Cualquier indagación mínimamente informada sobre la cultura cubana descubre dentro de esta una vertiente irónica y descreída, negativa, cínica y mordaz. Es esta vertiente, quizás, lo que ha hecho que Los zapaticos de rosa de José Martí hayan podido ser leídos por varias generaciones de cubanos bajo el filtro opaco del choteo, descrito por Jorge Mañach en su ensayo Indagación del choteo: la tendencia a rebajar lo sagrado, a trivializar lo puro, a mirar con desvío los más acuciantes problemas de la sociedad.
Esta es la tradición con la que el poema ha tenido que convivir. Y Martí, en vez de ser considerado un creador de mundos interiores y simbólicos, se convierte en objeto de una especie de irreverencia sistemática. Así, en el poema, la niña Pilar y su gesto dadivoso, la madre, el padre ausente, Alberto el militar, los propios zapatos, etc., casi todo ha sido objeto de ironía y burla.
En este sentido, paradójicamente, el poema ha sido tratado, casi, como se trata un objeto cuasi sagrado. De ahí la ambivalencia de la mirada que sobre él se ha depositado. Una y otra vez, el látigo –el chucho cubano–, han caído sobre el poema. Y esta fina pieza, que debía ser orgullo de la literatura cubana y de su modernismo, ha servido para darle alas a la ramplonería y mediocridad de la peor variante del homocubensis.
Entre otras razones, esta lectura superficial ha sido hecha porque se ha considerado que el poema contenido en La edad de oro, pertenece al ámbito ingenuo de la literatura infantil. Esto, por su forma arromanzada y popular, la cadencia de su linealidad narrativa y lo terso de su lenguaje y llaneza tropológica.
Sin embargo, su lectura atenta nos hace ver un exceso velado en el sentido de las “sencillas” cuartetas. El poema, aunque use imágenes que desbordan realismo, no está escrito en clave realista, sino simbólica. Es decir: el mundo desplegado en sus versos es un mundo alusivo y de lecturas múltiples y superpuestas. Y es en este universo simbólico donde, cada gesto, cada acción, sobrepasa al personaje que lo ejecuta.
Simbolista –no en el sentido de escuela literaria, sino en el sentido esencial–, Martí como autor parece funcionar sobre todo en su poesía más sencilla y popular, desde una doble capa donde lo concreto toca lo arquetípico. De este modo, la nitidez resonante y musical del verso no es más que la capa exterior que oculta un significado escondido.
Es, quizás, a partir de este exceso, que pudiera ensayarse una lectura diferente, a través del “monomito” soteriológico y redentor que sirvió de basamento a El héroe de las mil caras, del mitógrafo y escritor norteamericano Joseph Campbell. Esto sin perder de vista, por supuesto, que el monomito de Campbell es la punta de un iceberg, donde las explicaciones están sustentadas mayormente sobre el pensamiento de Carl G. Jung, Otto Rank, James Frazer, Mircea Eliade, Arnold van Gennep, Leo Frobenius, y otros estudiosos del fenómeno religioso y sagrado como elemento central en la constitución del fenómeno humano.
Para Campbell, en resumen, existe un patrón narrativo fundamental presente en toda mitología. Este esquema narrativo y circular –presente también en el folklore universal– se manifiesta en cuatro etapas sucesivas y bastante bien definidas: 1) llamada a la aventura, partida o separación; 2) camino de pruebas (iniciáticas); 3) encuentro con la realidad y muerte (real o simbólica); 4) regreso al punto de partida (o resurrección).
Como nota al margen, señalo la coincidencia con los procesos de muerte y resurrección en la naturaleza por el curso de las estaciones (invierno, primavera, verano y otoño: el sol es el héroe); la estructura formal en la tragedia clásica griega (epifanía, agón o pasión, muerte, catarsis); los pasos en la vida terrenal y la misión redentora de Cristo; las fases en el Opus alquímico (nigredo, albedo, citrinitas, rubedo).
Como fondo, este imaginario tiene algo en común: concebir la vida humana como un viaje del alma. Es decir, el conocimiento o gnosis de que la dimensión del alma operará a través de cualquier vida humana, por sencilla que parezca. Es lo que para Campbell es “el viaje del héroe” como drama ritual y para Mircea Eliade “un modelo mítico de regeneración”. Pero no nos engañemos. Este “héroe redentor” no es más que una vieja conocida: el alma en su carácter redentor.
