Hay algo que me inquieta mucho, y son las personas que se dedican a la crítica literaria o la crítica de arte. Simplemente, no los comprendo. Y no es que no los comprenda, sino que no los entiendo. Y no es que no los entienda, la verdad es que me molestan.
Entonces, recapitulo: hay algo que me molesta, y son las personas que se dedican a la crítica literaria o de arte.
Me gustan los memes literarios, o los memes artísticos. Me muero de risa y los comparto en mis redes. El otro día vi uno donde preguntaban: ¿en qué se parecen los filósofos, los niños de cuatro años y los Back Street Boys? Respuesta: en que todos se preguntan “Tell me why?”
Eso me dio mucha risa. Lo compartí. A los demás les dio mucha risa. Lo compartieron. Todos reímos digitalmente.
Fue un momento agradable.
Yo he escrito algo de crítica literaria y también de crítica artística. Siempre lo he hecho por hacer un favor, o porque me van a pagar, o porque estoy bajoneada conmigo misma. El otro día hice la descripción estética de dieciséis fotógrafos que jamás en mi vida había visto. Quien me lo pidió, me envió entre una y tres fotos de cada uno, y a partir de ahí yo armé la historia. Fue fácil. Solo tuve que pensar en cómo unir palabras que sonaran bien, que interpelaran y que fueran difíciles de comprender.
La gente en el arte utiliza conceptos que no entiende y que yo sí entiendo, no porque sea inteligente, sino porque llevo quince años estudiando filosofía.
Me guste o no, he tenido que aprenderme de memoria y meterle cabeza a términos como libertad, cuerpo, a priori, expresión, percepción, experiencia, subjetividad, trascendental, metafísica, configuración, fronteras… Si no lo hacía, reprobaba o sacaba mala calificación.
Yo me sentía mal y hasta tenía pesadillas si malinterpretaba un concepto de un filósofo. Había (hay) veces en que sueño que me están regañando, preguntándome quién soy yo para interpretar lo que él (o ella) dijo. Que ellos escribieron bien claro sobre el asunto para que yo ahora estuviera cambiando significados o utilizándolos al azar. Que para eso, mejor que yo misma inventara mis categorías, y ya está.
Me parece justo el regaño que me hacen en sueños.
Cuando escribía sobre esos dieciséis fotógrafos, me inventaba cada babosada que imagino moldeará (quizás) el criterio de algunas personas que tendrán ese catálogo en sus manos. Lo cual me parece una falta de respeto. Yo no soy nadie para estar opinando sobre la obra de los demás.
En filosofía, en ciencias, en sociología, etc., es más acertado hacer crítica, porque se está dialogando con conceptos, con situaciones específicas, con reglas que hay que seguir y que hay que cumplir. Estas carreras (por nombrar algunas) se remiten a coaccionar conceptualmente el devenir del pensamiento y de la ciencia. Pero el arte y la literatura no hacen nada de eso. Simplemente uno escribe, y ya. O uno pinta, y ya. O uno toma una foto, y ya. Son corrientes fluctuantes de experiencias. Nadie tiene derecho a desnudarlas conceptualmente delante de los otros.
También han escrito sobre mí. Nunca estoy totalmente de acuerdo con lo que dicen. Hay momentos en los que me inquieto, porque me da la impresión de que me quieren psicoanalizar, o me quieren juzgar, o quieren hacerme creer que soy una maravilla.
Aburrido.
Lo mismo deben sentir los textos.
Los textos existen. Sienten. También se inquietan por hablar tanto sobre ellos.
De la única forma que dejo pasar todo ese balbuceo insoportable de los críticos, es cuando pienso que lo hacen porque necesitan llamar la atención a través del trabajo de otro. Siempre imagino a pensadores que respeto mucho y que también lo hicieron, porque estaban necesitados de dinero, o contentos de hacerle un favor a un amigo, o necesitados de subir su ego.
No se me ocurre nada bueno, entonces escribo una crítica. Destrozo o ensalzo al autor o al artista y, de paso, cuelo las ideas incipientes que quizás desarrollaré después en un texto serio; o ideas que, sin más, siento que no tendrán ninguna trascendencia, pero está chido que la gente las conozca. Que la gente perciba que intento pensar. Que intento hacer algo o ser alguien en la vida.
¡Uf!
En Cuba, particularmente, concluyo que el fenómeno insular (geográfico y mental) bajo el cual nos construimos hace que, sí o sí, queramos llamar la atención.
Porque nunca llamamos la atención. No le interesamos al mundo. Entonces, nos aferramos a una discusión de arte, o literaria, para ver si así alguien nos lee y dice: ¡Vaya, mira qué bonito piensa! ¡Logró algo! O cuando menos, aspiramos a llegar a algún lugar en La Habana (dígase galerías, dígase presentación de un libro) y que la gente nos salude porque leyeron las mil cosas que escribimos criticando (para bien o para mal) el trabajo de otro.
