I. La lírica está muerta:
se quedó
varada en un remanso hipnótico del sueño,
mientras que más allá del coágulo final de la conciencia,
en torno al lecho con dosel de plata,
junto a la cama pobre de madera y espina,
se reunían los deudos,
aguardando el instante de iniciar
la sucesión.
Con todos los sentidos humanos agotados,
la cápsula de viento que tenía su espíritu
se alzó rumbo a las auras, desleída en una racha
centrífuga de luz, igual que Elías en la tempestad, arrebatado
sobre un carro de fuego.
Y aunque murió la vida,
no dejó harto consuelo su memoria: nadie partió las aguas,
ni surgió un Eliseo como sucesor.
Ajenos al prodigio,
en contubernio, se llevaron el cadáver
y vino un impostor para dictar un testamento espurio,
que se arropó con sus cobijas, tibias
todavía.
La lírica
está muerta. “De muerte natural”,
según manifestaron a través de un portavoz,
“tras batallar durante largos años
contra una cruel enfermedad”.
(Fin del comunicado).
“Con profundo
pesar, sus hijos y sus hijas,
sus nietos y sus nietas y su abnegado esposo
participan de su fallecimiento
y ruegan una oración en su memoria”.
Está́ muerta,
la lírica. Hace ya siglo y medio,
y aunque sus herederos todavía parecen ser los mismos
–aún no peinan canas y caminan erectos, sin ayuda de nadie–,
recién ahora el expediente
(LÍRICA S/SUCESIÓN AB INTESTATO),
tras mil y una ofensivas judiciales,
tiene sentencia firme, y es posible dar curso
a la liquidación definitiva del acervo hereditario:
PROPIEDADES OFRECIDAS:
Gran oportunidad. Se vende torre. Únicamente en block.
Importantes detalles en marfil sobre fachada.
Destino: comercial o dependencias estatales.
A reciclar. Sin baños ni aberturas.
Gran profusión de espejos.
II. El matadero
La lírica está muerta. Vinieron a buscarla
después que se cargaron a judíos, católicos,
comunistas, etcétera; una vez que borraron
a todos, en resumen, los que seguían creyendo
en algo todavía. Yo no me preocupé
cuando se la llevaron. (Supongo que a esta altura
se imaginan el resto). Es mentira que todos
seamos necesarios, y además el poema,
muchachos, no es de Brecht.
(¿Que qué pasó? Perdonen que me vaya
por las ramas). Fue por semana santa,
a plena luz del día. Casualmente,
yo estaba por ahí, y pude verlo todo:
ella andaba en su auto (muy caro, hay que decirlo,
para ir por esos barrios); de repente se cruza
un camión frigorífico. Frenan los dos de golpe.
Un tipo desdentado, de melena grasienta,
con anteojos de culo de botella,
se baja del camión y se pone a increparla. (En realidad,
todo estaba orquestado
de antemano). Se baja ella del auto. “Por favor”,
le pide, “tranquilícese”. “Yo no
me tranquilizo nada”, dice el tipo de los dientes y de pronto saca un arma
que tenía escondida entre la ropa,
y espejeaba ahora al sol.
A partir de ese punto,
en el recuerdo, se acelera todo.
El tipo le gritó que fuera para adentro,
a la parte de atrás, a hacerles compañía
a las reses. Pero ella se negó. Y ante la negativa,
el tipo la golpeó con la culata del arma,
y la tiró sobre el capot del auto.
Forcejearon,
y el tipo de los dientes se le pegó de atrás,
y le subió el vestido. Ella gritó
algo que no recuerdo, y un torrente de sangre
le brotó por la boca, a borbollones. (Explotó de repente,
igual que una morcilla que se deja
demasiado en el fuego. Y yo pensé
–de eso sí me acuerdo– en la justicia
poética).
La última
imagen que me queda en la memoria
es la de un taco de ella, partido, en el asfalto,
y la luna, joyesca, que rielaba
sobre el charco de sangre.
IX. Sibila de Cumas
La lírica está muerta,
pero la última vez que fui a tomarle el pulso
todavía vivía:
confinada a una cárcel de hojalata y alambre
(¿o era un bidón de plástico? –la verdad, no me acuerdo–),
pendía de los cables de una torre
de alta tensión en un suburbio humilde.
Cada vez más anciana, astrosa y encorvada,
era pasto de piojos y palomas, y los chicos del barrio
jugaban a golpear con la pelota los barrotes,
complaciéndose en ver cómo perdía el equilibrio;
y cuando se cansaban le decían:
“¿Qué querés? Pero, ¿qué es lo que querés?”
Y respondía ella: “¿Yo…? Morirme, quiero”.
XIII. De la guerra civil
La lírica está muerta. Finalmente.
Ha llegado el momento que esperábamos todos.
