En pleno prende, entre la risotada y la lenta exploración del otro mundo, yo pensaba: “Si esto es con un poquito, imagínate con más”. Y seguía dándole.
Teníamos picadura de marihuana en un plato sobre la mesa. Yo había llegado a casa del colega sin avisar, y lo encontré cortándola con una tijera. Se puso contento. Hacía rato que no nos veíamos. Me llevó al patio y me enseñó sus plantas. Dos o tres maceticas de felicidad.
Chile es un país duro por esa parte. Es legal cultivarla para uso personal. No puedes venderla, pero puedes ofrecerla, creo. El socio no estaba muy seguro. Carabineros, la policía de Chile, te ve con un taco y no pasa nada. Los parques, las entrecalles, los portales de las discotecas, los baños, los carros: todo huele a hierba. Mi socio es un yonqui de los grandes, y vive feliz en Chile.
Fumamos en una pipa extraña que parecía un absorbente metálico. Allá el avance es tanto que venden papelinas en cualquier quiosco y nadie las compra. El papel es arcaico. La picadura se echa en el absorbente y se quema por la punta.
Y, bum, empieza el viaje a lo Walter Benjamin: el espacio se ensancha, se empina el suelo, el aire se hace pesado, los colores se vuelven luminosos, los objetos más toscos.
Yo riquísimo. El socio relajado y yo en el cielo. Mirando las macetas con envidia desde allá arriba. Y dándole.
Salimos a caminar por Santiago. Eran como las nueve de la noche. Allá, de día, a lo lejos, se ve la nieve en la punta de las montañas. De noche la calle es un congelador. Yo no sentía frío. Caminaba, pero mi mente estaba en otra parte. De vez en cuando el cuerpo se me descomponía en partículas. Pensaba: “Si esto es con un poquito, imagínate con más”. Pero no había. Tampoco había problema con que no hubiera.
De vez en cuando bajaba a la Tierra y me veía cruzando una avenida. Miraba al socio como quien busca un faro, y volvía a perderme entre las luces de los semáforos y los anuncios. Una de las veces que bajé, en un parque, un hippie pregonaba, ni muy alto ni en susurro, chocolate cannábico. Una de las veces que bajé era viernes. Una de las veces me bajé en un bar, donde unas mujeres bailaban danzas típicas. Una de las veces me bajé en México: por la ciudad en taxi, con Amanda.
Ella tiene la casa llena de cactus y se ve un volcán desde la ventana. “Esta ciudad me abruma”, le dije. No hay espacio, el aire es denso. Dondequiera que miras está lleno de gente. Es tanto el smog que hay quienes trabajan limpiando las estatuas con un paño. Me dolió la cabeza desde que llegué.
Fumamos. Tranquilos, en la sala, viendo Netflix. Un viaje lento y menos tormentoso que cualquier otro. Dos o tres caladas.
“Hay un estimado de 200 millones de usuarios de marihuana en el mundo”, advertía el narrador del documental. Mi brazo flotaba lento en el aire y volvía a enchufarse al hombro. Entonces me puse a pensar en la escena que todo el mundo recuerda de Trainspotting: Renton entra por la taza del baño y llega hasta el océano, nada hacia abajo, recoge no sé qué que había perdido y sale de nuevo por la taza del baño (cuando miras la escena con audífonos, sientes que te entra agua en los oídos). Luego Renton llega empapado al cuarto y no sabes si por fin está en un prende o si viene del océano.
Pensé en eso, aunque con hierba el viaje es más ligero. Espiritual. Lo que se mete Renton es heroína, y ya eso es otra historia. Ese es un mundo que no me interesa, aunque de vez en cuando recuerdo que está ahí, en alguna parte de la humanidad, y que la puerta para entrarle es una inyección.
Hay unos cuantos mundos en el mundo y unas cuantas personas dentro de uno. Hay que abrir esas puertas de alguna forma, si quieres abrirlas. También puedes morirte sin hacerlo, como hay gente que muere sin visitar Disneylandia. Como hay gente que muere sin tomar ron.
La libertad es eso: elegir y pagar las consecuencias. Cuando le pido a Dios que no me deje caer en tentación, le hablo entre otras cosas de la heroína. No quiero entrar a sitios de los que nunca pueda salir. Me da lo mismo si Oscar Wilde dice que caer en la tentación es la mejor forma de librarse de ella.