Por supuesto, el esquema no funciona –también lo vio Vladimir Propp y otros estudiosos de la narratología– como una plantilla mecánica y fría, sino como una pulsación al interior del relato que admite variaciones leves e inclusive no tan leves. Esto tiene que ver, también, con la propia ambivalencia del mito o con la región de alta tensión donde se elaboran, comunican y consumen, sus significados fundamentales.
En el “monomito” en cuestión, el protagonista, la “persona dramática”, es separada de un orden inicial hacia un espacio o mundo de desestabilización y ambigüedad del sentido que lo transforma en forma radical. Para, al final, volver con una nueva forma de comprensión que, al mismo tiempo, es una nueva forma de estar en el mundo.
Por otra parte, si activamos la lógica entre Propp-Campbell-Eliade, bastante común en algunos estudios literarios contemporáneos, vemos una secuencia sencilla y contundente: la salida de la niña al bosque iniciático, activa la “falta” (Propp); el encuentro con la enfermedad y el dolor de la madre es la prueba del héroe en su monomito (Campbell); la entrega de los zapaticos rosados es la hierofanía mínima donde lo sagrado se revela en el mundo cotidiano (Eliade). El retorno, por supuesto, no devuelve nada. Solo deja claro que mito y sacrificio son inseparables: dar, contacto con la carencia, atravesar, regresar al centro renovado, al lugar ontológico del orden. Y eso parece bastar.
Gilgamesh, Ulises, Edipo, Eneas, el Cristo de los Evangelios, el héroe de los cuentos folklóricos… Todos parten y cuentan la vida de ese personaje que sale, actúa, sufre y regresa transformado. Así repiten el motivo fundamental de las grandes tradiciones espirituales y salvíficas: el ciclo de vida del alma: el viaje del héroe como drama ritual.
Como nota interesante, apunto que aquí todo se complica en múltiples capas del sentido, si sabemos que en los años 1960 el argentino Ezequiel Martínez Estrada le dedicó a José Martí una biografía en el registro de ideas que estamos valorando en estas notas. En otras palabras, para el argentino, es la propia vida de Martí la que parece estar funcionando en la onda vibratoria generada por el “monomito” al que hace referencia Joseph Campbell en su libro.
Antes de entrar en otro análisis, puntualizo lo siguiente: ver a Pilar en el sentido del “monomito”, como dramatis personae –árbol, eje en el Centro del Mundo, pilar que conecta el Cielo con la Tierra–, es verla no como la protagonista infantil de nuestras lecturas escolares, sino como figura significante que organiza la trama, actualiza el modelo arquetípico por la manifestación del Centro sagrado.
Es decir: una imagen del alma que desciende –“reina”, “niña divina”, “pájaro preso”–, con un atavío solar que habla de su filiación espiritual y ascensional: zapaticos de rosa (aurora), sombrero de plumas, colores violeta y fuego, hacia la Tierra o espacio inferior de la vida (la playa, con sus diferentes estratos sociales). Y, sobre todo, su descenso hacia la “barraca de todos”, la alquímica masa amorfa, símbolo de la pobreza y de lo indiferenciado.
Es aquí, en la barraca, donde se encontrará con la dimensión más dolorosa de la existencia humana: una niña enferma y su madre sin recursos para atender sus necesidades primarias. El paralelo con su situación existencial, pero a la inversa, es más que evidente: la divina y saludable Pilar, y su opulenta madre; la niña pálida y enferma, y su pobre madre.
Conocido por todos los cubanos, leído hasta la saciedad –leído y deformado, como los textos sagrados– el poema comienza con una escena trivial: una niña, Pilar, quiere ir a la playa… Pero ya vimos algo de la forma en que Martí describe este momento, con ese Padre fugaz y abstracto incluido que, al besar a su niña como “un pájaro preso”, lo libera hacia el mundo terrenal, poniendo el poema bajo una luz diferente.
En su casa protegida, dentro del rosal, Pilar encarna lo ligero y puro del espíritu no encarnado: lo que aún no ha sido tocado por las pasiones, el sufrimiento o la tristeza. Pilar desciende, abraza lo humano y regresa elevada, incontaminada.
