Monólogo de una pluma tirada en el piso
Para Cassius y Jonah
En mi centro
guardo el aire de la altura,
el sonido del viento entre los edificios
de esta ciudad de árboles domesticados.
Ignorada por los hombres, recuerdo que cantaba,
que mi cuerpo se elevaba al empezar el día,
que tuve largamente la ciudad a mis pies
y la abandoné sin tregua.
Recuerdo el miedo y la espera:
lluvia y relámpagos prohibiendo el cielo,
prometiendo frutos.
Los que eran humanos: ciegas hileras
de ruido inexplicable, artificiales
como sus casas.
Ahora caminan junto a mí mientras el viento,
antes mi aliado, me arrastra por el polvo.
Pero hoy, tal vez un niño me recoja
para jugar conmigo.
En ese instante, por lo que dure ese instante
volveré a volar.
Testigo
Está bailando tu hija, dice mi esposa
y se toca la barriga.
Desde hace varios meses
soy testigo de lo que sucede ahí,
debajo de sus manos.
Mi esposa es una casa dentro de mi casa
y yo estoy fuera de mi propio corazón.
Seguro está contenta, dice
y yo sería capaz de renunciar a la poesía
a cambio de tener dentro de mí a mi hija,
de sentir la danza que las une
a todos los principios.
Pero la opción no existe
y hago lo que puedo: cocinar,
solucionar antojos, escribir el poema
en el que digo lo que veo
desde este lado de la piel
en que se encarna el misterio.
Y testimonio, con amorosa envidia
que un milagro tantas veces repetido
es un milagro
y nada menos.
Teología personal
Porque no soy un hombre contemplativo
que se interna en la vida
sino un hombre cotidiano
que aspira al misterio,
porque lo invisible no lo es,
porque estuve presente
no ha sido en la calma, sino en el olor a sangre
no en la contemplación, sino en la lucha,
no en el silencio, sino en el dolor del parto
que he visto a Dios revelarse:
la trascendencia es una madre desgarrándose
y nosotros, infantes que existimos
entre gracia y fluidos.
El manto divino no es una extraña luz
sino una palpitante placenta.
Ningún milagro
sucede limpiamente.
Carta a mi hija recién nacida
para ayudarla a inaugurar el mundo
Ahora que el mundo es completamente nuevo
quiero salir contigo al balcón
y decirte
esto es árbol, esto una hoja
y eso que brinca encima de esa rama
es una fruta un pájaro una flor
es la canción del pájaro
es el aire
pero algún día
vas a preguntarme
del amor y la guerra
la esperanza y la muerte
del por qué venimos a nacer
precisamente ahora
precisamente aquí
y esas respuestas
yo también las desconozco.
En su lugar te ofrezco
mis pequeñas certezas:
todo está a la vista
si prestas atención
a las cosas pequeñas.
Hay más verdad en un abrazo que en un libro.
Todo en el mundo
es obscuro y vital
como raíz,
hermoso y destructivo
como un incendio.
Debes vivir la vida
sin temer a la muerte, tuya o ajena.
Es necesaria para volver al inicio.
Ahora que el mundo
es completamente nuevo
te regalo, también,
estos dos amuletos
para que puedas guardarlos
o llevarlos en tu pelo:
El silencio es la música.
Te amo.
Pequeño poema obsesionado con la muerte
Para salir de casa
construimos la casa.
Para salir del cuerpo
se desnudan los amantes.
Para soñar
dormimos.
Para que brote el silencio
abre su herida el poema.
Permanencia
Hay una balacera
en un lugar de mi niñez.
En otro sitio en el que fui feliz
un jovencito le da un tiro a su maestra
y luego se suicida.
Cuando escribo este verso
mi presente es el temor
de los recuerdos futuros.
Canción de los que migran
Venimos de la noche y hacia la noche vamos.
Vicente Gerbasi
Ella camina hermosamente
como una migrante.
El hombre que la mira
tiene ojos de migrante
y quiere besarla apasionadamente
como besan
los migrantes.
Ninguno de ellos proviene
sino de sus huesos,
de la búsqueda.
Migrar es regresar
a lo que nunca hemos tenido:
a la esperanza.
Y usted,
que vino del silencio
y va camino a la muerte,
que vive en una lengua
ajena y propia
como el cuerpo,
que busca el pan y el amor
como cualquiera,
que gusta
del olor de la lluvia
y la danza del fuego,
que se ha sentido solo
y que tampoco sabe por qué
vino a nacer
precisamente aquí,
¿de verdad piensa
que no es un migrante?
