Con 19 años ya yo quería ser como Pierre Woodman, un francés cincuentón que hace películas porno con chiquillas. En realidad, lo que hace son castings: les pregunta cuarenta boberías y después se las folla. Profesionalmente.
—¿Cómo te llamas?
—Amber.
—Enséñame tu ID —lo muestra en cámara: tiene 18 y es una ternura con risa pícara—. ¿Te gusta el sexo?
Ella se desnuda, él la filma completa. Diez minutos después la mata a golpes. Le da tan duro que le deja marcas. Amber goza. Se transforma en una loca sexual. Una hora en eso. Él se viene y ella se va despacio al baño, moviendo las nalgas; esas nalgas que son joyas del baile, la lírica del tacto, dos poemas.
Todos esos videos son iguales.
El caso es que Pierre Woodman ha iniciado a cuatro o cinco amores de mi vida. Lana Rhoades, Eva Berger, Misha Cross, Carolina Abril. Actrices que no están en el reguero de mi carpeta X, sino ordenadas en carpetas aparte. Creo que incluso inició a Silvia Saint a principios de los 2000, no estoy seguro.
Yo, que a los 19 me parecía a él, panzón y calvo, también quería iniciar a actrices porno. Pero para montar La filosofía en el tocador, una orgía teatral del Marqués de Sade: cinco o seis personajes haciendo de todo en el escenario, con el pretexto de enseñar a Eugenia, una chiquilla cándida como una monja, más tierna que Amber.
—¡Oh, por delante no! Me haría mucho daño —dice Eugenia en la obra—. Por detrás cuanto queráis.
Así de tierna.
Bueno, yo andaba mal de la cabeza. Reescribí el guion en quince minutos. Le cambié el título por Las más putas son las más finas. Era la misma historia, modernizada. Donde decía “pardiez” puse “cojones”, donde decía “franceses” puse “cubanos”, y punto final.
Dejé las muelas largas que escribió Sade entre un palo y otro. Para justificar el argumento y para que los actores cogieran un break, porque no puse entreactos ni había dinero para merienda ni para nada. Sin aquellas muelas, la obra era hora y pico de sexo en strike.
Así, por ejemplo, después de una tanda de sexo anal, el personaje de Eugenia se dirige al público y cita a Rousseau: “Satisfecha la necesidad, los dos sexos ya no se reconocían, y el hijo no era nada para la madre tan pronto como podía prescindir de ella”.
Dos ademanes y pa’ arriba del lío.
Hablé con mi primo, que es un perverso. Le ofrecí un personaje y le pedí ayuda con la producción. Pegamos anuncios y repartimos flyers: “Se solicitan actores y actrices para obra de teatro independiente”. Montamos el casting en la sala de su casa. Pensé: para ser como Sade, primero tengo que ser como Woodman.
Los actores aparecieron rápido. Pero las chiquillas que se presentaban eran como maticas de dormidera: se cerraban de tocarlas.
Consideramos filmar cada casting, por si a alguna se le ocurría acusarnos de violación. Este video, les decíamos, no será publicado. Y firmábamos un contrato redactado por mi primo (es un perverso con dos dedos de frente).
—¿Cómo te llamas? —preguntaba yo. Mostraba los carnés en cámara—. ¿Te gusta el sexo?
En cuanto mi primo se desnudaba, salían corriendo.
Hay que tener en cuenta que todo esto era teatro puro. Profesional. Hay que tener en cuenta que necesitaba buenas actuaciones. Y lo que dice Carolina Abril: “Las prostitutas venden sexo; nosotros vendemos una imagen y un producto”.
Me empecé a preguntar de dónde Woodman sacaba aquellas locas.
—Hay que buscar money —me dijo mi primo, y al otro día se apareció con 200 CUC. Había vendido el PlayStation.
Pegamos anuncios y repartimos flyers: “Se solicitan actrices para obra de teatro independiente. Pagamos bien”.
Apareció una temba especial para el papel de la Señora de Saint-Ange. Se había pasado la vida actuando. Pero estaba embarazada. Le preguntamos si no había bateo con la barriga, y dijo que ninguno. El casting fue incómodo. Pensé que había que aligerar un poco las posturas que indica Sade: unos nudos incomodísimos.
Como dos días después, se presentó la mulata más linda del mundo. Con trenzas largas y nalgas como el Kilimanjaro, que desbordan espacios y paralizan tiempos. Se desnudó. Mi primo hizo lo suyo y yo hice lo mío, a partir del libreto. Ella era la indicada. Ella era Eugenia.
—Ensayamos dos veces y estrenamos —dijo mi primo.
—Ah, ¿sí? —le dije—. ¿dónde?
—En mi casa.
Mi primo vive solo desde que su madre se fue de misión a no sé qué país. Me pareció perfecto. Quedamos en que la entrada sería gratis. Imprimimos carteles y los pegamos en las mejores paredes del Vedado. Mi primo consiguió unas cuantas sillas. Cupieron bien.
En el primer ensayo, cuando íbamos por la mitad del libreto, muertos de cansancio y muertos de contentos, tocaron a la puerta. Era un cincuentón calvo igualito a Woodman. Se sentó a mirarnos. Hacía dos minutos que habíamos hecho un trío con Eugenia; estábamos semidesnudos en el escenario y yo (quiero decir, mi personaje) le decía a la Señora de Saint-Ange algo sobre un panfleto que había comprado esa misma mañana. Según el guion, mi primo (su personaje) debía leerlo en voz alta. El doble de Woodman se reclinó en la silla, puso atención. Entonces mi primo gritó:
—Vengo a ofrecer grandes ideas. Las escucharán, serán pensadas. Si no todas agradan, al menos algunas quedarán. Así habré contribuido al progreso y quedaré satisfecho. —Aquí puso un especial histrionismo—. Cubanos, ¡un esfuerzo más si quieren ser republicanos!
Candela. Woodman se levantó, tiró la silla y gritó:
—¿Quién está al frente de todo esto?
Fui a hablar con él. Estaba muy alterado.
—¡Contrarrevolución! —gritó.
—No, no. Estamos haciendo una obra de teatro.
—¿Con qué permiso?
—Bueno, con ninguno.
—¿Ustedes son del CNAE?
—¿De la qué?
—Consejo Nacional de Artes Escénicas.
—No sé qué es eso.
—¡Contrarrevolución!
—No, no, señor, es teatro. Mire el guion.
Se leyó un par de páginas.
—¡Contrarrevolución y pornografía!
Me dio por reírme.
El tipo dijo algo de un tal Decreto Ley 349. Y aquí estoy, recogiendo los carteles. Y vendiendo el PlayStation en Revolico, a ver si salgo de la clase multa que tengo que pagar.
Los críticos y su terapia nutricional al ego
La crítica literaria o artística no expresa lo que siente. La crítica literaria o artística es una puñalada o una sutura, mediada por un montón de intereses no dichos, que estaría mejor que se expresaran directamente en el texto. Por lo menos, serían más entretenidos. Podrían enseñar marketing.