Era 1993; como Cuba, el pastor Alberto creyó iba morir de una enfermedad repentina. En medio del reposo absoluto abrió la caja donde su esposa guardaba las cartas que cruzaron en la juventud. Halló un par de poemas y otras muchas palabras útiles apenas para ambos.
Releyó también los detallados relatos que enviaba desde las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), donde la Revolución internó a miles de religiosos, homosexuales, aburguesados, quienes buscaban abandonar el país por cuestiones políticas o de reunificación familiar, otros considerados con alto potencial delictivo y una larga lista de categorías que el Estado socialista miraba con desconfianza.
En vez de armas les dieron instrumentos agrícolas por los tres años de Servicio Militar Obligatorio (SMO). Decenas de vagones, entre 1965 y 1968, cargaron hasta las extensas llanuras cañeras de Camagüey brazos de toda Cuba en los dos llamados UMAP que hubo. Más de doce horas de trabajo, humillaciones, torturas. Todo eso recordó Alberto cuando sintió que iba a morir.
Dos años antes de su enfermedad la URSS había caído, y las iglesias evangélicas de Cuba empezaron a llenarse. Pensó entonces que la nueva ola de fieles debía conocer el precio de ser cristiano. Y empezó a escribir, décadas después de lo sucedido, como los discípulos las memorias de Jesús. Escribirlo todo.
A inicios de 1965 una docena de alumnos del Seminario Teológico Bautista en el barrio Santo Suárez, anduvo las calles adoquinadas de la vieja Habana hasta el Castillo de la Real Fuerza. En el portón, un militar tomó las citaciones para el Servicio Militar Obligatorio (SMO), instituido en 1963. Leyó la primera: Alberto I. González Muñoz. Lo escaneó con la mirada.
—Está citado por Lacra Social.
—¿Lacra Social? —se pregunta hoy Alberto en la sala de su casa—¿Sabría él qué significaba aquello?
Ernesto Ruano, otro de los seminaristas, buscó confundido los ojos de Alberto. Alguien chilló:
—¿Qué se cree esta gente para catalogarnos así?
—Debe haber un error. Cuando comprueben que somos seminaristas nos borran de las listas. Y ya —apaciguó Alberto. Todo se le hacía tan absurdo que no le daba demasiada importancia. En la entrevista dejó claro que estudiaban para ser pastores. Salieron del Castillo creyendo que todo había terminado. Olvidaron. Tanto que, cuando recibieron una nueva y definitoria citación para el SMO, nunca la vincularon con aquel día en el departamento de Lacra Social.
“Debido al enfoque marxista-leninista que la Revolución estaba implantando, era evidente que el gobierno no tenía interés de tener religiosos en las Fuerzas Armadas”, reflexionará Alberto, años después.
En el Seminario, donde estaban becados, participó en el culto de despedida para quienes habían sido llamados. Miró, desde la altura del edificio, la ciudad iluminada, y antes que saliera el sol tomó un ómnibus hasta el número 67 de la calle María Auxiliadora.
Un militar chequeaba las citaciones con los nombres en un gran libro. Llegado su turno, Alberto se irguió, indiscreto, y notó que, junto a su nombre, la causa del reclutamiento rezaba “Bautista”.
“Fue un alivio, al menos sabíamos por qué estábamos allí”. Para los cristianos, es motivo de orgullo sufrir por su fe. El Apóstol Pedro anunció, dos mil años atrás, que muchos los llamarían malhechores a causa de ello. Pero, en verdad, nadie quiere sufrir. Ni el más radical creyente.
Pasaron tres horas de pie, con la prohibición de sentarse, hasta que llegaron camiones. Les urgieron a montar. Atravesaron la ciudad hasta la Estación Central de Ferrocarriles. Arribaban, de otras direcciones, vehículos con más jóvenes. Los descargaban en el patio y los forzaron a entrar a más de veinte vagones. “Soldados con armas largas vigilaban la operación”. Arrancaron. “Se nos obligaba a cerrar las ventanillas cuando el tren disminuía la velocidad —narra Alberto—o atravesaba algún pueblo”, también cuando daban paso a otro tren en sentido contrario, a veces por un tiempo que el calor y la incertidumbre eternizaban. ¿Adónde nos llevan? ¿Moriremos? Los seminaristas, sentados juntos, apenas pronunciaron palabra.