Grito de guerra
Para Victor Vimos y Fernando Trejo,
sonrientes soldados de la misma batalla.
Contemplando el mundo temerariamente
por la ventana de un estudio en que conviven
Lautremont y muñecas,
Apollinaire y juguetes,
declaramos
melancólicos y triunfantes:
ya no seremos
poetas malditos.
Se nos hizo tarde para morir jóvenes
y nos sorprendió el amor.
Escribimos y leemos
desde lo alto de una bella
torre de legos
que nos hace pensar en el castillo de Duino
y en nuestra vida de humanos militantes,
de correligionarios de trasnochar sin vino
en este templo consagrado
a Verlaine, Baudelaire y Rimbaud
pero también
a la voz de nuestros hijos
a la risa de los juegos
y el olor del pan tostado en una casa
en que suceden cotidianamente
la epifanía de la muerte
la enfermedad, el silencio,
la lentitud y el espanto: aquí escribimos
el ocupado tiempo
de tanta luz entrando a cada hora
y el temor de que todo, como todo
termine.
Cada espacio del mundo engendra una verdad
y cada verdad al poeta que la invoca.
El barco ebrio
nos pasó de largo:
ya no seremos
poetas malditos.
Y no pasa nada.
Cuestión de fe
Cuando hay tormenta
mi perro le ladra a los relámpagos.
Lo hace con furia, ladra
amenazando al cielo
defendiendo la casa
lanzándole mordidas a las gotas
que no dejan de caer,
al viento terco.
Mientras escribo, admiro la fe
que él tiene en los poderes de su voz,
en su ladrido.
Y envidio la satisfacción
con la que vuelve
cuando la tormenta se ha ido,
gracias a él.
Paternidad de los Homo Sapiens
Comparado con un potro
con un lobezno
con la cría de un gato
el cachorro humano es espantosamente inútil.
Tarda meses en caminar,
años en poder buscar su propia comida
y la vida entera no le basta para entender
que su mayor depredador
es la estupidez de su propia especie.
Tú, por ejemplo, ahora mismo esperas
—no lo sabes, pero esperas— a que tu madre y yo
pongamos en orden el minúsculo pedazo del cosmos
que llamamos casa para darte de comer.
Tu hermosa indefensión, tu dependencia
es el precio que el homo sapiens paga
por un cerebro capaz de componer sinfonías
pero también de diseñar misiles
y ordenar genocidios.
Ahora mismo te veo
y pienso en todo el tiempo
que dependerás de nosotros,
larguísimo en el reino animal,
en ese defecto de la especie
que me asegura algunos años más
de verte sonreír
aquí en la casa.
Ese mismo tiempo
que ahora me parece
—contra toda lógica—
demasiado corto.
Elegía y bienvenida para mi padre, a cuyo entierro no pude acudir
Siempre tuve miedo de escribir
hoy desperté, Papá
en un mundo en el que ya no existes
pero resulta que a veces la muerte
es el consuelo de los inmigrantes:
hoy superamos el teléfono
y los aeropuertos.
Hoy entras a mi casa.
Quizás por eso
tengo miedo de volver,
de ver la tarde
sin que tú la ocupes.
No quiero ver tu tumba.
No quiero que tengas
una tumba
pero voy a ir,
voy a mirarla y después
voy a seguir hablando
contigo.
(Ahora que escribo
soy de nuevo el niño
que levanta su mano
buscando la tuya.)
Papá,
esta mañana
no te despertaste
y yo no me despido:
hoy entras a mi casa.
Cicatriz
Mi madre tiene una cicatriz
que le atraviesa la muñeca izquierda.
Jamás la oculta
pero no la mencionamos.
No he preguntado si aquello sucedió
siendo yo niño
o antes de mí.
No he preguntado cómo se salvó.
No pregunto por qué.
A veces el silencio
es una cicatriz.
Jonás
La palabra pez mueve la cola
y se adentra en el río.
Y ahora, porque yo lo dispongo
está mordiendo a otro pez en la negrura.
Soy el dueño de todo:
yo escribo las agallas de la palabra pez,
yo digo sus escamas.
Sin embargo, entiendo
—maldición del que escribe—
que a pesar de este poder
que ejerzo plenamente,
que disfruto sin recato,
solo puedo inventar
al pez
que me devora.
Una niña saluda desde un balcón
y el mundo le contesta
Para Oscar Alberto Martínez y su hija, Angie Valeria,
ahogados en el Río Bravo.
