Este es un texto que habla sobre maldiciones y gaviotas. Y también habla sobre una conferencia que debo dar en cuatro horas, aproximadamente.
O más bien: este texto habla sobre aquello que quisiera contar durante mi charla y no podré, debido a que mi charla es académica, mi charla es intelectual, mi charla es de filosofía, mi charla es civilizada. En la civilización no caben las maldiciones, no caben los embrujos, no cabe todo lo asociado al pensamiento tribal. Y esto es un pensamiento tribal.
Entonces, lunes, martes, miércoles, viernes, sábado y domingo, me dedico a ese mundo cuadrado e insípido donde la superstición no me abruma, y reservo los jueves para este estado catártico donde temo.
Donde yo, Amanda, temo.
Bueno, resulta que una amiga está pasando la cuarentena en su casa en Cadaqués. Después de tres meses de encierro e interacción con el mar, mi amiga se está volviendo loca. Como a veces me gusta jugar a ser psicóloga, hablé con ella y le recomendé el emblemático poema de Samuel Taylor Coleridge: “Balada del viejo marinero”, y la película El faro.
En ambos, las gaviotas juegan un papel fundamental.
En El faro, la historia gira alrededor de una maldición que los marineros le atribuyen a estas aves. A lo largo de las costas (parafraseo el filme), matar a una gaviota es sinónimo de mala suerte. El daño significa la precariedad de todo el lugar y la desgarradora muerte de quien cometa (o quienes cometan) el crimen.
El coronavirus o la maldición de las gaviotas – Amanda Rosa Pérez Morales.
Como era de esperar, uno de los protagonistas mata a una gaviota y, luego de delirar, muere picoteado.
Le recomendé el filme a mi amiga porque a ella le gustan las películas extremas, las películas que te hacen pensar.
Finalmente, ella la vio, ella se extremó, ella pensó.
A todas estas, la cuarentena se desintegra cada vez más, de forma tan acelerada como no se desintegra el virus, y mi amiga, mi tierna amiga, salió a pescar en su bote. Me cuenta que horas después, en el anzuelo, por casualidad, quedó atrapada una gaviota.
“¡Ay querida!”, le dije, “ahora quedarás maldita y no parará hasta matarte a picotazos y sacarte los ojos”.
Ella, con la prosa ya dubitativa, me respondió que la había ayudado, que al ver al ave atorada en el anzuelo, la agarró, la soltó y la dejó libre. Además, hizo un video para sus redes sociales y para mí, donde contaba cómo la salvaba. Así no quedaría ninguna duda de su acto heroico.
Como esto ocurrió el jueves pasado y yo me sentía mística, le comenté que no importaba cuánto la hubiese querido salvar, que el daño estaba hecho, que la gaviota, sí, había sido salvada, pero, ¿por qué?, ¿quién tiró el anzuelo?
Las gaviotas son rencorosas, tienen memoria, como las palomas; las gaviotas saben odiar, concluí, a la vez que me arrepentía de decírselo porque para una persona en su estado no era conveniente dicha plática. Pero al final, lo hecho, hecho está, y la consolé acotando que rezaría por ella para que nada malo pasara. Que todos en este mundo hemos anzuelado a una gaviota.
Rossi Braidotti habla de un zooproletariado. Este es un concepto que alude a cómo nosotros, los seres humanos, hemos creado una jerarquía utilitaria con los animales, haciendo que unos tengan más valor que otros en dependencia de nuestras necesidades. Una ternera vale más que un grillo y un perro o un gato valen más que un rinoceronte, a efectos utilitarios.
Hay animales que se bifurcan entre varios niveles de utilidad: un gato es compañía, pero un gato negro da mala suerte. Una cucaracha es un insecto nacido para ser matado, pero en China las utilizan para hacer medicamentos y para comer. Una gaviota, sobre todo, te arranca los ojos si te atreves a herirla. Y así…
Estando ahora inmersos en una pandemia, donde el tocar a alguien, besar a alguien, ver a alguien, se convierte en un daño; estando ahora inmersos en eso, el mundo se vuelve una película sobre gaviotas. Gaviotas locas buscando a quién desgarrar a picotazos.
Le expuse esta reflexión a mi amiga, intentando que se calmara un poco y que no tuviera miedo de salir de nuevo al mar en su botecito. Incluso le expuse el tema del zooproletariado de forma teórica (como lo abordaré en mi conferencia), para que viera que al final estamos condenados a la muerte sí o sí, porque de cualquier forma algún daño hemos hecho.
“Piensa en la brujería”, le dije, “hasta con eso estamos ya condenados. Porque si a alguien no le gusta lo que dije o lo que hice, me va a tirar un embrujo africano, o español, o haitiano, o cubano, o balcánico, y ahí mismo me voy a quedar. No obstante, si tu gaviota siente que la quisiste ayudar, que el anzuelo fue un error, quizás te perdone y no le avisará a las otras que te tienen que matar”.
Entonces ahí va mi amiga, día tras día al mar, a ver si la encuentra y le da comida o algo, para que el ave advierta que ella es su amiga, que no quiso dañarla. Que ella es buena.
Pero, ¿cómo distingues a una gaviota entre las tantas que están siempre rondando en la playa? ¿De qué forma se puede saber a cuál dañaste, si solo la viste unos minutos?
Lunes, martes, miércoles, viernes, sábado y domingo pienso que no le va a pasar nada, que todo esto es pura tontería, que la existencia, para nosotros, es un estado habitual civilizatorio, marcado por la búsqueda de la precisión científica.
Pero los jueves, los jueves como hoy, no le digo nada y pienso, muy profundamente, que está jodida.
Bien jodida.
Pesadilla
Que me alcancen en mi pesadilla simboliza que correr es por gusto, que hay cuarentena y no voy a salir hasta que todo esto pase. “El sueño es una realización de deseos”, dice La interpretación de los sueños. Freud se pone de pinga. Voy a hacerme dos panes con aceite y a oír Popy & La Moda. Que son dos formas de salir corriendo.