Skármeta por Skármeta

Quisiera referirme a Chile y sucumbir en la abusiva primera persona para dar cuenta del “efecto que el fenómeno de la nueva novela tuvo sobre mi obra y las características de dicha obra”.

Cuando, tras un decenio de demasiado explícitos desaciertos, decidí en 1963 que los errores de un cuento llamado “La Cenicienta en San Francisco” no eran tan obvios y me alenté a preparar un volumen de cuentos, ya tenía formulada la base de mi estética. 

Coincidente con la sensibilidad de aquellos días, y con la actitud que tendría masivamente la nueva novela, me pareció que la sociedad estaba envuelta en un espeso lenguaje retórico, a través del cual se imponía a ella la visión que una desprestigiada burguesía tenía de la existencia y la comunidad. 

Insensible en aquellos años al movimiento de renovación política que se venía gestando, muy dificultoso y muy complejo para quien no estuviera en la pomada, operé una violenta retirada hacia lo más elemental en el ser humano y hacia los narcisistas impulsos de una ansiosa intimidad. 

La espantosa rutina de una sociedad joven, tempranamente convencionalizada y burocratizada, me provocó alentar las fuerzas más naturales en mi actitud. Me parecía pavoroso que se hubiera perdido el sentido de percibir la existencia como algo repleto de misterio, de futuro, de mareadora sensualidad. 

En ese esquema mercantilista, la facultad de asombrarse, de relacionarse cada día con la propia respiración, de fantasear conductas inéditas, y quedar angustiado, maravillado, perplejo, era demasiado escasa. Me atraía entonces el pensar poético y la aventura anárquica lejos de las convenciones de una sociedad que, obsesa, se repetía a sí misma. 

Frente a esto y la literatura vigente que se movía desesperanzada dentro de estos esquemas, mi obra parte del modo más ingenuo, arrebatado y espontáneo, como un acto celebratorio de lo que hay. En general, de que haya. Del yo estremecido por el inmenso e inexplicable hecho animal de existir entre los otros (y gracias a Dios) entre las otras. 

Mi estilo y actitud se definían por el rapto: no podía buenamente aceptar que allí había algo o alguien y quedarme tan tranquilo. Todos los datos sensuales y culturales del mundo eran una incitación al pensamiento, a la emoción y a la fantasía.


Mi actitud lírica

Y aquí engarza mi temple básico con otro común a la nueva narrativa: el de la lírica. El asombro me llevó a leer a otros asombrados, y no solamente quedé otra vez asombrado de la variada suerte con que culminaba en sus obras la empresa de vivir (delirio, angustia, amor, desesperación, alegría), sino también de los vigorosos lenguajes que comunicaban estas emociones matrices o concluyentes.

Y hay otro aspecto que se me ocurre generalizado (en sus distintas matizaciones por la nueva narrativa) en todas estas aventuras del pensamiento y la creación: ellas no se me acreditaban como verdaderas o falsas, como modelos ontológicos o éticos, sino como ejercicios poéticos convivientes y concubinos. ¡Por el escepticismo a la democracia! 

No sólo sonreí ante la opinión de Borges de que la filosofía era una rama de la literatura fantástica, sino que además asentí con enfática barbilla. Semejante consideración traía como consecuencia el antidogmatismo: cada prójimo se apeaba del caballo como mejor le acomodara y contaba la feria según le fuera en ella. 

La literatura era un acto de convivencia con el mundo y no una lección interpretativa sobre él. Las “verdades” descubiertas en el camino (salvo las de este principio al que me aferraba con la fe del apostador) eran radicalmente provisorias, por muy entusiastas que se proclamaran. 

Esta actitud relativizadora que respetaba la abigarrada problemática de la realidad y que destruía géneros y esquemas convencionales para abordarla, era otro punto en común con los recursos expresivos de la nueva novela. 

Para ser fiel a su apertura, ella multiplicaba los puntos de vista narrativos, no reducía el personaje a pedestres psicologías, quebraba las coordenadas temporo-espaciales con la poética, reducía la lógica para concentrarse en el color y emoción de los sucesos. En buenas cuentas, ni tesis ni mensaje, ni didáctica. Sólo poesía.