Cerca de la ciudad de Santa Clara, los guardias repartieron cajas con lo que sería el único alimento del viaje. Sobre las 11 p.m. atravesaron Ciego de Ávila. La línea del tren cruzaba la ciudad a unos cien metros de casa de la novia de Alberto. Miriam, que lo imaginaba iniciando su SMO en alguna unidad habanera, no sabía que el lamento ferroso que se colaba en su cuarto llevaba a su prometido.
En la ciudad de Camagüey el tren tomó rumbo norte y siguió hasta que, a las 3 a.m., dejó su carga temblorosa en el Central Lugareño. El frío quiebrahuesos de la sabana abrazó a los reclutas en el estadio de béisbol del poblado mientras milicianos armados confirmaban nombres y los separaban en grupos de 120. Se les había dado estrictas instrucciones de llevar solo la ropa con que iban y algunos artículos de aseo personal. Nadie pensó en un abrigo. Abrigo del otro sería el prójimo, cuando volvieron a apretujarlos como sardinas, pero en camiones.
Tras horas a la intemperie llegarían al campamento Las Marías. Alberto, aún esperanzado con que su condición de cristiano pudiera sacarlo de allí, le espetó a un oficial:
—¡Aquí hay un error en alguna parte!
—¿Por qué?
—Porque aquí todo el mundo no es igual, ¿no lo ve?
—Pues yo los veo a todos iguales, ¡camine y no estorbe más en la fila!
—Nosotros somos cristianos y nos han tomado por delincuentes —gritó Alberto ya mirando hacia atrás—. ¡Esto es una injusticia!
—¡Arriba! ¡Entre y no hable más basura!
El empujón del militar lo hizo acabar en el suelo.
Otro seminarista, justo detrás suyo, le ayudó a incorporarse, y le dijo en un murmullo:
—Estate tranquilo, que puede ser peor.
El pastor sexagenario que es Alberto hoy objeta al joven que fue:
“Con apenas 22 años, confieso que padecía cierta farisaica complacencia por ser un joven cristiano y llevar lo que se denominaba ‘una vida honorable’. Mis ojos no fueron capaces de ver entonces que la situación era cruel e injusta no solamente para los cristianos. Lo era para todos los que estábamos allí, independientemente de la conducta de cada cual. ¿Cómo pretender reeducar a un ser humano si no se le respeta y asume como tal? Aunque fuere delincuente, no se puede ayudar a alguien que se trate con desprecio, maltrato, discriminación, amenazas, y se le agreda injustamente”.
Viajaron casi 20 horas, porque el Socialismo no los quería o necesitaba como eran; debían ser reeducados. El discurso de bienvenida aquella madrugada fue clarificador:
—Ustedes están aquí por tener una conducta errada ante la sociedad. Hoy entran a esta unidad, pero no se sabe si algún día saldrán.
***
En julio de 2015 la revista Temaspublicaba “La hora de las UMAP: Notas para un tema de investigación”, de Rafael Hernández. Pocas veces que un texto académico se viralizaría como ese en las redes sociales.
Siguiendo el aislamiento, la radicalización ideológica y el terrorismo contra la Revolución en la segunda mitad de los 60, el politólogo certifica que “las UMAP respondieron a una política trazada” dentro de la creación del SMO. Su intención era, dice Hernández, “aliviar la presión sobre las Fuerzas Armadas”.
El mismo año en que abrían las UMAP (1965) acababa la guerra civil en el Escambray, suceso que dejaba cientos de oficiales y dirigentes del ejército desmovilizados. Su próxima misión, expresa el ensayista, sería sumarse a “planes de desarrollo”, agrícolas, por ejemplo. Hacían falta cincuenta mil obreros en los llanos de Camagüey; pero al final, “apenas el 5 %” de los militares aceptó vivir allá trabajando permanentemente.
