A la memoria de Gregoria Lucrecia Jordán y Dulzaides.
Uno
Primero de diciembre del cincuentaitrés, martes,
la madrugada,
mi madre en su batón humilde saluda la llegada
del invierno a la isla
y con su mano blanca se palpa el vientre ancho
como el mundo.
Veinte años, mi madre y una amapola gris
ensartada en el aire de la sala,
flor del dolor y la belleza en la muy pulcra sábana
de lienzo natural
en un hospitalito en la colina de una ciudad pequeña
del Caribe.
Allá en la lejanía, el mar, como siempre de fondo,
el mar de las sinuosas filigranas
bebiéndose la estrella más remota
y toda la paciencia de mi padre. Maternidad Obrera
para una obrera diestra en fabricar veranos
y zapatos de goma.
Una muchacha frágil como una porcelana
en la que el viento del estero puso
dos ojos cabizbajos que se anudan en su vientre primero
y adentro bien al fondo
tejido con las hebras más finas de nueve meses pulcros,
el amnios distendido donde comí gustoso
el pan horneado por su sangre,
bolsa de paz repleta de aquella agua ancestral
donde nadé sin pecho;
casa primera en la que fui feliz
aun sin recordarlo.
Siete de la mañana del día señalado
y yo llegaba en brazos de Ildeliza Interián,
la comadrona negra que me desembarcaba
del cuerpo de mi madre.
El parto sigue al vientre,
y su abdomen volvió a ser plano y simple
como un valle sobre el cual este árbol solitario que soy
se debatía constante con el ruido y el hambre
y el demasiado sol.
Dos
Primavera del cincuentaisiete,
fecha inexacta y rosas en los tiestos.
Pinté en la contrapuerta de un cuaderno una casa pequeña
con un bombillo enorme,
un caballo y un pez y una damita triste.
Yo heredaba los dones de Don Ramón Estévez,
un tío que, a sus horas, allá en los años treintas
se iba diciendo adiós envuelto en una tisis,
blandiendo unos pinceles,
un carboncillo irreverente y unas ganas inmensas
de tomarse un café.
Mi madre me paría nuevamente
porque puso en mis manos un juego de creyones
que siempre se me antojan salidos del recuerdo
de aquel amnios potente y soberano
de alegre y saludable mujer controversial,
dorada, con aquel pelo riso llegándole a la espalda
y aquella vocación de seguirme pariendo
en contra y a favor de todas las corrientes.
Tres
Diciembre del sesentainueve,
una partida de cielo en dos rendido,
el cielo penetrado por el falo del tiempo
y la memoria cubre la zona ancha de todos los recuerdos.
Un avión de juguete sobre el celaje justo de las personas grandes,
adultos ocupados en los bienes,
los males y las cosas del medio.
Me recuerdo pintando un soldado de frente,
en el plantel seguro donde aprendí de golpe
cinco cosas distintas en una sola tarde.
Qué fría la navidad donde se muere un niño.
Qué agria la cerveza de los que partirán.
Qué espuma triste para los que quedándose
también se marchan sin saberlo.
Una nave se alza y la otra aterriza: y en este juego atroz
se vale también el viceversa.
Qué pulcros los que parten,
lavándose sus cuerpos con la infinita gota de una lágrima.
Que pulcros los que quedan para guardar un patrimonio
invadido por hambre de termitas.
Mi madre me paría otra vez,
desde la cola de un avión en marcha,
me bendecía y cantaba una canción de cuna más delgada,
más útil, más férrea, más exacta,
más propia de ese siglo
donde nos inventamos la bomba,
el submarino, los misiles, y todos sus espejos.
Mi madre me volvía a parir desde el exilio.
Cuatro
El sobre de una carta con borde tricolor:
blanco, rojo y azul como el cuerpo febril de dos banderas.
Te quiero, mi niño, te arropo desde una tierra extraña
donde te espera fango afiligranado
y el sabor repugnante de una manzana helada.