México está cabrón por esa parte. La tentación te pincha todo el tiempo, porque el país funciona como un puerto. La cocaína que va de Colombia a Estados Unidos hace escala en México. Por eso el dilema de los cárteles, el Chapo Guzmán, en fin.
La marihuana es otra historia. No es legal, pero hay mil invernaderos que la cultivan y que todos conocen. Los empresarios han hecho presión para que se legalice. Para uso médico y recreativo. Dicen que falta poco para eso. Sería, según Forbes, “el mercado de cannabis legal más grande del mundo, en términos de población”.
No salí de casa de Amanda. Alguna vez, si acaso, pero cerca. Conversamos, pero desde otro sitio, cada uno en su lugar, como por WhatsApp.
Una de las veces que bajé, vi a Frida. Una de las veces que bajé, Amanda subía a un Uber. La otra vez caí en Los Ángeles, California, frente a un Smoke Shop. El cristal de la puerta tenía una hoja hecha con guirnaldas. Las siete puntas alumbraban, una a una.
Humo por todas partes.
Llegué allí con la idea de vivir lo que narra el documental que vi con Amanda en Netflix: La guerra contra las drogas. Según este, California es el mayor productor de cannabis y la quinta mejor economía del mundo. Tenía que estar ahí. Tenía que verlo.
Los californianos sacaron una cuenta: ilegal o no, el consumo de marihuana en Estados Unidos crece más rápido que el de alcohol. Por tanto, legalizarlo es la mejor manera de controlarlo. Así el Estado sabe, por lo menos, que lo que está consumiendo la gente es marihuana pura, natural, que no jode la salud, y no cualquier copia química.
De paso, el negocio les generó unos 3.100 millones de dólares en 2019 (más dinero que el que Cuba debe al Club de París), y calculan que alcance los 7.200 millones de dólares en 2024.
En fin, humo.
Bajé y me encontré frente a la pizarra de un KFC, decidiendo mi orden. El pollo frito me puso los pies en el piso, me los afincó bastante, pero a los dos minutos subí de nuevo. Me bajé en un Hooters, miré con atención lo más que pude antes de subir. Bajé con la campana de aterrizaje del avión. Puse los pies en Cuba.
Y ya. Se complicaron las subidas.
Siempre me asombra cómo cambian las cosas cuando subes a un avión. Estás en Chile, en el mundo que es Chile, y caes en otro mundo en menos de nada. Caes en un lugar distinto, donde percibes y puedes y sientes y sufres otras cosas. Caes en una realidad distinta que también forma parte de la Realidad. Y de pronto estás en Chile, formando parte de una realidad, y la hierba te suelta en otra, donde percibes y puedes y sientes y sufres otras cosas.
El cosmonauta que queda vivo al final de 2001: Odisea en el espacio se mete en unas galaxias muy raras, llegando a Júpiter. La cámara enfoca cómo se le dilatan las pupilas. Aparecen colores que se le acercan y lo traspasan. Verdes y morados. Al principio parecen líneas rectas. Después se curvan, juegan entre ellos. Forman unos diamantes y unos dramas. La escena tiene un permanente acorde de órgano, esa sensación vacía de cuando te entra agua en los oídos. El cosmonauta tiembla y se va de sí. Una escena larguísima.
Según la Wikipedia, esto sucede por el efecto Doppler. Se supone que es lo que alguien percibe mientras viaja a velocidades cercanas a la de la luz. Deformaciones del mundo que forman otros mundos. Sicodelia.
A mí a veces me funde tanto esta, mi realidad real, que me dan ganas de entrar por la taza del baño hasta el océano. De que la luz del techo forme diamantes. De subir a un avión y caer donde sea. De mirar la Tierra desde lejos y sentir que no me afecta.
Yo tenía que haber sido piloto. O cosmonauta.
No los queremos, no los necesitamos
Entiendo que esta gente, los del gobierno, cuiden la finquita con la saña de cualquier empresario que cuida su negocio. Pero me da rabia con los agentes: son los miserables, los penúltimos en la lista de beneficiados por el poder, los que no tienen nada, igual que nosotros, y se cogen pa’ eso. Dos veces he conversado con ellos.