Hablo específicamente de Cuba (y lo que es Cuba fuera de Cuba) porque es mi nación y es de lo que, supuestamente, me corresponde hablar. Además, no sé si es porque escribo para revistas cubano-americanas, pero ahora me salen cientos de publicaciones de compatriotas (en la Isla o fuera) que reproducen los mismos balbuceos que solo otros dañados, con el ego fracturado, van a leer.
Qué mal.
Al final, nadie los lee.
Muchas veces intento pasarles a mis colegas no cubanos todos esos textos, todas esas discusiones y, obviando una que otra, la respuesta casi siempre es la misma: no entiendo nada, pero suena tonto. Ahí siempre intento defender un poco a mis compatriotas, pero al final los argumentos de los demás les ganan a los míos, y sé que eso ocurre porque, en el fondo, yo estoy de acuerdo con ellos.
Pero, volvemos al inicio: ¿quién soy yo para criticar lo que critica un crítico?
Nadie.
Esto no solo es un fenómeno de Cuba, claro está. Esto es un fenómeno mundial que responde a la necesidad que tenemos de pertenecer a algo, a un grupito, de estar en un ambiente. Pero para eso, creo yo, estaría más padre si nos uniéramos a una secta ecosexual o de sacrificios humanos. Sería más entretenido, y sí haríamos lazos fuertes con el otro, porque si tú te coges a una planta o matas a alguien junto a otra persona, crearán un vínculo inquebrantable que puede afianzarse en el amor o en el odio, pero que al final se afianza en algo.
Miren a Bataille con Acéphale. Él quería que los de la secta cortaran cabezas o se ofrecieran a que se la cortaran. No funcionó, pero ninguno de los integrantes olvidó esas experiencias, esas decisiones, esa negación al acto mortuorio que pasaron juntos.
Pienso de nuevo en las redes y en los algoritmos de los que ya les hablé una vez (cuando Facebook me sugirió ver un video de un delfín), y que hacen mis plataformas digitales tan insoportables. Yo quisiera escapar de ellos. Aunque no los lea, aunque no los siga, continúan apareciendo y me hacen sentir como alguien forzado a ser parte de algo. De algo que no le gusta. De algo que lo avergüenza en lo más íntimo de su ser.
A mí no me gusta tener amigos ni socializar tanto; me gusta menos que menos pertenecer a un grupo de gente, y menos que menos, pertenecer de manera indeseada a un grupo de personas a los que les salen artículos relacionado con ese tipo de crítica.
A mí me gusta que me salgan memes, o que me salgan libros, o que me salgan las fotos de los fotógrafos que tuve que encapsular en una serie de criterios formales y estéticos que ni ellos mismos saben qué son. Eso interpela más.
A lo sumo, me gusta expresar lo que siento en un momento y contexto determinado.
La crítica literaria o artística no expresa lo que siente.
La crítica literaria o artística es una puñalada o una sutura, mediada por un montón de intereses no dichos, que estaría mejor que se expresaran directamente en el texto.
“Por escribir toda esta sarta de palabras me van a pagar bien, o voy a tener más amigos, o me voy a hacer famoso. Dicho esto, comenzaré”: así deberían empezar todos los textos de crítica literaria o artística.
Por lo menos, serían más entretenidos.
Podrían innovar inventando frases iniciales referentes a sus intereses.
Podrían crear universos con esa frase.
Podrían enseñar marketing.
Después de esto, quizás pensarán que yo podría estar dentro de un grupo de gente conflictiva. O de gente a la que no le gusta nada. O de gente amargada. Sí, de gente amargada. Puede ser, pero es que me desespero ante tal cantidad de aburridos juicios culturales sobre el otro.
Ya saben que fácilmente me da ansiedad. Que por eso tomo pastillas de Valeriana.
Dentro de poco escribiré una pequeña crítica al libro de poesía de un amigo a quien estimo mucho. Ya veré si me pagan, o por lo menos voy a intentar que mi amigo disfrute lo que argumentaré sobre su obra. O, en última instancia, lo escribiré en esos días en que siento que mi vida es una mierda.
Nada más. O dinero, o agradecimiento fraternal, o terapia nutricional al ego.
Esta columna, por ejemplo, me la van a pagar.
Las embarazadas indigestas
Yo, Amanda, que he sido un feto y que también tengo la posibilidad de tener un feto dentro, relaciono esa tocadera constante de la panza con circular con medio codillo de cerdo grasoso y especiado. Todo tiene sentido, le dije, tener un hijo es como tener un estreñimiento que dura nueve meses. Piénsalo.