Fracasados los esfuerzos por aumentar la producción agrícola repoblando zonas rurales, desde La Habana estimaron que más de setenta campamentos en la sabana camagüeyana podrían resolver el déficit.
Y crean las UMAP. Veinticinco mil hombres pasaron por ellas cortando caña o recogiendo papas, a un costo bajísimo para el Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias: unos 5 millones y medio de pesos (pagando a razón de 7 pesos mensuales a cada joven por los 2 años y 7 meses que duraron las UMAP).
¿A quiénes se movilizaría hacia esas zonas tan fértiles como aisladas? Una nota de 1966 ponderaba el trabajo como la actividad capaz de humanizar. Entonces, ¿quiénes eran los deshumanizados?
Hernández aduce que las UMAP se sustentaban en el principio del trabajo físico duro como “virtud moral, que contribuía a inculcar disciplina, modestia, fuerza de espíritu, eliminaba ‘blandenguerías burguesas’, y educaba a los citadinos en principios de responsabilidad y abnegación propios de una cultura campesina”.
Una semana después que se publicara el texto de Temas, el intelectual exiliado Félix Luis Viera reaccionó con un artículo en la revista Cubaencuentro.
Si Hernández citaba que el grupo de mayor concentración en el primer llamado era de personas con antecedentes penales o considerados predelincuentes, Viera ripostaba que era incierto y hablaba de la mayoría como “hombres decentes, incluidos religiosos de diversas filiaciones, campesinos nobles”.
Viera fue parte de ese primer grupo. Sus vivencias en las unidades vibran en El ciervo herido, novela publicada al irse a México, donde sus pulmones lucharían contra la altura y el smog. Al tiempo se mudó a Miami, la capital cubana en el extranjero.
Alberto, desde Cuba, también escribió,tal vez sabiendo que algunos le llamarían injurioso.
Los Testigos de Jehová se negaban, por su fe, a usar cualquier vestimenta militar. Entonces, a la fuerza, los dejaron en ropa interior y “así los obligaron a mantenerse al sol y al sereno, sin agua ni comida”.
—¡Ahí van a estar hasta que decidan ponerse el uniforme o se mueran! —vociferó un oficial—. Hay que aprender a respetar a la Revolución.
“Estuvieron a la intemperie hasta que fueron cayendo uno a uno. Soldados armados impedían que alguien se les acercara a darles alimento”. Cuando los 120 movilizados en el campamento ya dormían hacinados en el piso de tierra de la barraca, Alberto hablaba con Dios: ¿cuál era su propósito? ¿Cosas así en mi país?
A otro recluta lo tendieron de los tobillos. Los soldados lo descolgaban hasta que quedaba hundido en una cloaca. Alberto no olvida el rostro satisfecho del oficial al frente de tal empresa cuando sacaban al joven desesperado por tomar aire. En unas antiguas letrinas del campamento, usadas como calabozo, un militar disfrutaba lanzando cubos de agua en las gélidas madrugadas a sus inquilinos desnudos.
El padre de Alberto, militante comunista, viajó de Cárdenas a Las Marías en cuanto pudo. Llegó blandiendo un ejemplar del diario Granma. Por ahí había conformado su visión de qué eran y cómo se vivía en las UMAP. Intentó convencer a su hijo de que era normal lo que allí ocurría. Discutieron.
Leyendo la prensa epocal, millones de cubanos permanecían anestesiados en torno al verdadero significado de aquellas siglas:
“Las Unidades Militares de Ayuda a la Producción se crearona iniciativa de varios cuadros militares de la provincia de Camagüey. El nombre fue sugerido por el comandante Fidel Castro.
Es uno de los tres tipos de Ejército con que hoy en día cuenta el pueblo cubano para defenderse de las agresiones enemigas y para desarrollar más y más su economía […]: Regular, Estudiantil o Becario (donde se encuentran aquellos muchachos que estando estudiando, siguen su Servicio Militar Obligatorio. En estos casos se les aumenta uno o dos años más a sus estudios regulares), y la UMAP.
