A los escritores se les da bien inventarse otras vidas. Las buscamos desesperadamente, aún más cuando la nuestra se vuelve inútil y no hallamos la posibilidad de una mudanza real. Así huimos.
En el caso de Dostoievski, tuvo dos vidas. Una de ellas, siniestra. En una prisión siberiana, en aquella casa de muertos, de espíritus quebrados, con necios autómatas que se peleaban por un trozo de pan duro con manteca rancia. De algún modo, la muerte se compadecía de los más débiles. Le abría sus brazos y los acogía sin prejuicios, fueran culpables o no de la sentencia.
A diferencia de él, nuestra prisión dostoievskiana es caliente y no por eso menos funesta, en donde repetimos a diario las acciones más triviales, como un credo, como el ritual insomne y fantasmagórico del condenado. Queda entonces habitar en la felicidad mental, porque ella es la dueña del desorden, aunque no necesariamente del caos.
No es justo, tampoco saludable, interrumpir el sueño, tratar de ahuyentar a los vampiros dando manotazos al aire y, después, levantarse en medio de la madrugada, poner el motor del agua del edificio, preparar comida, antes que se pudra en el refrigerador, encender la lavadora para lavar las sábanas, empapadas de sudor y sangre, de esperas interminables.
Se supone que debe existir un tiempo para los guiños y placeres. No somos animales amaestrados, ni cobayas que usan en laboratorios. Quizás crean que podemos formar parte de un experimento, manipulados por esos Bergman venidos a menos, sin cultura y sin redención. Así como en el Huevo dela serpiente la causa del mal no era el acto en sí, sino la semilla plantada.
Estoy segura de que los hechos aislados no ocurren sin razón, sino que se rigen por una fuerza de ingratitud, por lo irracional y lo maligno. Entonces campean por su libre albedrío.
Evoco ahora un incendio en el edificio de enfrente, en uno de esos apartamentos donde el okupa llenó el espacio muerto con sus féferes y vicios. Antes de arribar a la zona abandonada, ya no había puertas ni ventanas, solo quedaban la bañera sucia, empotrada y firme, y las polvorientas lozas del baño.
Sus anteriores dueños se fueron, como tantos que cambiaron su rumbo, guiados por brújulas y luces largas. Allí donde antes hubo una familia normal, ahora emerge una familia de desheredados, en un país con la columna vertebral hecha añicos.
Era mediodía cuanto escuché el ruido estridente de la sirena del carro de bomberos. Rápidamente, subí a la azotea para filmar un video y luego subirlo a Instagram. Mientras observaba el humo elevarse y rozar las paredes de la fachada, sustituía la escena por la de Rebeca, de Alfred Hitchcock.
En la maqueta de cartón, Manderley se transformaba en segundos, muriendo destruida por el fuego y el humo. Recuerdo que se quemaban las cortinas de las ventanas y las estatuas del jardín se volvían negras. Sin embargo, en aquel acto perpetrado por la loca esposa del señor de Winter había una indiscutible dignidad.
En la escena real (algo kafkiana), los okupas del apartamento de al lado miraban absortos y sin miedo a los bomberos que entraban portando la enorme manguera, abrían la llave y luego esparcían el agua sanadora.
Contrariamente, el fuego hizo estragos mínimos. No mató a nadie, no destruyó las paredes del edificio. Todo seguía intacto. Al final, no fue tan malo. Simplemente, se limpió un poco la inmundicia del ambiente.
Por otro lado, los que de verdad sintieron la amenaza fueron los antiguos vecinos que se la pasan encerrados, observando a los nuevos, como si estuvieran en una película de terror. Los acechan por la mirilla de la puerta, ven cómo desfilan subiendo por las escaleras con sus cubos de agua, los que llenan en una pila de los bajos. Los ven venir cargados con bolsas llenas de materia prima, pues la basura los provee y los salva.
Los antiguos vecinos se esconden, les tienen pavor. Especialmente, a un ex convicto, un tipo de rostro oscuro y lleno de cicatrices que se rumorea cometió un asesinato.
No hay remedio para estos intrusos, con sus niños y mascotas viviendo con ellos. Sus perros ladran más fuerte en las noches, durante los apagones, y los ladridos se unen a los chillidos de los infantes, aburridos, porque no pueden jugar ni hacer fechorías. Perturba, además, una pareja de okupas que suele pelearse con reclamos y palabras obscenas en medio de la calle, mientras la madre arrastra a una criatura que lloriquea constantemente.
En otro de los apartamentos, durante el día una anciana con demencia senil emite gritos de auxilio. Pero nadie se inmuta con el escándalo. La familia emigró y le envían dólares al cuidador para que se haga cargo. Solo Dios sabe qué pasa en aquella casa, quizás le den dos pastillas de Diazepam para que en la noche se apaguen sus ayes y su llanto.
En Cuba está pasando algo bastante frecuente. Muchos se largan del país y dejan atrás a los viejos e, incluso con su consentimiento, pueden testar a favor de sus cuidadores. Alimentar, bañar y limpiar mierda es una manera de conseguir un apartamento.
Siento que el barrio que me acogió en los noventa, boquea, respira con dificultad y el deterioro busca adueñarse de cada grieta, mientras las aguas pútridas bordean el centro comercial de la esquina.
Es curioso que allí solo se venda detergente y bebidas alcohólicas, nada de alimentos. Se podría inferir que es importante la limpieza y el adormecimiento de los sentidos. La divisa podría ser volverse limpio y ebrio para olvidarse de todo.
Por otro lado, muy cercana, al lado del teatro Karl Marx, hay una tienda privada bien surtida. No solo tienen variedad de cárnicos, sino que ofertan delicias de yogures, Nutella y galletas María. Yo me pregunto: ¿Para cuáles clientes? ¿Para cuáles bolsillos?
Son establecimientos inaccesibles para una población mal nutrida, de bolsillos huérfanos y esperanzas puestas en los que cruzaron las aguas, en los que volvieron el rostro hacia una tierra menos prohibida.
La mayoría de la gente, los menos ruidosos, los que no protestan, oran por recuperar el silencio, la decencia perdida. O sueñan con un florecimiento que los llevará a la abundancia, con la visión que alguien tuvo, como un sueño vívido, pero con los ojos abiertos.
Algunos optan por sumergirse en un camino espiritual. Le piden al universo que los compense, recitando plegarias con un vaso de agua y mensajes escritos en una hoja de papel. Sospecho que el universo puede estar sordo y ciego. O simplemente se olvidó de los que habitan en esta lagartija verde.
Ya esto no hay quien lo pare. Si no fuera por el mar, que calma y hermosea el paisaje, la agresividad del tumulto sería inaguantable.










