La muerte de una perra

Hace una semana vi a una perra morir. Más bien, la murieron. No murieron a la perra para matarla, sino para que muriera sin ser matada. La perra tenía un cáncer mamario que le convirtió los pezones en grandes fresas podridas.

Le pusieron la anestesia. La perra que murieron se recostó tranquila entre la hierba altísima, tan altísima que si ese lugar hubiese sido otro lugar, un alacrán o una serpiente venenosa hubiesen atacado a la perra. Entonces, a la perra no la hubiesen muerto, sino que la hubiese matado un alacrán o una serpiente venenosa. 

Pero hace una semana no pasó esto. La perra solamente se echó entre la hierba altísima. Nos miró a todos mientras jadeaba y se durmió. 

Al ponerle el medicamento para que la murieran, la perra tuvo sus primeras convulsiones. Vomitó sangre. Nunca supe de dónde salía esa sangre de la perra. Tampoco supe si esa sangre era la sangre que sueltan los perros cuando los mueren, o si esa sangre era sangre que se quería escapar del cuerpo de esa perra que iban a morir. Fueron tres buches de sangre que se escurrieron en la hierba altísima donde, en algún mundo posible, habría un alacrán o habría una serpiente que hubieran cambiado la forma en la cual esa perra se iba a ir de este mundo. 

Porque, en cualquier caso, la perra se iba a morir.

Le pusieron otra dosis a la perra que iban a morir. La barriga de la perra que iban a morir se contrajo varias veces y luego volvió a estar suave la barriga de la perra que iban a morir. Esas contracciones espantaron a las moscas que ya, permanentemente, rondaban sus tetas de fresas grandes podridas. Durante un rato estuvo en el mismo estado hasta que le pusieron la última dosis a la perra que iban a morir. Y ahí descubrieron que la perra que iban a morir tenía el corazón del lado derecho. Incluso, ante un final, el descubrimiento prevalece.

La voltearon suavemente. La voltearon en una vuelta llena de ternura. La voltearon en la dulzura. La voltearon. Entonces sí vino la última dosis. Sus dueños la acariciaron, uno por uno. La miraron mezclando alegría y tristeza porque no la mató un cáncer que la estaba pudriendo, sino que la murieron en la hierba alta. Pero finalmente es la muerte. Y la muerte siempre duele.

Murió.

Entre dos cargaron a la perra que murieron y la colocaron suavemente dentro de un hueco que habían previamente cavado. Le espolvorearon encima un kilogramo de cal. Le pusimos flores de lavanda. Flores y flores de lavanda. Agarraron la pala con la que habían hecho el hueco y el pico con el que habían hecho el hueco. Fueron tapando el cuerpo de la perra que murieron. Todos respiraron profundamente. Imagino que tenían los ojos llorosos. Imagino, porque no vi el rostro de ninguno. Nadie vio el rostro de nadie. En esos momentos, mirar a alguien es violar a alguien.

A los pocos minutos ya nos vimos las caras. No pude observar si había lágrimas. El sol estaba más fuerte. La luz se me metía en los ojos. Hacía mucho calor. 

Los dueños de la perra que murieron le pagaron al veterinario. El veterinario recibió el dinero y a continuación guardó la aguja y la jeringa y los frascos de medicamentos que ocupó con la perra que murieron. Los metió en una bolsa de plástico y esa bolsa de plástico la metió en una caja de plástico. Todos se dieron las gracias, no el pésame. Hablaron algo relacionado con un taxi.  

El veterinario se fue. Luego se fueron los dueños, y yo con ellos. 

Se necesitaron entre 3.5 ml y 4.5 ml de medicamento para morir a una perra de treinta kilos.


© Imagen de portada: León McGregor.




delfín

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