que permanece “al lado de alguien que sí consigue dormir”.

Es el libro destinado a un sujeto poético al que la próstata ya le manda señales, y que un día podría caer fulminado de muerte natural. Y eso no es otra cosa que morir a causa de una atroz enfermedad o por suicidio.

Pregúntele al enfermo, pregúntenle al suicida.

Fue Florita la que apareció en la casa de la respetable señora Augusta en “su visita no reglamentaria”. Quería alertar del peligro en el que incurrió la futura esposa del Coronel y futura madre de Cemí. En la tendida luz de julio le gritó a la niña: “Rialta, don´t steal the nuts”.

No le dije nada de verdadera significación al octogenario Antón, otra vez escorado y lúcido tras devolverse a sí mismo una vez acabada su intensa lectura.

A él, que me preguntó por Ella, lo que le dije si acaso podía estar contenido en un verso de Vías de extinción. Sí, un comentario equivalente a “un pie, la hoja del árbol, una llave”, que no es poca cosa si el interlocutor es un hombre que ha aprendido a despedirse.

Por lo menos estábamos vivos.

Ahora creo que, en el salón abierto del penthouse con vistas al vacío, la ciudad y el mar, debí haber gritado: Antón, steal the nuts.

Mi pequeña e indefensa voluntad para poder obtener al menos un breve y no tan visible triunfo.

Dice Florita a la respetable señora Augusta: “No creo […] que los Olaya crean que yo pueda ser tan influyente como para intervenir en el destino último de sus hijos, pues mientras usted, Augusta, teje, flexibiliza un misterio, que se rompe aquí o allá, cuando la aguja se niega a penetrar en otras pausas del tejido”.







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Sol tuerto

Ahmel Echevarría

Formas de la ilusión y la fe. Formas de la desesperación y el miedo.