Neocórtex vs. cerebro reptil

—¡Pues que se joda el futuro!
—No, Tony, no puedes joder al futuro. 
El futuro es quien te jode a ti.
Saturday Night Fever (1977)


Hay una constante que no nos deja tranquilos: la formidable tentación de compartir la experiencia del sexo, convertida en palabras, con alguien (un lector, una lectora, ¡une lectore!) que pueda imaginar esa experiencia en tanto protección contra “algo inefable” —el sexo que te sobrepasa es aquel que te deja sin palabras—, en tanto deseo de hacer que ese “algo inefable” se manifieste (comunicación del recuerdo, comunicación de la reminiscencia), o en tanto mecánica básica (reproducción de un sinnúmero de gestos y acciones) de aquello que produce un placer pasajero mas no olvidable.

El carácter liminal de las emociones, su emplazamiento en el limbo —el sistema límbico es muy “emotivo”—, no es nada sin el neocórtex, un sitio donde se produce el razonamiento de esas emociones. 

Tengo una erección durante un diálogo morboso y, mientras ocurre hasta que se manifiesta, hay mil y una sensaciones: de los deseos y las preguntas a las decisiones y las indecisiones. Esa actividad “reflexiva” ocurre en el neocórtex.

Yo, escribiendo “Mujer desnuda con negra y gato (un episodio vulgar)”. Poniendo una frase tras otra e imaginando y recordando ciertos lances. ¿Te ha ocurrido que estás teniendo sexo y viene un gato, o una gata, y se aposenta a observar el panorama con expresión filosófica?

De los deseos y las preguntas a las decisiones y las indecisiones.

Antes de la emoción, está el instinto “procesado” en el llamado complejo R, o cerebro reptil. Es decir, en el limbo emocional hay una tierra intermedia, antecedida por la inconsciencia del hambre de sexo y tras la cual se halla el mundo del logos, donde el lenguaje corre un velo de “verdades intermedias” y de microdiscursos en los cuales se razona ese “todo” emo-instintivo.

Por supuesto, hay veces que uno escribe con la pinga. Hay que decirlo así, aunque se trate de una metáfora. De todas maneras, lo cierto es que, si bien la pinga no te sirve como un lápiz, al menos la ignición de donde surgen las palabras está salpimentada por esa sensación. 

Aun así, hay que decir que no es cierto que se escriba con una erección persistente y más o menos adornada por el líquido preseminal. Se escribe, en todo caso, no con sino desde una erección. Porque, en el instante en que empiezas a confeccionar el tejido de la escritura, en la representación del sexo o su imaginación, la pinga pierde dureza. 

¿Te ha ocurrido que estás teniendo sexo y viene un gato, o una gata, y se aposenta a observar el panorama con expresión filosófica?

El neocórtex pelea duro contra el cerebro reptil. En el primero se elabora la poiesis, mientras que el segundo asegura que la sangre fluya y la erección sea un hecho. Pero como estás centrado en la escritura, el reptil se duerme. El saurio cabecea y sueña. 

Nada de eso vas a entenderlo si eres prisionerx de tus limitaciones, tus esperanzas, tus ideas, tu ignorancia o tu anhelo de saber. Y, sin embargo, esos carceleros más o menos detestables certifican el rebrote de otro discurso sexualizado, tan “válido” como aquel que se agita bajo el viento de la libertad, el conocimiento, la experiencia.

(Aquí deberían ir unas fotos de Clara Benador y Lukas Ionesco).




En una sociedad al límite, gobernada por esquemas absurdos e hipócritas, lo que esos esquemas defienden es un poder cultural —cultural en términos muy amplios, aclaro— detrás del que se esconde un poder político detrás del que se esconde un poder financiero detrás del que se esconde un poder económico. 

Hablo de esquemas que influyen en el carácter logocéntrico de la representación del sexo. Una sociedad de ese tipo solo podría resguardar y adoptar un lenguaje sexualizado lleno de restricciones y controles —por lo general, groseramente patriarcales—, aunque se da el caso de un autoritarismo que prefiere consentir la libertad de ese lenguaje antes que permitir la libertad de expresión en términos de cuestionamiento y de controversia sociopolítica.

Se escribe, en todo caso, no con sino desde una erección.

Hoy día, la narratividad del sexo se sostiene, en gran medida, en lo que el audiovisual contemporáneo le aporta inevitablemente: la pintura y el cine eróticos, la pornografía, los videoartes sobre el cuerpo, las instalaciones somatizadas, el bodyart, OnlyFans, Twitter, etc.

Así las cosas, ese autoritarismo elige tolerar la “liberalidad” de las palabras del sexo —se cree que en definitiva solo son palabras y que su “peligrosidad” depende de la lectura y la imaginación—, no así la de su imagen observable. Los autoritarismos controlan la televisión y la exhibición cinematográfica. 

Hay que manipular con muchísimo cuidado el cuerpo desnudo como acto, como representación y como concepto. No es lo mismo un cuerpo desnudo que un cuerpo desvestido. Eso ya lo sabía el pintor inglés Lucian Freud. 

Y no es que el desnudo esté, como se dice, “sobrevalorado”. Lo que está “sobrevalorado” es el pensamiento acerca de la intensidad de la desnudez. La desnudez es un resultado, una convicción y un hecho libertario. Una maravillosa respuesta a la que muchas veces se llega por las razones equivocadas.   

El autoritarismo elige tolerar la “liberalidad” de las palabras del sexo, no así la de su imagen observable.

(Entre paréntesis: las tetas más perfectas que he visto en el cine son las de la chica que baila desnuda encima de la barra del “Club 2001” de Saturday Night Fever y las de Monica Bellucci en Bram Stoker’s Dracula (1992), de Francis Ford Coppola. Son muy hermosas las pingas de L’inconnu du lac(2013), de Alain Guiraudie y de L’acrobate (2019), de Rod Jean. ¿Vulvas fascinantes? En Love(2015), de Gaspar Noe y en Maladolescenza (1977), de Pier Giuseppe Murgia, con Martin Loeb, Lara Wendel y Eva Ionesco. Esta última es acaso la película de sexo —o de vínculos sexoafectivos— más morbosa, atroz y exuberante de la historia del cine.)

Narrar el sexo y escribir con la pinga: entre la seriedad de lo primero y la falsa guasa que encarna en lo segundo, hay un juego casi macabro, puesto que las palabras son convenciones que atavían —es inevitable— a los hechos. 

Uno no debería, empero, declinar en ese empeño. Y al no hacerlo, más allá de credos y éticas, el sexo contado nos intimida con la posibilidad de volverse una representación del sexo imaginado y presumido, un sexo más de otros que de uno mismo.

La desnudez es un resultado, una convicción y un hecho libertario.

(Otro entre paréntesis: el clítoris más agraciado, campechano e imperioso que he visto por estos días está en Twitter. Pertenece a una tal Samara, de Brasil.)

Cuando narras muy bien el sexo, tiendes a hacerte señorial e imponente y deja de interesarte la grave formalidad de lo verosímil, ya que ese sexo cantábile forma parte de un mito al que se aproxima la vida real de vez en vez. Lo atesorable ahí consiste en hacer coincidir lo efímero del lenguaje del sexo con lo efímero del sexo en sí mismo. Después, podemos empezar otra vez. La vida suele ser eso: volver a empezar. Hasta que la cuerda se acabe.   




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Quiero que un hombre me mire y me vea

Alberto Garrandés

Una mujer que quiere dejarse mirar, atisbar, y también acariciar, interrogar. Proponerle y ofrecerle al hombrelo que ella es primariamente. Y averiguar si puede o no seducirlo.






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