Leído desde esta clave, la acción parece desplegarse alrededor de estos cuatro movimientos que arriba hemos bosquejado: 1) salida al mundo, paseo (a la playa, de la mano de la madre); 2) lo que le ocurre a Pilar en ese paseo, visto como pruebas iniciáticas; 3) encuentro con la realidad (enfermedad, pobreza) y muerte simbólica, al despojarse de sus atributos solares; 4) regreso a la casa del padre (la “casa del jardín”).
Este primer movimiento –según la lógica del mito del héroe de Campbell– corresponde a la caída del alma desde su hogar originario como espacio de bienaventuranza (“casa del jardín”). Campbell explica este movimiento arriesgado hacia lo desconocido como partida del héroe; lo que representa, al mismo tiempo, una ruptura de su condición ontológica fundamental.
Sin embargo, en Martí hay una variación fundamental: si en el “monomito” clásico la madre se queda detrás, pues ella representa el espacio originario, la matriz hacia donde todo ha de retornar, la región desde donde cae el alma para vivir –sufrir y purgar– su experiencia terrenal; en Martí, la madre (Alma del Mundo) acompaña a Pilar en su viaje; y quien queda atrás, a la sombra del rosal, es el padre… El Padre-Dios de las tradiciones espirituales esotéricas, quien crea el mundo y las almas para después refugiarse inactivo en su propio Seno y esperar –según la “apocatástasis” de la que nos hablaba Orígenes de Alejandría– el ulterior regreso al Seno divino.
En el poema, el inicio coincide con la salida como ruptura. En el poema se sale o se va hacia la casa del rosal; y este, por supuesto, será un tránsito cargado de símbolos: una calle sombreada por laureles; una madre y una hija, cada una con una flor en la mano. La madre, un clavel. La hija, un jazmín, que en todas las grandes tradiciones espirituales pertenece a los valores axiales y más puros del espíritu.
Si la casa es un cielo doméstico, una esfera de seguridad más allá de las contradicciones vitales del ser, la playa es un borde del mundo, entre tierra conocida y la profundidad oceánica. En ese espacio podemos avanzar hacia lo desconocido o quedarnos en esa zona de intermedia seguridad. Todo puede revelarse, el bien y el mal, en ese lugar aún seguro. Es el lugar donde, por lo demás, ocurre lo “social” como hecho, lo social como máscara: la francesa Florinda y su aya, Alberto el militar, la niña Magdalena, los señores que conversan, las señoras debajo de las sombrillas.
Por lo demás, el jazmín, elemento simbólico y central, aunque velado, se asocia a la Virgen María en el cristianismo. Se vincula con la belleza y el Paraíso en las tradiciones sufíes del Islam. Y representa la Iluminación, el despertar de la consciencia y la conexión con la Divinidad en el Budismo. En esta dirección, su florecimiento nocturno es símbolo de misterio y de la espiritualidad más trascendente.
Un segundo momento, central en Los zapaticos de rosa, y donde los símbolos –como diría Lezama– saltan dentro de una canasta estelar, es la aparición de la niña enferma que está “allá”, al doblar, en la “barraca de todos”. No es casual el término “barraca”. Se relaciona con el barracón de la esclavitud y con el ser humano como privación; y, al mismo tiempo, con algo que es común, compartido y sin atributos de jerarquía o distinción social. Es decir: donde no hay nada personal o individual.
La barraca es pura condición humana en su desnudez y vulnerabilidad. En ese espacio, en un recodo, y alejada de la mirada crítica e incisiva de los que están en la playa (mundo social), está el alma en su pureza y ataviada con sus mejores galas. El alma que es Pilar toma contacto con su contrario: enfermedad, carencia, vulnerabilidad. El símbolo se refuerza –el alma en su doble aspecto divino y terrenal– porque la enferma es una niña al igual que Pilar.
Si vamos al libro de Campbell, vemos este momento claramente en la etapa identificada como el “vientre de la ballena”; y, por supuesto, la referencia más cercana que conocemos es el Libro de Jonás en el Antiguo Testamento.
Todo vientre como espacio oscuro y germinante es siempre iniciático. Así, el héroe –alma humana– entra en un espacio transformador donde muere su antigua identidad y sale revestido con otra. Un paralelo a esto es, también, el matraz de los alquimistas, donde ocurre el ritual de transformación. Es decir, donde la materia, como masa confusa, es aniquilada (muerte) para dar paso a la luz en toda su potencia.