Las intuiciones de la lírica y su afanoso trabajo con el lenguaje, daban más precisa cuenta de la riqueza del mundo y nuestra experiencia en él. Esa era la clave en la luminosa sencillez de los poetas líricos del sur de Chile, en los afilados prosaísmos de la antipoesía, en la épica desbordada de los herederos de Saint John Perse o Whitman. 

El empleo de los recursos líricos liberaba de las responsabilidades estructurales del relato con su complejo acción-fábula-personajes.


Hacerse cargo de Chile

Con esta actitud básica, generacionalmente enamorado de las sensuales apariencias en su estereofónico contexto, y progresivamente alerta hacia la conducta de la sencilla gente que se organizaba para superar las injusticias del sistema, mi literatura era el resultado de la siguiente tensión que aún arruina mi prosa: por un lado, tendencia al arrebato, la experimentación, al desborde acezante para dar cuenta del peso, color, emoción y significado del objeto, hecho y persona; y por otro, un profundo respeto, amor e interés por las apariencias cotidianas, por la dulce banalidad callejera, por la gente y sus historias, por los sectores juveniles de la pequeña burguesía, a la cual pertenezco, por la concreta vitalidad del proletariado. 

Así, no es nada de extraño que, desde mi primer libro, “El entusiasmo”, hasta mi novela “Soñé que la nieve ardía”, la rebelión de mi expresividad se vaya haciendo cargo de la experimentación y de la realidad en su contingencia más urgente. 

Lo que en los cuentos era una búsqueda de la realidad excéntrica al destino de la sociedad chilena, desdeñosa con él, más sensible a sus defectos que a sus esperanzas, es en la novela la emocionada revelación de que es posible plasmar otro mundo no sólo en la literatura, sino también en la realidad. 

En “Soñé que la nieve ardía”, pese a todo su irredento delirio, la gama de héroes proviene del proletariado que, con la Unidad Popular, en 1970, había accedido a un momento privilegiado de su ascenso político. 

Toda mi vocación irrealista y su contradictoria pasión por lo concreto desembocan en la novela en una difícil tensión. La culpa no sólo la tiene mi inestable palabra. Esa realidad que estaba dramáticamente allí en las calles me parecía más mía e inspiradora que los acontecimientos magnos o excéntricos de tantas fascinantes obras literarias.

Sin ninguna necesidad de transar mi actitud lírica, acudí a la modesta observación de la cotidianeidad del Chile que ya no existe, para narrar desde sus personajes. 

Es decir, que para hacer comunicativa la temperatura de aquel momento histórico, la trascendencia de esa tenaz cotidianeidad, seguí apelando a las secretas conjunciones y yuxtaposiciones de imágenes, y a la convivencia de planos de diversos valores ónticos tan desaconsejables en la novela realista. Pero siempre cuidaba que la realidad misma determinara dónde estaba el peso, la gravedad del relato. Este criterio ya me seducía desde los primeros cuentos.


Cómo seducir al lector

Me parecía que había que activar de tal modo la prosa para seducir al lector, y distraerlo de la conciencia de que se le robaba su tiempo, digno de mejores tareas, que concebía el acto de lectura con la siguiente escena: golpeo, abro la puerta, dejo el cuento en manos del lector, me doy vuelta, arranco y retorno hacia el final, a espiar por una rendija cuál fue su efecto. 

Cortázar, en su interesante ensayo “Algunos aspectos del cuento”, definió su técnica. El cuento tendría que ganar por KO. Si me propusiera acotar mi intención también en términos pugilísticos, tendría que decir que yo aspiraba, en cambio, a empatar o bien perder (como el seleccionado chileno de fútbol) honrosamente. 

The knack: meter cuanto antes al lector, con lenguaje identificable y situaciones familiares, en una especie de “historia”. Alcanzado este punto con la mayor economía posible, la propuesta estética es desarrollar la narración como una búsqueda de ella en que, tanto yo como mi lector, tengamos la sensación de que no sabemos a dónde vamos. 

De allí que en ellos suceda poco. Más que por acumulación de hechos, se caracterizan por un masivo tanteo de cada instante, al cual se acosa para que “suelte” su “verdad”. En este empeño, el lenguaje puede apelar a recursos alegóricos, brutalmente realistas, infracoloquiales, a imágenes del mundo pop, a citas pertinentes de otros autores sin aviso previo, a capciosas falsificaciones de ellas. 