Ya podemos decirlo sin ambages:
es el fin de una era. El magno orden de los siglos
se vuelve a barajar en fundación renovada.
Nace un niño de hierro para la poesía,
y con su advenimiento, tras dimitir la vieja estirpe de oro,
se alzará en su lugar una progenie
férrea: de todos modos, ya va siendo hora
de que empecemos a cantar
cosas más importantes.
Nace un niño de hierro
para la poesía, y una única incógnita ensombrece el horizonte:
¿conocerá a sus padres sonriendo con dulzura?
¿Les soltará una carcajada amarga?
¿Los verá con desprecio? ¿Con sospecha? Acaso,
lo que es peor: ¿les pagará la vida y su sostén
con una mueca apática?
La lírica
está muerta. Así es, aunque su muerte
–mal que les pese a aquellos
que hoy se la adjudican– fue sin ceremonia: como cae un árbol,
tronco sin nombre en la mitad del bosque
por donde nadie pasa,
así cayó. La técnica también estuvo ausente:
ni siquiera las tablas precarias de la cruz,
los clavos enmohecidos, la corona trenzada con agujas,
el paño avinagrado que alguna vez urdiera
con módica pericia mano de hombre,
tuvieron parte en el asunto,
que ocurrió sin testigos, sin castigo ejemplar,
sin demasiada premeditación
ni marca.
Está muerta. Así es.
Y un acerbo destino arrastra a los poetas
y el crimen de la muerte fraternal,
desde el momento en que se derramó en la tierra,
como una maldición para sus descendientes,
su sangre:
fue en un descampado; el golpe
la sorprendió de espaldas.
Está muerta.
La lírica está muerta.
No murió como Cristo, la mataron
como a Abel.
Lo que el amor les hace a los poetas
no es trágico: es atroz. Les sobreviene
una luctuosa ruina a los poetas que el amor captura,
sin importar su orientación o identidad
poética. El amor lleva al total desastre
de la uniformidad a los poetas gay,
a los poetas pansexuales y bisiestos,
y a las poetas y poetrices feministas, fementidas o veraces;
a los obsesionados con el género
y a los degenerados por igual, y a los perversos polimorfos:
y hasta los fetichistas de los pies
del verso capitulan a las plantas del amor,
que no distingue ideología,
programa ni poética. A los vates de la torre de marfil
los precipita del penthouse ebúrneo
directo a planta baja. A los apóstoles
del Zeitgeist, que proclaman sin empacho que la lírica está muerta,
les permite insistir en el error
y en sus prolijas parrafadas. Les produce una hemorragia palatal
a los que comban parcos aforismos diagonales,
a los herméticos de lata, a los que envasan
sus versos al vacío, a los falsarios del silencio,
y a los que fraguan haikus castellanos
al itálico modo. A los puristas de la voz les corta en seco
su dulce lamentar, y a los maniáticos del ritmo
les quiebra las falanges, y estropea
el íntimo metrónomo que llevan junto al corazón
para marcar el paso de sus versos. Les compone el sensorio
a los videntes y malditos y demás
rebeldes e insurrectos sin razón ni causa
poética, y les cura el desarreglo razonado
de todos los sentidos. Desaloja de su noche oscura
a los que piden luz para el poema
en las cavernas del sentido, y los devuelve sin escalas
a la trasnoche de la carne literal. Lo que el amor
les hace a los poetas, con paciencia y mansedumbre,
mientras las mariposas lentamente les ulceran el estómago
y el páncreas poco a poco deja de funcionar,
es harto inconveniente. A los que buscan con ahínco
y precisión de cirujano la palabra justa, les arruina
el pulso, y en lugar de dar la vida, la aniquilan en su afán.
Y a los que con ardor y devoción persiguen
un absoluto en el poema, como un grial
todo de luz, tirante, diáfana y febril,
les nubla las certezas, y el deseo mismo
de saciar su ansiedad. Lo que el amor
les hace a los poetas, inadvertidamente,
mientras cosen y cantan y se atoran de perdices, es agudo, terminal
y fulminante. Es un torrente arrollador
de prosa, que espolea y multiplica, en progresión exponencial,
a los zopencos y palurdos de la poesía:
a los que cortan sin razón sus versos diminutos;
a los jinetes compulsivos;
a los diseñadores tipográficos del verso;
a los que quiebran la sintaxis sin saber
torcerla; a los que escarban en el éter a la busca de inauditos
neologismos inaudibles;
a los modernos sin pretexto; a los que creen descubrir
la pólvora en sus versos balbucientes;
a los contestatarios automáticos y a los porno-poetas;
a los que sueltan grandes nombres por la densa
fronda de sus poemas, como Hansel y Gretel esparcían
migas; a los que impostan en su voz
vacante los mohines de una infancia lobotomizada;
a los poetas bellos y felices, caprichosos;
a las tribus urbanas y los groupies de la poesía pubescente;
a los poetas pop y los rockstars del verso;
a los videopoetas y performers;
a los ovni-poetas, voladores o rastreros, identificados;
a los objetivistas sin objeto
ni vista; a los que exigen que el poema
se vista de mendigo; a los filósofos poetas;
y a los cultores convencidos
de la “prosa poética”. El amor,
que mueve el sol y a los demás poetas,
los lleva hasta el postrero paroxismo: los convierte
en tierra, en humo, en sombra, en polvo, etcétera:
en polvo enamorado.