Es en la “barraca de todos”, no en la playa (sociedad diferenciada), donde Pilar experimenta su primera fractura desde su condición perfecta: la belleza de sus atributos –sombrero de plumas, zapatos rosados y colores espirituales– es confrontada sin quererlo y sin saber por la necesidad material del otro, y por la mirada profunda del ser sufriente que busca consuelo, de igual forma que un ciervo herido busca en el monte amparo.
Puesto que Pilar y la niña enferma son como las dos caras de una moneda –dato no menor–, no es una compasión condescendiente y vertical la ejercida por Pilar, sino una forma de reconocimiento o anagnórisis. Somos la misma niña. Yo, en mi origen divino, estelar. Tú, como parte de esta Tierra de sufrimiento.
Entonces, lo que el alma que desciende trae consigo (pureza y luz, colores brillantes, vestidos y zapatos) solo adquiere un sentido pleno al ser compartido con su contraparte terrestre. Allí ocurre el núcleo del poema: la transfiguración por compasión. O, lo que la andaluza María Zambrano llamaba “piedad”: el trato adecuado con lo otro (que, en su dimensión más sencilla, es un otro humano).
El gesto de quitarse los zapatos de color rosa (luz de la aurora) y dárselos a la niña pobre es un gesto de desprendimiento de naturaleza solar. Y Martí apunta al sacrificio y a lo redentor de la belleza, cuando Pilar entrega sus atributos solares para que surja un acto de amor. La vuelta a la “casa del Padre” significa la belleza sacrificada y transfigurada. Es decir, la belleza no como ornamento vacío, sino como “virtud que da”.
Es decir: no se piensa en las consecuencias, ni en lo que los demás piensen o dirán. Se mira y se actúa, porque la compasión no es un gesto desde la emoción, sino un movimiento de donación desde el ser, similar a aquello que Nietzsche llamó “virtud que da”. En otras palabras: el alma renuncia a su brillo y luminosidad interestelar para traspasárselo a otro ser, para aliviar un dolor que, en el fondo, es el de ella misma.
Creo que es ahí cuando la niña Pilar deja de ser el sencillo personaje de un poema infantil, escrito por un hombre y poeta, y se convierte en una figura sacrificial que abre el sentido a valores trascendentes. En el fondo, Martí nos habla de una operación espiritual: la belleza se sacrifica y arde para que surja un genuino acto de amor. El alma retorna a la casa del Padre transformada: la belleza cambiada en virtud. En su brevedad, la escena es un condensado de la Pasión: una muerte simbólica y un renacimiento.
Este gesto que parece mínimo en su intrascendencia social es, en realidad, el centro del poema; el centro de la vida y el accionar de José Martí y hasta, me atrevo a decir, el Centro y acción del Universo como espacio sagrado y hierofánico: una niña privilegiada (el alma humana) cae en el exilio, es prisionera en la materia y momentáneamente olvida su condición.
Ahí, en un paseo al mundo social y a sus espacios de pobreza, se despoja de sus atavíos celestiales, de su luz auroral y su condición solar para iluminar la oscuridad de otra niña. Otra niña que, en realidad, es ella misma en su condición desfavorecida. Al final, regresa transformada a la casa del Padre como punto más alto de reintegración, En realidad, el poema parece estar iluminando el drama soteriológico más esotérico y velado a la mirada profana, en todas las grandes tradiciones espirituales.
Después de este encuentro entre las dos niñas (celestial y terrenal), que es como la llave maestra de lo que cuenta Martí, el poema despliega la vuelta a la casa familiar; a la casa del Padre. El alma regresa, pero diferente. En términos de Campbell, el héroe regresa después que obtiene el “elixir” salvador. El elixir es la piedad o compasión activa: el descubrimiento del otro como parte de sí. El retorno desde el mundo profano con un conocimiento que no pertenece al mundo sagrado pero que, sin embargo, este necesita para su Completitud.
En términos místicos, el contacto con el dolor deja en el alma (la paloma herida), una marca, y con esta marca huye hacia arriba. En términos martianos, el contacto de las dos niñas las ha convertido, nuevamente, en dos polos de la misma unidad: la belleza se ha purificado dentro del mundo social y del dolor.
Lo interesante es cómo Martí usa el modelo espiritual de la caída y ascenso del alma, presente en múltiples tradiciones místicas y esotéricas (neoplatonismo, gnosticismo, sufismo, maniqueísmo, cristianismo) en un poema aparentemente simple e infantil, donde la armazón interna es lo que nos revela un esquema iniciático.