Lo que cuenta es que la composición de las imágenes sea de tal explosividad que conduzca al lector a distraerse, en el buen sentido, del simple relato de peripecias, sin escamoteárselo del todo. 

Para este juego dialéctico, el amor que tengo a la economía en la estructuración de un relato y su marcada intención hacia su cercano fin, tantas veces amada en Hemingway, Chejov, Borges, me obliga a vigilar el arrebato y a mantenerlo dinamizado en el rigor de la anécdota. Este criterio lo aplico aun en cuentos tan fantásticos como “París” y “Profesionales” de mi libro “Tiro libre”

El acecho con las imágenes (criterio sagrado), sí debe estar al servicio de la “verdad” del suceso y nunca ser meramente ornamental. Esta es la diferencia clave entre un narrador que se nutre de la lírica y un poeta que se rebaja a la prosa. 

Por tanto, mis cuentos arrancan de la cotidianeidad, despegan de ella, vuelan a distintas alturas, para verla mejor y comunicar la emoción de ella, y retornan humildes al punto de partida, con humor, dolor, ironía, tristeza, según como les haya ido en la peripecia. Son (para parodiarme antes que otro lo haga) cuentos aviones: despegan, vuelan y aterrizan.

Esta preocupación por los modos de acceso al lector y su activación es también una meditación consecuente de la nueva narrativa y también de la lírica. En las etapas más recientes, esta se profundiza con el estímulo de los pioneros de esta búsqueda: Vargas Llosa, Cortázar, Parra, Cardenal, entre otros.

El efecto ideal de mi relato tal vez pudiera formularlo así: el lector y yo compartimos una fugaz experiencia en un mundo efímero, acelerado y lamentablemente violento. En este breve momento, se da para mí todo el fenómeno de la literatura.


Narrar desde el exilio

Este es mi mundo, mi actitud, mi concepto de la creación y sus eventuales alcances. Esa era también la esfera de mi inocencia. 

Quiero ahora relativizar lo dicho desde el punto de vista de un escritor que abandonó hace ya varios años su país (por las condiciones que impuso a Chile el gobierno militar del general Pinochet), rumbo a países que aún tuvieran voluntad de persistir en la contemporaneidad y no, como el mío, de revisar ancestros cavernarios. 

Lo hago porque la producción literaria de tres países latinoamericanos (al menos) desde hace algunos años se hace en la emigración. Tal es el caso de Argentina, Chile y Uruguay. Quiero dar cuenta de cómo el quiebre institucional en Chile afecta nuestro oficio de narradores en un sentido tan radical que nos lleva a reformularnos como hombres y artistas.

Hablar, comunicarse, es un fenómeno histórico. Un modo de entenderse un pueblo consigo mismo, un condicionamiento cultural. Para los escritores, imbuidos profesionalmente en el universo de la lengua, una alteración violenta del contexto les revela que la identidad de su verbo no sólo se da en los giros locales, sino más bien en un modo colectivo de concebir la existencia acuñada en tradición y lenguaje, que a su vez determina la cualidad real de la imaginería.

Hago esta observación, porque hasta septiembre de 1973, fecha del golpe contra Allende, vivía en un país en que el ejercicio de la palabra carecía de límites. La libertad era un subentendido. Algo natural, que nos venía desde el nacimiento, con tanta propiedad como la respiración y las manos. 

Era tan transparente su presencia, que más que una conquista de la historia nos parecía un don de la naturaleza. Esta realidad rotunda determinaba el modo de verse la sociedad a sí misma y condicionaba la interrelación de todos sus estratos. El lenguaje se afianzaba en algo que garantiza el ejercicio de la democracia y que es supuesto de toda cultura: la seguridad vital. 

En un estado de derecho las leyes aseguran y regulan la vida pública, pero también se hacen cargo de algo mucho más elemental: proteger la supervivencia. La vida biológica está garantizada por los gobernantes que obran por representatividad de sus pueblos. 