Y si resulta todavía que entre ellos
se aman amorosos los poetas pares,
felices en su amor solar sin escansión,
como si fueran en verdad el uno para el otro
un agujero negro de opiniones nebulosas,
tácitas palmaditas en la espalda y comentarios tibios al pasar,
enanos, enfriándose, se absorben entre sí
y desaparecen.
Tráiganme
25 de marzo de 2022
a mi mamá,
que no le pase
nada si se le paspan
los pulmones
como pasas
abiertas
al desaire;
tráiganme
a mi mamá,
vestida de
la seda
del deseo
y da
lo mismo
si este mes
o me demoro
un poco
más
en revolver
la luz
para volver
a ver
que sigue acá;
tráiganme
a mi
mamá,
que se reintegre
a los mítines
y no tenga que
amortiguar
los gestos
y los ritos
de su gusto,
a su ritmo;
tráiganme
a la que emite
la moneda
que multiplica
sin gritar,
gratuita;
tráiganme
lo que mide
todo el miedo,
para que no moleste
aunque me muerda;
traigan
a mí
a mamá,
sin tanta madre,
aunque se duerma
y no
mitigue
esta modorra
que se empoza
en la mirada
—hay golpes en la vida—;
tráiganla
que no tardo
en empezar
sin prisas
a podarme
la forma
mientras pido
mi puesto
y me despierto;
tráiganme
lentamente
a mí
a mamá
para enterarme:
no hay
herencia,
lo que hay es mucha
infancia
y, adelante,
hay amor:
que es escuchar.
Si el temor es materia
y es matriz
de una vida,
arrimarte
a la muerte
para imitarla,
Mirta,
es dar matiz
a un arte
que, sin dádivas,
adrede,
no pide ni se pierde;
y de esa artesanía
no te fuiste
todavía.
Estimarla
es
timarla:
es cosa seria
aunque tenga su chiste:
es una treta
no del todo artera;
la travesura triste
de tener que sentarte
para erguirte
un poco más en tu tarima,
Mirta,
para asomarte
alerta,
para traer,
izar
hasta la letra,
lo que reposa
áspero
en la raíz
de tu árbol
de palabras,
pero esa agricultura
todavía te dura.
Ahora que descansa
tu labranza,
se vuelve labor
ruda
recordar lo que resta
de la aspereza
tersa
de tu estar
al filo de las cosas;
al fin y al cabo,
Mirta,
crece un monte de rosas
al final de tu nombre
y de tu vida;
y tu boca,
que ritma
porque piensa,
siembra
espina:
la cortante corola
que templa
y da color a
tu poesía;
y porque no te fuiste
del todo
todavía,
sé que te irritaría
tanta jardinería.
Darme
otra
madre
nunca fue tu idea;
más bien un accidente
de la dieta
compartida:
fuimos
mamíferos
del mismo diente;
y afirmemos
que ahora, por acción
de la cocina,
después de tu partida,
es evidente
que esa herencia
se me quedó en la encía
y, rota,
medra,
Mirta:
todavía
tu secuela
es mi escuela;
no tenías que irte
para que me atreviera a traducirte.
De ‘50 Estados: 13 poetas contemporáneos de Estados Unidos’
Los zurdos
En el espejo, el uno frente al otro, mutuamente
se buscan la mano hábil —escriben
con los dedos en el aire húmedo de la noche
& miran fijo mientras inhalan el vapor
pesado de la conciencia —afirman
retractándose —se pierden en el hilo
del teléfono & vuelven a encontrarse
bajo el sol de la mañana —juegan a esconderse
en lo inmediato & en lo oblicuo, cerca
del corazón ligero —el desapego
los encuentra de vuelta en el hogar
—cae la tarde; en sus habitaciones, con una escoba
intentan el rescate de una libélula
que zumba inquieta, pegada
al cielorraso —se sumergen, mansos,
en el silencio & se refugian en la labor
de músculos & espíritu —mudos,
conversan por telepatía cuando avanza la noche
sobre el campo, antes de la tormenta —un rayo cae
cerca de ahí & los deja detenidos en un instante
luminoso, mientras sopla un viento que va abriendo
& cerrando las ventanas de su oportunidad.