[…] no es un lugar de castigo, allí los jóvenes que ingresan no son mirados con desprecio, al contrario, son bien recibidos. Están sujetos a una disciplina militar. Son bien tratados y se procura la manera de ayudarlos a que superen su actitud, a que cambien, a que aprendan, se trata de convertirlos en hombres útiles a la sociedad. (Gerardo Rodríguez: “UMAP: forja de ciudadanos útiles a la sociedad”, en El Mundo, 14 de abril 1966).
El 14 de abril de 1966 en el diario Granma se lee:
“Al frente de la UMAP fue situado el comandante Ernesto Casillas, miembro del Comité Central del Partido. Casillas es un viejo combatiente de la Sierra Maestra y del Segundo Frente Oriental Frank País, hombre de carácter, pero de grandes condiciones humanas, ha sido un factor de mucha importancia en el desarrollo de esta organización en los cinco meses que lleva creada”. (Luis Báez: “Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP)”, en Granma, 14 de abril de 1966).
Una incongruencia salta a la vista en torno a la prensa de la época. Rafael Hernández asevera que los cuadros de mando de las UMAP “debían pasar un curso de preparación, el primero de los cuales se graduó el 16 de octubre de 1965”. Fe de ello da también Alberto, quien trabó amistad con oficiales que le comentaron lo mismo. La prensa mintió o le mintieron a la prensa: las UMAP no fueron el producto de una idea de un grupo de militares en noviembre, como señaló un reportaje publicado en El Mundo, sino un hecho fríamente meditado.
***
Además de lacra social y un brazo más en la zafra, Alberto fue en las UMAP rotulista, normador, ordenador de papeles para los planificadores, computador, y pasó por nueve traslados durante dos años y medio. Se negó a alterar los resultados de los cortes cuando se lo exigieron, vivió los habituales robos dentro de las barracas, trabajó por más de doce horas en el campo, especialmente en noches de luna llena.
Conoció a reclutas malos y buenos, a militares malos y no tanto. Quiso contarlo todo, porque la vida no es blanco y negro. Y porque sintió que Dios le acompañó.
Un día, cerca de la unidad, pasó un haitiano que vivía por allí. Lo llamaron. El negro lo pensó, pero fue. Averiguaron el nombre del sitio.
—Las Marías… —dijo y señaló hacia lados opuestos—;Sola queda allá y el Central Senado allá.
Los muchachos le preguntaron si podía ir por la cerca, a la misma hora, el día siguiente, para que echara unas cartas al correo. El temor se respiraba: a los vecinos les dijeron que quienes estaban en las UMAP eran delincuentes y contrarrevolucionarios; a los internos les prohibieron acercarse a las cercas. Pero allí se vieron. El haitiano recogió las cartas, caminó cinco kilómetros hasta Sola, y los familiares las recibieron.
Antes de marcharse, un joven le preguntó cómo se llamaba.
—Tiempo —dijo y se perdió en el cañaveral.
A las 5 a.m., en ropa interior, los 120 eran sacados al intenso frío fuera de las barracas. Hacían gimnasia matutina, corrían luego una distancia de varios kilómetros, y los llevaban a trabajar dentro de la unidad. A la hora del baño a veces eran arreados a un río cercano, y el agua se hacía un espumarajo de sarros y sudores entre los cuerpos desnudos. Tarde, faroles alimentados con petróleo permitían que los seminaristas se vieran las caras mientras esperaban el conteo nocturno. Y así, al otro día.
Aquellas noches heladas, juntos para que no huyera el calor, los bautistas cantaban los mismos himnos que en el coro del Seminario. Alberto se tiraba en la hierba a mirar las estrellas. Le daban fuerza los cantos. A medida que el año acababa, entonaban villancicos. Para su sorpresa, en la Nochebuena hubo congrí, tamales, yuca, lechuga, turrones de Jijona y Alicante, y cerdo asado en abundancia.
