4.
Lo esposaron. Con los brazos a la espalda, según el debido procedimiento de la Policía Nacional Revolucionaria. Le trancaron las esposas a la altura del codo, para así provocar un corte de la circulación sanguínea y, de paso, daños impredecibles a los músculos y tendones de sus extremidades.
No se trataba de ensañamiento, sino de una técnica de rutina en Cuba. Lo más natural del mundo. No sería de extrañar que esos oficiales ni siquiera supieran el nombre de Orlando Luis Pardo Lazo. Lo arrestaban anónimamente. Para ellos, el cubano que se llevaban en la patrulla era un Don Nadie, otro de los incontables don nadies que la Seguridad del Estado secuestraba a diario, a cambio de recibir el más alto de los altos salarios del Ministerio de Interior.
Ni siquiera lo llevaron al cuartel general de Villa Marista, sino a una estación cualquiera de la PNR. En Regla, al otro lado de la bahía de La Habana. Era un edificio cuadrado como un cajón, embadurnado de cal por los cuatro costados. Casi sin ventanas y, por consiguiente, saturado por dentro de tubos de luz fría prendidos las 24 horas del día.
Afuera, la luminosidad de aquel lunes 10 era plomiza, pero no opresiva para Orlando Luis. Todo lo contrario. Radiación de rebote, onda electromagnética rítmica entre la carpa de nubes y el concreto de los edificios a medio colapsar. Luz emancipadora, que se salvaba a sí misma de la fealdad aledaña gracias a su cualidad orgullosamente septentrional. Todo lo que viniera del norte implicaba esperanza, al menos dentro de la cabeza del detenido. Técnicamente, el desaparecido.
Era la tercera o cuarta vez que lo detenían en un par de años. Siempre sin papeles, siempre sin cargos. Siempre sin dejarle hacer la supuesta llamada telefónica que estaba descrita en algún rincón risible de las leyes cubanas. En esta ocasión, lo arrestaban como regalo de cumpleaños.
El G-2 cubano querían impedir que, en el Día Internacional de los Derechos Humanos, estuvieran contaminando las calles los elementos desafectos del proceso revolucionario. Con esas mismas palabras se lo dijeron, tan pronto como lo empujaron casi de cabeza dentro del automóvil oficial.
Pero Orlando Luis no se consideraba un desafecto de nada, mucho menos del tal proceso revolucionario. Si él era un elemento de algo, sería sólo un elemento de la Revolución. Había nacido dentro de ella y, para colmo, había sido feliz dentro de esa cosa con R mayúscula, mayusculísima.
Tuvo tiempo incluso de pensar que era muy posible que la amara y que no podría sobrevivir a su falta, por más claustrofóbica que le resultase. Y que por eso mismo la extrañaba tanto.
De hecho, desde el fin de la Revolución, que para él había ocurrido en el verano de 1989, Orlando Luis vivía como extraviado. Como con miedo a moverse en falso. Con pánico de cambiar demasiado y darse cuenta de pronto que se le había olvidado la pronunciación de la única palabra desde la cual cobraba sentido la música de su vocabulario. Vocubalario.
Sin la existencia de la Revolución Cubana, Orlando Luis era menos que un fantasma. Pero la Revolución Cubana no existía. Y él seguía negándose a aceptar su condición crónica fantasmal.
Así, llevaba un cuarto de siglo exiliado en Cuba. Aunque ya no soportara ni un cuarto de segundo más su condición de paria. Tal vez por eso, con sus malabares de disidente digital, con sus provocaciones de suicida colérico en los tiempos del socialismo, él no buscara más que una de las tres salidas desesperadas que, desde el verano de 1989, se le confundían en la cabeza.
La distancia.
La demencia.
Su destrucción.
Ahora las tenía a las tres a la mano, tras los barrotes pintados con lechada de aquel calabozo de un municipio habanero de ultramar. A un costado del cementerio de Regla. Donde se fermentaban, en rencor fatuo de avemarías y abakuás, tanto los huesos que huyeron de Europa como los que fueron importados a la fuerza de África.
Toda vez rebasada la formalidad de un interrogatorio a cuyas preguntas, como de costumbre, fuera por timidez o acaso por instinto de conservación, Orlando Luis no respondió, trató de fijar la idea de que, si alguna vez le daba tiempo de escribir una autobiografía antes o después de exiliarse, ese sería el título que sin duda él le pondría a su mamotreto vital.
La distancia, la demencia, su destrucción.
Librería
Mis felicitaciones a este bloguero ripioso sin ningún talento, el Gran O, por el tan cacareado lanzamiento de su nuevo libro…
Donald J. Trump, @realDonaldTrump