Chris Talbott (Philadelphia, 1978)
El coliseo
Bastaba con trazar sobre la tierra
reseca, con un palo o con el pie,
un círculo, y de pronto el coliseo
aparecía frente a nuestros ojos:
romanos con sandalias y flequillos,
todos de blanco; el Cesar con su toga
púrpura y la corona de laureles
en la mano, esperando al ganador
en medio de un barullo jubiloso,
como de patio de la escuela. Entonces
sacábamos a nuestros gladiadores
de sus frascos de vidrio y los poníamos
a combatir: arañas derrotadas
ya de antemano por la gravedad;
lentos escarabajos de armadura
negra; un ciempiés enmarañado sobre
sí mismo; un grillo sin un ala. Un día,
un adelanto técnico –palitos
chinos– hizo posible la captura
de una pareja de alacranes: uno
grande y otro más chico, que pusimos
en frascos separados. Al soltar
a aquellos animales mitológicos
sobre el perímetro de tierra, pronto
se dieron a la fuga y yo alcancé
a volver a cubrirlos con un frasco
boca abajo, encerrándolos el uno
frente al otro: Combate submarino.
Al principio, el más chico daba vueltas
alrededor del grande y agitaba,
como si fuese un cascabel, la cola.
El otro lo ignoraba. Pero luego,
sin ni siquiera arquear el aguijón,
le arrancó el suyo al chico con las fauces
y después procedió, tras desarmarlo,
a devorarle la cabeza. Entonces,
bajo una silbatina imaginaria,
y en solidaridad con el más débil,
levantamos el frasco y aplastamos
con una piedra al monstruo. Al otro día,
después del desayuno, descubrimos
unas hormigas negras que acarreaban
los restos indistintos de la lucha,
bajo la tierra. Y distinguimos solo
del vencedor, despedazado, en andas
de un bichito invisible, como ofrenda
a la divinidad del inframundo,
la punta de ese brazo poderoso,
el aguijón, hundiéndose en el suelo.
Adam Wolniewicz (York, Maine, 1985)
Cowboys de la impermanencia
Éramos cowboys de la impermanencia,
más rápidos que nuestra propia sombra:
ahora me ves, ahora no me ves.
Éramos el caballo de los dos:
cada beso era un cactus lleno de agua,
un arma oculta en una biblia hueca.
Éramos monjes del gatillo fácil:
ahora me ves, ahora
no me ves.
Leroy S. Davis (Saint Louis, Missouri, 1987)
No soy el jefe, solo un empleado
a T. J.
¿Y qué si no pudieras sacudirte
el sueño recurrente de unos hare
krishna que hacen millones en la bolsa?
¿Por qué no perseguir tus propias ansias,
el baile contagioso de tu cuerpo
con tu cuerpo? ¿Y si abajo de la ropa
no estuvieras desnudo, y un borrón
tornasolado te cubriera toda
la piel, del cuello a las muñecas, hasta
los tobillos –el traje de un surfista,
pero tatuado? Ayer, sin ir más lejos,
con la espalda apoyada en la pared
de atrás de un frigorífico, fumabas
meditabundo, todo envuelto en vendas
menos los ojos, mientras bajo el sol
inclemente aguardabas los disparos,
como una momia disecada y lista
para su uso. Solo agregue agua.
Si el efecto placebo del vapor
–que esta mañana sale de tu boca
amordazada– se disipa, calma:
todo recuerdo es farmacología,
pero en el frío todo se conserva
mejor. Vamos, tomame de la mano
y girá mientras yo te desenrollo,
como una bailarina que escribiese
mensajes en el hielo con los pies.
8A (seudónimo de John Ochoa, San Diego, 1987)
Esta canción es solo esta canción
esta canción es solo esta canción / pensás
mientras la ves de espaldas / irse por la calle
arrastrando la valija /de sus papás
que rueda y da saltitos / detrás
de ella / esta canción es solo esta canción
pensás al ver sus rulos / el pañuelo
floreado que compró con vos / y que era
igual a otro perdido / a miles
de kilómetros de ahí / el tapadito
gris / que no la abriga lo suficiente
los botines negros que sostienen /su cuerpo
largo y flaco / esta canción es solo / esta
canción pensás al ver / cómo la mancha gris
dobla la esquina / esta canción es solo
esta canción / y existe / en el invierno
Jillian Kwon (Los Ángeles, 1988)
© Imagen de portada: Ezequiel Zaidenwerg, por Mariana Spada.
Sobre el autor:
Ezequiel Zaidenwerg nació en Buenos Aires, Argentina. Escribe, traduce, enseña y saca fotos. Su libro más reciente, 50 estados: 13 poetas contemporáneos de Estados Unidos, es una antología novelada de una posible poesía estadounidense. Envía diariamente por email poemas traducidos a través de su boletín El poema de hoy.