“Después hubo fiesta, música y rumba por todos lados. Cualquier cajón era una tumbadora. Cuando los que festejaban se cansaron, nosotros volvimos a cantar todos los himnos de Navidad”.
Uno de los reclutas más conflictivos se acercó. También lo hizo un teniente que había llegado recientemente a la unidad; al ver al individuo le dijo:
—No me digas que tú eres de la religión de esos muchachos, porque ellos son diferentes a ti.
El recluta echó una carcajada y contestó:
—Yo no pierdo tiempo en eso.
—Pues yo quisiera que aquí todos fueran como ellos.
Resulta que ese oficial, simpatizante de los cristianos, precisamente por ello terminó trasladado a otra unidad. Otros militares ayudaron a Alberto a recibir visitas cuando no estaba permitido, a evitarle trabajos en el campo.
Rubén Deulofeu, un bautista que llegó de traslado como sanitario a Las Marías no vivió tales contemplaciones: fue llevado al campo aunque padecía una enfermedad en las rodillas. Gracias a los esfuerzos del corte acabó en el quirófano.
Dentro de aquel período gris, los seminaristas empezaron a formular una intención inaudita: casarse con sus novias. A Alberto le parecía un aliciente. Lo propuso a Miriam y aceptó. En cuanto tuvo su primer pase, casi a medio año de confinamiento en una remota zona de Camagüey, juró en una iglesita avileña que honraría a su esposa. Hasta hoy lo ha cumplido.
En las UMAP también sintió la marginación por ser creyente. Los Políticos, o reeducadores de las unidades, aun cuando los bautistas eran los mejores reclutas, según comentarios de los mismos oficiales, no consideraron a ninguno para ascenderlo a Cabo de escuadra frente a los jóvenes del próximo llamado.
Solo uno, Ernesto Ruano, sería designado como tal, y a Alberto se le cayó el cielo. Ernesto y él eran los mejores amigos, y la designación implicaba que se separarían al retornar del pase. A Alberto le preocupaba su amigo, que atravesaba una crisis espiritual a partir de que el suegro prohibiera su boda.
Dentro de los campamentos, Alberto también experimentaría un cambio. Uno mayor que la calvicie incipiente o las cuarenta libras perdidas en los primeros seis meses. También él vivió su crisis espiritual. Olvidó a su Dios, se alejó de los muchachos con los que había llegado, todo bajo un manto de frustración y soberbia que mucho le costó superar.
Esa y otras historias salieron de una imprenta en La Habana en el libro Dios no entra en mi oficina, luego de ser rechazado, “por falta de interés”, por la casa Bautista de Publicaciones de Texas. Las siete ediciones que van del volumen se agotan en nada. Es, posiblemente, el best sellerde los libros testimoniales del siglo XXI cubano. Quizá su éxito radique en que escapa del maniqueísmo, y trasciende lo político para convertirse en una historia sobre la amargura de vivir una injusticia.
Una alta funcionaria del Comité Central del Partido Comunista dudó, en un principio, de la franqueza con que Alberto había escrito algunas partes del libro. Dijo que no había oído sobre los horrores de las UMAP. Al final, quizá, le dio credibilidad porque Alberto también se sincera y reconoce sus caídas. Muy bajito, por supuesto, la funcionaria le dijo que ese libro debieran leerlo todos los cuadros del Gobierno.
“Los errores, cuando son reconocidos —escribió Alberto—, nos recuerdan nuestra vulnerabilidad; y nos ayudan a ser más sensatos y justos”.
***
—Eso es falso, se habla de eso como un Campo de concentración —dice Kiko Oliveira que, mientras gesticula, el reloj metálico le baila—; no entiendo por qué, con tantos años que han pasado, se quiere hablar de ese tema.
Dice que algunos amigos suyos fueron a las UMAP y “era algo normal: ellos para las UMAP y yo para el SMO”. El grupo de amigos al que se refiere tenía entre sus actividades favoritas las siguientes: 1) sentarse en parques de la ciudad a meterse con las muchachitas, 2) pasarse discos, entonces prohibidos, de Los Beatles. Eso, entre las 6 p.m. y las 4 a.m.; normal.