El alma desciende de los Cielos (Pilar baja a la playa); vive la experiencia dolorosa de la prisión en la materia (la niña enferma); sufre una pasión (desprendimiento de sus símbolos solares); y vuelve al origen (la casa del Padre en el rosal). En otras palabras: Pilar realiza lo que en el mito universal (monomito), se describe como el ciclo de la vida del alma.
Leído en la perspectiva del “monomito” de Joseph Campbell y su libro El héroe de las mil caras –es decir, desde antiquísimas tradiciones espirituales que tienen como tema central la salvación del alma–, Los zapaticos de rosa deja de ser ese poema moralizador para niños que leímos todos los cubanos en la escuela. Y por esos sutiles “vasos comunicantes” que reestablecen lo grande y lo pequeño en el mundo sagrado, el poema se convierte en un micro mito ético donde la compasión, la bondad y la piedad para con el otro no es enseñanza moral sin médula, sino la misteriosa clave –¿clave de la bóveda?– que, luego de su viaje terrestre, permite regresar al alma transformada y purificada a la casa del Padre.
Campbell lo dice con claridad: la tarea del héroe es el restablecimiento de la Vida, la restauración del equilibrio perdido. Así, al igual que en el budismo Mahayana, la enseñanza es: sola, el alma no se salva, antes debe pasar y compartir el dolor ajeno.
La salvación siempre debe ser una Gran Barca donde quepan todos (Mahayana: Gran Barca). Y no se retorna a ningún lugar, si primero no renunciamos a una parte de la luz propia en beneficio del prójimo.
Esta bondad gratuita, bondad como “don”, José Martí la asocia a un proceso estructural, lógico-místico y casi matemático y musical (ver los Versos Sencillos); lo que, en cierto sentido, lo acerca a la pensadora y mística francesa, Simone Weil. Para ella, el alma no se salva si primeramente no pasa por el dolor confrontativo del “otro” (Pasión y Muerte). Y no retorna a la Luz primera, si antes no existe un proceso de vaciamiento donde, en beneficio de ese “otro”, renuncia a una parte de su propia luz divina.
En definitiva, hablamos de literatura y no de textos salvíficos, esotéricos o místicos. Por eso, leído o quizás mal leído por generaciones enteras de cubanos, la potencia de este poema reside en su discreción, en su delicadeza y sabia contención. Martí no anuncia o declara el mito, ni propone un programa ético de mejoramiento humano a nivel político y social. Antes bien, lo inscribe –tal vez, inconscientemente– bajo el terso tejido de un relato infantil.
La lectura cubana de Los zapaticos de rosa ha olvidado esta hondura. Y esto, a contrapelo de cualquier escritor moderno o modernista –Martí fue ambas cosas– que cree en la potencia regeneradora de la literatura y el arte. Y no lo hemos olvidado por ignorancia o desconocimiento, sino por una actitud más antigua y radical: la defensa del cubano –en realidad, todos los seres humanos nos comportamos en similar forma– ante lo sagrado.
Tal como lo vio Mañach en su ensayo, el choteo, ese modo cubano que niega la profundidad y desvaloriza lo punzante y doloroso de la realidad, es la forma más elemental de evitar el “temblor” interior, siempre acompañado de su correspondiente “temor”, como ya sabía el danés Kierkegaard.
Para nadie es un secreto que Cuba está urgida de cambios fundamentales. Quién sabe si, al dejar de leer Los zapaticos de rosa con esa indiferencia, que tantas veces nos ha caracterizado como pueblo, logremos que la nación cambie, aunque sea un poco. Quién sabe si logremos este cambio cuando empecemos a percibir que, en ese sencillo poema, hay un “exceso”, un viaje del alma y un descenso dramático al mundo material, una prueba iniciática y un regreso. Porque Pilar no es solo una niña, sino una figuración del alma que funciona como un axis mundi, pequeño pero real. Y, sobre todo, porque la belleza tiene capacidad redentora.
Entonces, leer a Martí con nuevos ojos, leerlo bien o quizás “mal”, será aceptar la herida que nos constituye como seres humanos y como sociedad. Tal vez esto signifique que Martí deje de ser lo que siempre ha sido: un ritual mecánico, manejado por la política de turno. Tal vez, solo así su lectura se convierta en un acto en que reconozcamos de una vez que, en la vida, existe una raíz profunda inserta en nuestra vida cotidiana.










