La muerte lenta

Todos están muriendo menos yo. Sigo vivo aquí, a pesar de lo malo.

Tengo tremendo enganche a las pastillas. A cada rato tomo ranitidina o dos dipironas. Lo que tengo a mano. La dipirona para la jaqueca y la ranitidina para el estómago. No me duele ninguna de las dos cosas.

No sé por qué me tomo las pastillas. No me hacen sentir mejor ni nada. Sigo con ese dolor permanente en la cervical y sigo con mareo. Y sigo despertándome temprano sin ganas de despertarme.

Ya una vez me enganché al clordiazepóxido. Me tomaba uno todas las mañanas y salía ligerito, bañado en quimbombó, como se dice. El mundo me partía para arriba y me resbalaba. El clordiazepóxido era una armadura. Yo iba por ahí para allá en lo mío. Un carro podía chocar contra un poste, o podían robarle el bolso a una viejita, y yo sin reaccionar. Con mis audífonos. Metido en mí.

Hasta que en casa se dieron cuenta. Me escondieron los clordiazepóxidos. Y regresé a la vida. Ni vi que me estaba haciendo daño.

Ahora tengo estas pastillas suaves que no me sacan de ninguna parte. Son como cuando me dio por ver South Park, o como cuando la gente ve telenovelas.

Hace dos minutos, con las dipironas, cuando abrí este documento de Word, me puse a pensar que antes de todo esto me aliviaba escribiendo. Las cosas me dolían, me llenaban y las soltaba así, sin importarme cuántas palabras ni cuántos renglones.

Yo antes tenía una vida poética. Ya no. Ahora voy construyendo textos como edificios: una palabra tras otra. Ya no describo el reloj de cocina ni la luz que atraviesa los cristales. Ahora no estoy triste ni siento nada. Me aplasta la vida.

Cada mañana, cuando me levanto, espero que sea mi última mañana. Cuando me siento en el baño, cuando fumo, mientras me oxido, mientras me reviento, espero que sea la última vez que me siento en el baño, la última vez que fumo, la última vez que me oxido y me reviento.

En noches de insomnio he pensado en levantarme y dispararme una tanda de pastillas. Mi abuela las esconde por teleras en la gaveta. Miles de millones. Pienso en mí mismo cayendo muy rápido, la boca burbujeando, con espasmos. Pienso en lo que puede sentir mi cuerpo, y en que si quedo vivo me desgracio. Es peor caer vivo que caer muerto.

El dolor me da miedo. No he pensado ni en cortarme las venas ni en ahorcarme. No sé hacer un nudo ni agarrar un cuchillo. Y soy penquísimo.

Sin embargo, todos están muriendo. Hice una lista: Paco Prats, Leal, aquel periodista, el actor Pantera Negra, el otro músico, el otro y el otro. Murieron unos cuantos cuyos nombres todos conocen, y unos cuantos miles que nadie sabe. Murieron de todo. En el parto, de cáncer, de un balazo, raquíticos, de sed, de sobredosis. Murieron aburridos, viejos, jóvenes, en hospitales, con mucho futuro.

El otro día mi abuela regresó de la tienda con almendras. Ella cuenta el dinero y lo desmenuza entre lo necesario: el jabón y esas cosas. Este país la enseñó a revolcarse en la miseria y a estar feliz con eso, a que tener un poco más es malo y capitalista. Incluso desearlo. Pero ya tiene como 80 años y volvió de la tienda con almendras.

—¿Por qué compraste eso? —le pregunté.

—Porque me gusta, y cuando me muera no lo voy a comer más.

Pensé en todas las cosas que no he hecho y que quiero hacer. Y pensé que mi abuela sentía la muerte cerca.

Todos la sienten cerca, menos yo. Sigo vivo aquí, a pesar de lo malo.

Me aburrí de este texto y puse el último disco de Carlos Varela. Son las tres de la tarde y hay silencio a mi alrededor. Lo único que suena, ahora sí, es el reloj de cocina. La luz atraviesa el cristal de la ventana y se queda en la pared. Carlos Varela saca la tristeza de la guitarra. Tiene una teatralidad congénita, y melancolía. No sé si es un hombre depresivo, o si se mete pastillas. Pero me hace sentir bastante mal esa canción que se llama El grito mudo, donde una niña se ahorca en el baño.

Yo conocía a un hombre que se tiró del techo de un edificio. No aguantó más, no aguantó más, no aguantó más. Ni siquiera parecía un hombre triste. Se sentaba a conversar con nosotros todas las tardes y fumaba tabaco, tomaba ron, le gustaba la música; era un mulato medio musculoso que debe haber tenido buena suerte con las mujeres. Nadie pensó nunca que se fuera a tirar de un edificio. Pero lo hizo. Me enteré una tarde en ese café donde nos sentábamos. Asocié ese lugar con el suicidio y no fui nunca más.

Ahora soy el tipo que piensa en suicidarse. Despacio, como dije, con pastillas, pero poquitas. Dos o tres al día. Para morirme en unos cuantos años. Sé que no voy a acabar de morir nunca. Quiero decir, un día cercano. Al menos de esta forma.

No hay que darle vueltas al suicidio. Uno se despierta un día y lo hace y ya. Pero ese día no llega.

Dice Marcial: “Si no sabes qué hacer, muérete”.

Carlos Varela canta de amor.

Marcial: “Ya es tiempo de que publiques; ya debías estar muerto”.

El reloj de cocina, la luz en la ventana.

Marcial: “¿No es una locura esto de morir para no morir?”.

Cuando termine esto voy a tomarme par de dipironas.

Tenía que haber escrito un poema.




Jodorowsky y el último cigarro - Jesús Jank Curbelo

Jodorowsky y el último cigarro

Jesús Jank Curbelo

Yo llevaba meses fumando mucho. Prendía un cigarro antes de levantarme, otro con el café, otro después de cepillarme los dientes y otro al vestirme, y así, a cualquier hora. Me escondía para bajarme el nasobuco y fumar en la calle sin que me viera la policía. A veces, en las colas, fumaba con el nasobuco puesto.