Parada en el balcón, mi hija
de catorce meses
mueve la mano
saludando a los que pasan.
La gente, a veces
le contesta.
Saluda a todos. Ella no sabe
que su piel podría ser el motivo
por el que algunos adultos
la dejarían morir.
No sabe que su llanto
no podría detener al oficial
que la pondría
en una de esas jaulas
en las que ahora mismo
cuando escribo estas líneas
hay millares de niños como ella,
exactamente como ella.
Ella saluda desde el balcón
y tengo miedo del momento
en el que va a enterarse
de que no es igual, aunque lo sea.
Tiene derecho a saberlo
y también
tiene derecho a vivir
en otra clase de mundo.
Ella saluda desde el balcón
y la realidad le ofrece, por ahora
una respuesta incompleta.
La tierra abierta, nubes.
–Deseo, Corazón, pide un deseo.
Un hombre solo, un pedazo de pan.
–Deseo, Corazón, pide un deseo.
Una mujer anciana, un joven en el río.
–Deseo, Corazón, pide un deseo.
Un caracol mirando a un gato caminar.
–Deseo, Corazón, pide un deseo.
Un niño en un disfraz.
Nosotros.
Esta velita ya se está apagando, dice mi abuelo
hablando de sí mismo.
Esta velita ya se está apagando
pero otro fuego ya se enciende,
en algún sitio.
No se agotan
los disfraces.
Todo el deseo sale de los cuerpos,
de las tumbas, de las piedras
como una enredadera y lame los tobillos
de la niña, la espalda del muchacho
que promete eternidad. El deseo va subiendo
las paredes de los templos, las paredes de las casas
como una enredadera.
El deseo va subiéndonos la piel, se va estirando hasta los
bordes de sí mismo, va estirando las fronteras de la muerte
de la vida cabalgando buganvilias entrando en esas casas
habitadas por la luz por los juguetes
por el polvo.
El deseo no tiene aroma ni recoge flores
no revela su pasar constante de una cosa a otra
de unos muslos a otras manos a otros ojos otra piel
no se revela no
se corresponde con el cuerpo que abandona
nunca dicta su epitafio.
La noche
el polvo
el ignorante mar
lo hermoso cotidiano
la sangre indiferente
la desnudez despierta
la enternecida luz
el odio
la vergüenza
las derrotadas calles
el caminar de un perro
la atadura
el hambre
la flama y los incendios
las bibliotecas hembra
las manos
el Demonio
la caridad de algunos
la rústica llovizna
la voluntad del no
el parque
la terraza
el niño que no somos
las ganas de acabarnos
van dejándote,
lector.
© Imagen de portada: Manuel Iris.
Sobre el autor:
Manuel Iris (México, 1983). Licenciado en Literatura latinoamericana por la Universidad Autónoma de Yucatán, máster en Literatura hispanoamericana por la Universidad Estatal de Nuevo México y doctor en lenguas romances por la Universidad de Cincinnati. Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte de México. Poeta Laureado Emérito (2018-2020) de la ciudad de Cincinnati, Ohio, donde radica. Escritor en residencia del sistema de bibliotecas públicas de Cincinnati (2023). Ganador del Premio Nacional de Poesía “Mérida” (2009) por su libro Cuaderno de los sueños (2009) y del Premio Regional de Poesía Rudolfo Figueroa por Los disfraces del fuego (2014); este último finalista también del Premio Hispanoamericano de poesía “Ciudad de la Lira” (Ecuador). Dos selecciones personales de su poesía fueron publicadas en 2016: La luz desnuda (Venezuela) y Frente al misterio (El Salvador). En 2018, se publicó en New York su primera antología bilingüe de poemas: Traducir el silencio/Translating silence, que alcanzó premios como mejor traducción y mejor libro de poemas en los International Latino Book Awards, en Los Ángeles, California. Poemas suyos han sido incluidos en varias antologías nacionales e internacionales, destacando Postal de Oleaje, poetas mexicanos y colombianos nacidos en los 80; Voces de América Latina; Antología de la poesía iberoamericana actual; Correnti Incrociate 2; y Curente La Rascruce. Su último libro: Lo que se irá/The parting present (2021) fue ganador del Reader’s Choice Award, de los Ohioana Book Awards en Ohio, Estados Unidos, y reconocido en los International Latino Book Awards (2022), en ese mismo país.
diario con coronavirus
La escritora, profesora y actriz Rosie Inguanzo enfermó de COVID 19. Mientras la enfermedad lastimaba su cuerpo, su vida cotidiana y su ejercicio intelectual, escribió este diario.