Te quiero, mi niño, qué absurdo este país donde no estás,
qué purgar y expurgar tan continuo,
constante, diabólicamente doloroso.
Te estoy pariendo, hijo mío,
desde las serranías y los rascacielos;
parto quebrado por las aguas de la mar que ya no son
telón de fondo,
sino líquido amniótico para que flotes,
nades y sobrevivas en esa tabla propia
salida del mejor naufragio
de un barco muy leve y muy pesado,
lento y veloz, diurno y nocturno
llamado simplemente Eternidad.
Cinco
Una hora por un siglo de soledad.
Una casa de cúpulas enormes de donde me expulsaban
por tener la fragancia de un naranjo
y la dicha infinita de empuñar la certeza.
En menos de una hora estaba preparada
mi mochila guerrera
donde solo había sitio para el carcaj,
su flecha y la diana remota
como el lucero del alba
que nos hacía creer en sobrevidas
y nos ponía en la vena una inyección de paz.
Qué doloroso este parto de mi madre,
qué agónico su rostro contraído, su pelvis
abultada y rojiza.
El amnios se quebró por la parte más débil,
por la congénita costura hecha
con hilos sucios y podridos.
Qué parto tan atroz,
sin comadrona ni espéculo de luna,
sin la mano suave de Dios
sobre la cabecita del futuro infante.
Malogrado y contrahecho como cicuta en el pastel
de cumpleaños.
Aquí yo nací herido, cojo, manco, tullido por la sombra,
pero
agradecido una vez más de que mi madre alzó la vista
y me vio enderezarme como un roble imprevisto y fecundo,
dispuesto a ser de nuevo otro palo de monte que camina.
Seis
Veinticinco de diciembre del ochenta,
nació Lucre mi hija como un arbusto noble y generoso
dispuesto a recoser otras heridas,
otras grietas dejadas por otros nacimientos en mi carne.
Como una violeta presentida llegó a mi brazo largo
a las doce del día, donde otro nacimiento
estremecía al mundo.
Hija de mí que había dormido en mi testículo,
en mi sombra, en mis impares ganas de vivir.
Hija del pensamiento,
del goce y la energía que tienen los colores del sol.
Hija de Dios.
Mi madre otra vez me había parido
para que yo acunara en mi palma de varón
una pequeña rosa de los vientos.
Siete
Abril en la cintura de los años ochenta,
días no precisados.
Anterior a su luz y su espejismo
una llama fecunda en el mechero alumbra al sol
y el sol se rinde, lujoso como un sol
y yo vivo a la sombra de esos brillos
por un tiempo fecundos, presurosos,
dándole sol al sol, lumbre a la lumbre.
Detrás de los cristales del fanal
una llama pequeña en mi brazo derecho me conmina
a un fulgorcillo leve, doméstico, sereno.
Desde una casa grande a la orilla del río
mi madre abre las piernas y me pare
y una vez más me engendra, me alimenta, me enrumba.
Ocho
Primer día de enero, año noventa.
Abro la puerta a un nombre bíblico, sencillo
como el pez que nada en el espíritu
del más sobrio aposento.
El ciervo del amor tiene miles de rostros;
ciervo de raza pura que ni soporta máscara
ni le persigue el zumbido de la flecha.
Ni siquiera la espuma enardecida
de la pasión con sus carmines, bermellones,
cambia el crisol ecuánime, absoluto
de la cara precisa del amor. Blanco y esperanzado,
incierto como el minuto primero
del primer día de un año.
El blanco de la ropa tiñe la luz del cielo y sus preguntas.
Siempre que un hombre se enamora detrás está su madre,
pariéndole el olvido, sanándole con la misma eficiencia
del crepúsculo
que corta en dos el día y lo hilvana de nuevo.
Siempre que un hombre se enamora detrás está el dolor,
la contracción, la fuente rota,
los sudores y lágrimas, y el pecho al fin tranquilo
de su madre ofreciendo su cuerpo al mismo parto.