En Chile, la ofensiva triunfante de la reacción altera esencialmente esa segunda naturaleza que es la cultura del país, vale decir, su identidad. Asaltado el poder legítimo por el arbitrio de la violencia, se introduce en la sociedad la muerte y la represión como horizonte cotidiano. Vivir y sobrevivir se hermanan como conceptos. 

Se impone un generalizado sentimiento de fragilidad de la existencia y se relativiza fuertemente la confianza en el ser humano. La inseguridad y sospecha son los criterios para orientarse en las nuevas condiciones: la novia desaparece, el amigo es asesinado, el periódico es clausurado, los libros arden, los gobernantes y poetas se entierran bajo bayonetas, el padre queda cesante, el hermano parte al exilio. 

La cotidianeidad entera es dinamitada por la incertidumbre. Visto en términos profesionales: la cultura es desleída y deslenguada. Las posibilidades de salvar la identidad cultural quedan entregadas a la clandestinidad y al exilio. Pero esta cultura ya no puede ser más la de la inocencia. Tiene que contar para siempre con el riesgo y los enemigos de la humanidad en su gestación. 

Esto es un trastorno geográfico, biológico y metafísico. La existencia asume un carácter aterrador. Todo aquello que se daba por sentado, ahora es cuestionable.

El consuelo de la sobrevivencia en la emigración no puede mitigar la amputación que significa arrancarse la patria como temperatura e identidad cultural. Lejos de dejarse engañar por los destellos del cosmopolitismo, la abrupta condición del destierro le muestra al autor cuán entramado está con su pueblo y cómo éste es el destinatario natural de su obra. 

Ahora es posible percibir que, en un filme, un libro, un cuadro, una canción, es lo informulado en ellos (es decir, la composición de sus partes que convocan y epifanizan lo innombrado) aquello que los dota de su significación más rica. 

En el narrador torrencial o en el magro, en el convencional o el audaz, lo que hace que el libro sea más que un conjunto de bellas páginas, tenga influencia, movilice vida (aunque sólo sea en el modo de la conciencia y no en la praxis), es que este se remita al mundo que lo origina, por riesgosa y fantástica que sea su elaboración. 

Es el destierro quien me revela la pequeña trascendencia del libro. El exilio es una señal sui generis en un contexto que reclama de este la ejecutividad de su sentido. Fuera de él, presenta un mundo incompleto y esa “incomplenitud”, por genial que sea, es todo el libro. 

Eso que antes me bastaría, después del trauma en que se debate mi país, ya no me alcanza. Un libro leído en el país, en la tradición que brota para renovarla, es una ceremonia de identidad cultural, donde en el original prestigio de la palabra escrita aparecen nuestros rostros, fracasos, calles, muertos, esperanzas. Y donde nuestras guiñadas de ojos y tics verbales definen la verdad del texto, su grado de seriedad o de ironía. 

He aquí cómo la vocación de escribir llama a recuperar el país, que es su destinatario. Así operan, en la emergencia, las letras clandestinas y las exiliadas. 

Un libro leído por el pueblo de que está hecho es un acto comunitario. En él este confirma su identidad, se mantiene en la conciencia la tensión hacia sueños e ideales, se valora la grandiosidad de la escena cotidiana en condiciones de riesgo. 

A través del libro se imagina mejor, se comprende más, se problematiza no sólo la realidad del mundo fabulado, sino que inspira la problematización de la difícil realidad en que el libro es leído.

Muchos de los artistas latinoamericanos en esta década de los 70 no pueden acceder con sus obras a los espectadores y lectores en los cuales crecerían, haciéndose emoción, conciencia y diálogo. La condición de destierro va a enmarcar su obra. Deben sobrevivir con la herida de la ausencia y aplazar la cita con sus compatriotas hasta que estos valerosamente modifiquen la historia que la impide.  

Sería muy extraño que en sus obras ellos no estuvieran presentes. A mi modo de ver (ahora que Latinoamérica se debate entre la humanidad y la barbarie con penetrante lucidez), va a ser inevitable que los escritores más jóvenes vayan haciéndose cargo cada vez más de las convulsiones y desplazamientos del continente. 

De esa materia estarán hechas sus vidas. Al fin y al cabo, es su propia vida la cosa más cercana que cada escritor tiene para echar mano.



* Artículo publicado en la revista Mensaje en mayo de 1983.





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