No los queremos, no los necesitamos

Me muero por hablar de cosas lindas. Por contar que despierto en un colchón suave como una nube, desayuno cheesecake con jugo de arándanos y me desparramo en la hamaca del patio a oír reguetón con un par de cervezas mientras miro a mi hijo en la piscina. Pero lo único que tengo en la mente es el 10 de octubre, el dolor, las patrullas, no los queremos, no los necesitamos, abajo la gusanera, pin, pon, fuera. Y que el 31 de octubre, día para el que convocaron una protesta en toda Cuba contra el hambre y la miseria, probablemente la historia se repita.

Nunca me han tenido preso en mi casa. No me he topado con ningún agente que me impida salir, ni con el “pueblo enérgico”, así que no sé qué haría en tal caso. Tampoco se puede hacer mucho. Denunciarlo en las redes sociales y sentarse a mirar televisión hasta que se vayan. Si tratas de salir, te guardan por desacato. Contra su fuerza bruta, la fuerza de la razón no es suficiente.

A lo que voy: entiendo que esta gente, los del gobierno, cuiden la finquita con la saña de cualquier empresario que cuida su negocio. Entiendo que defiendan su dinero, los yates, los aviones, las perras casas, las comodidades de su familia. Entiendo que les molestemos y que nos traten como al enemigo, porque eso somos. La piedra en el zapato. Cualquier voz que se alce contra ellos los pone en jaque.

Entiendo todo eso. Pero te juro que me da una rabia con los agentes: son los miserables, los penúltimos en la lista de beneficiados por el poder, los que no tienen nada, igual que nosotros, y se cogen pa’ eso.

Dos veces he conversado con ellos. He estado en varios interrogatorios, pero estas dos veces de las que hablo ha sido “conversación”, o esas circunstancias que organizan para que parezca que hay intimidad.

La segunda vez fue con la teniente que redactó mi Acta de advertencia en Mayarí, Holguín. En realidad, ella no redactó nada: tenía una planilla predeterminada donde escribió a máquina lo que le había ordenado el Mayor. La imprimió y me pidió que llenara los campos vacíos. Uno de ellos, la causa de la advertencia: que yo hacía periodismo sin estar facultado para hacerlo.

—Yo sí estoy facultado —le dije—, yo me gradué de Periodismo.

Y ella respondió lo que le había ordenado el Mayor:

—Tú no estás facultado.

Que sí. Que no. Le dije:

—En todo caso, no estoy autorizado.

—Bueno —dijo—, es lo mismo.

—No es lo mismo.

Escribí que no estaba autorizado, y lo dejó así.

Le adiviné en la cara que estaba loca por salir de eso.

Era una mulatica veinteañera, coqueta en su uniforme militar. Una chiquilla cualquiera que cayó ahí por las vueltas de la vida, y le toca cumplir órdenes, hacer guardia cada no sé qué tiempo, ganarse el sueldo y la estimulación, mantener a su familia…

—La próxima vez que te cojan te van a meter preso —me dijo.

Yo estaba en mi papel de tipo duro, pero empapado en sudor y temblando.

Nos sentamos en el lobby de la estación. Ella en una butaca, yo en otra. Frente a frente. Sacó el móvil y puso reguetón, bien bajito.

—¿Qué estás oyendo? —le pregunté— ¿El Taiger?

Me agaché junto a ella y vimos el video. Después puso otro, también del Taiger. Tenía una pila.

—Yo lo entrevisté hace poco —le dije.

Se sonrió y me empezó a hacer preguntas sobre si era tan lindo en persona y si me cayó bien.

—Cuando llegue a La Habana tengo que volver a entrevistarlo —dije—. Pero bueno, ahora con esta advertencia no voy a poder.

Levantó los hombros.

—Ay, mijo, ¿qué te puedo decir?

Y seguimos viendo videos.

La primera vez fue en Pinar del Río, con el agente Jota, que llegó con otro agente a interceptarme mientras yo hacía entrevistas.

Vi a Jota nervioso y descolocado, como si no supiera bien qué hacer. Llamaba por el móvil cada dos minutos. En algún momento, mientras esperaba órdenes, en el consultorio médico de aquel pueblo que convirtieron en centro de interrogatorio, trató de hacer confianza conmigo. Me preguntó que por qué hacía esto, que cuánto me pagaban.

Contesté lo que llevan esas preguntas, y le pregunté a él que por qué hacía eso, que cuánto le pagaban. Dijo una cifra ridícula, mil pesos o algo así, probablemente falsa. Dijo que tenía fe en la Revolución y que estaba orgulloso de su trabajo. Creo que me hizo el cuento de la desdicha que vivió su familia cuando Batista.

No hice mucho caso, porque, de todas formas, en medio de aquella nada, en aquel pueblo destruido todavía por un ciclón de hace 500 años, el único indicio de la Revolución era él en su motico.

Media hora más tarde, el agente Jota me dejó en manos de un Mayor y se fue a su casa con la algarabía del deber cumplido, como dice Arjona. Se fue contento, con la convicción de que lo había hecho bien. Después, seguro, lo recompensaron con un fin de semana en una playa o una nimiedad de esas. Y el lunes, seguro volvió al trabajo con las pilas cargadas, de lo más contento.

“Para que perciban las ventajas de derrotar al enemigo, los soldados deben obtener sus recompensas”, dice Sun Tzu en El arte de la guerra.

“Cuida de tus soldados como cuidas de tus hijos, y morirán contigo gustosamente”, añade Sun Tzu.

Por eso tienen sus motorinas y sus ventajitas. Pero, los pobres, nunca han visto un yate ni un avión por dentro. Como sí los han visto los hijos de sus jefes.

No sé qué los motiva. A veces me parece que ellos creen que lo están haciendo bien, que la CIA nos controla y que su misión es combatir a la CIA. Y a veces me los imagino a todos en una jaula de alambre de púas, con el rabo entre las patas, indefensos, como cuando los nazis pierden la guerra al final de El pianista. Me imagino que, como en la película, esa jaula va a estar expuesta al público, y que nosotros, los pobres de la tierra, pasaremos por allí a insultarlos, o a lo que sea. A hacerles lo que nos hacen.

—Mírense ahora —grita un violinista a los alemanes—. Me quitaron todo. Me quitaron mi violín, me quitaron mi alma —grita y los escupe.

Entonces, un nazi que en algún momento ayudó al Pianista, corre hacia el violinista a pedirle compasión.

—¿Conoces a un pianista apellidado Szpilman? ¿Del radio polaco?

—Claro que lo conozco.

—Lo ayudé cuando estaba escondido. Dile que estoy aquí. Pídele que me ayude.

El violinista, que es un buen tipo, le pregunta su nombre. Pero no lo escucha, porque un soldado los interrumpe.

Un día de estos, cuando todo acabe, cuando me toque ser el violinista, yo voy a hacer mi papel de tipo duro, aunque empapado en sudor y temblando.




Pedir ayuda en las redes es perfecto. Me encorazona - Amanda Rosa Pérez Morales

Pedir ayuda en las redes es perfecto. Me encorazona

Amanda Rosa Pérez Morales

El ámbito político, o del activismo social, es fascinante. Haces un video, escribes un manifiesto o una carta abierta, o alguien sube un video donde te etiquetan. Siempre pidiendo ayuda, claro; siempre molesto, claro; siempre sufriendo contestatariamente, claro. Hay que llegar al corazón digital de los demás.


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