Nueve
Llega el año dos mil, una nueva centuria
calzada con las botas que de tanto invadir tierras ajenas
no se gastan,
no se desmoronan en el polvo del país vencido,
no se mueren
con la alucinación del nomeolvides azul
que está en la huella eterna de la suela.
Hay un advenimiento presuroso en cada milímetro de tiempo,
en cada gota de agua que se va para siempre.
En cada pájaro que emigra a otra magnitud del verano;
para siempre.
En cada enamorado aparecido en la pantalla
que borra cada día
aquel insecto leve que paseaba su sombra
por un recodo oscuro de la luz que antes
llamáramos intimidad.
Qué cerca estamos los unos de los otros
en los años dos mil,
qué peligrosamente cierta el alba en una tierra remota
que jamás pisaremos.
En la pantalla de mi computador veo a mi madre pariendo
mi cráneo sin cabellos, mi barba negra de ilusión,
como de fiel guerrero que se rezaga
y queda en la última fila,
mi cuerpo adulto como árbol de sombra
y anillos concéntricos que marcan
cual un reloj natural de fiel madera
las horas enteritas de mi vida.
Mi madre sigue sin embargo joven,
auténticamente pura en su escasa veintena,
sin malabares de la cosmética,
con el cuerpo ágil de buena paridora;
buena hembra nacida para parirme una y otra vez
sin agotarse.
Ni un solo virus de la máquina puede evitar
que vea su vulva plena como carne de fruta
acompañando este soberbio arribo al mismo mundo.
Diez
Es dos mil diecisiete de una vida emprendida
desde el sabor sagrado del amnios que mi madre
fabricó consecuente y laboriosa con su cuerpo potente,
universal.
Cada paseo de mi vida bajo la fronda dulce
de aquellos naranjales,
cada gota de lluvia, cada aurora pesando
esa luz generosa de la estrella del alba,
cada país que grita o se consuela,
cada gesto de un hombre en la remota espiga
del trigo o del maíz, cada palabra simple
como un aro de puro metal recién hallado.
Cada condensación de la neblina en la calle que piso,
la que ausente a la huella de mi paso se levanta dichosa
en la planta del pie de aquel desconocido.
Cada ciudad perdida, cada pueblo ganado,
cada conflagración donde me desangraba o vencía,
cada poro del pez que aturdido por el brillo
de la horrible pecera
se vuelve circular y recóndito y triste.
Cada aparecido en la nave vacía de un teatro,
declamando un pasaje del mismo libro fiel.
Cada niño llegado está creciendo con una gota pura
de sudor victorioso del parto de mi madre.
Cada día recibo en sangre propia
la penetrante voz aguda de su sangre.
Cada tarde en mi bóveda de vasos cristalinos
su sonrisa de tallo aun no desflorado
acude a mi sorpresa con la mancha
de blancas moteaduras en su pecho de niña esperanzada
que camina hacia el parto.
Cada vida que vivo, cada muerte,
está predestinada por su lengua sideral y temprana,
cada nimbo que miro ha sido fabricado
con algunos vapores de su aliento.
Desde la sobrevida ella me está pariendo
con un esfuerzo sacro y clandestino,
únicamente suyo, estricta y puramente personal
como la huella de su dedo.
Ella me está pariendo en un trabajo hecho
burlando los cansancios,
como una flor de mármol puro y de platino,
como un tanque blindado por su amor.
Hoy dos de enero de dos mil diecisiete
también saldré a la calle sin temores
porque sé que mi madre
me está pariendo
aún
y volverá a parirme todavía.
Ana Varela Tafur
Ana Varela Tafur (Perú, 1963). Poeta, docente y activista cultural. Ha publicado, entre otros títulos, ‘Lo que no veo en visiones’ (1992), ‘Voces desde la orilla’ (2000), ‘Dama en el escenario’ (2001) y ‘Estancias de Emilia Tangoa’ (2022).