—¿De qué color era el vestuario de los presos civiles en esa época?
—Como una mezclilla azul.
—¿Y cómo era el uniforme UMAP?
—Pantalón y gorra de mezclillas, de azules diferentes el pantalón y la camisa.
De todos modos, Kiko señala que los maltratos dependían de cada jefe. Que “hay jefes hijoeputas, y otros muy buenas personas”.
—Las UMAP fue la solución del sistema para utilizar a esas personas que no estaban aptas o no eran confiables para empuñar un arma, porque podían tomarla para otras cosas.
A los 14 años Kiko entró a la primera escuela de maestros militares, en Camagüey. Ocho meses antes de la terminar el curso, Raúl Castro lanzó una circular de que quienes tuvieran menos de 18 años no podían graduarse. Debían darse de baja y esperar su llamado al Servicio Militar Obligatorio.
En 1965 reclutaron en Camagüey mil doscientos jóvenes. Una gran parte iba para la capital como parte de los diferentes anillos defensivos de La Habana, que iban desde Matanzas, hasta las inmediaciones de la Plaza de la Revolución.
A Kiko lo llamaron, y a los seis meses antes de entrar a la Previa (período de preparación que en los primeros llamados duraba tres meses y actualmente entre 40 y 45 días, en los que el recluta aprende las artes básicas militares como marchar, armar y desarmar un fusil, defensa personal, etc., y recibe adoctrinamiento político),ya sabía para qué unidad lo iban a mandar, a diferencia de quienes iban a las UMAP. Pero por su altura estudiantil (tenía octavo grado) lo dejan en el Comité Militar de Camagüey.
Entre finales de 1967 e inicios de 1968, se ofrece para dar clases a un grupo de reclutas UMAP en Guru Guru, más allá del Central Lugareño, al norte de Camagüey. Daba clases de Historia, Matemática y Español. En la plantilla aparecía como sargento.
—Una vez un recluta, no recuerdo de qué religión, empezó a sabotearme la clase de Historia con versos bíblicos. Eso me cayó mal —narra Kiko que, según su propio decir, leía a Martí y la Bibliadesde niño.
Miró al alumno y le recordó, como un librazo:
—Al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. Y ahora, estás bajo el César.
Hacia 1968 al César de la caña le quedaba poco tiempo. A las afueras de la ciudad de Camagüey, un monolito recuerda la Operación Mambí (el único monumento relacionado con las UMAP). Así se denominó el proceso de desarticulación de las UMAP, y de inicio de la Columna Juvenil del Centenario (CJC), quepoco tiempo después se convertiría en el Ejército Juvenil del Trabajo, brazo productivo de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Una nueva forma de movilización que usaría los mismos albergues, los mismos machetes y cortaría la misma caña que los UMAP, pero con un cambio cardinal:
—Mandarán a los campos a jóvenes militantes —cuenta Kiko y se peina el pelo recién cortado al estilo militar—. ¡Para que se acabara la jodedera de que eran religiosos, que estaban obligados!
La estructura “militar” de la CJC, según Rafael Hernández, llevó “a los cañaverales de Camagüey a decenas de miles de voluntarios de la enseñanza media y la UJC, y se convertiría en el contingente más productivo del país. El cambio de mandos entre oficiales de las FAR y jefes de la Columna, asevera Kiko, se hacía como parte de largas jornadas productivas, en los mismos campos.
En las UMAP la oficialidad mascullaba del fin de las unidades. Había llegado el rumor hasta Alberto. Los días finales “ya el rigor no era el mismo y la vida era mucho más llevadera”.
El 29 de junio de 1968, mandaron a detener el corte. Era una orden de desmovilización total. Hubo sombreros al aire y el metal de los machetes sonó uno contra otro. Abrazos. Se formaban grupos compactos de hombres que “gritaban, cantaban, reían y lloraban como niños”. Alberto también recuerda que hasta los jefes se contagiaron con la alegría.
“Jamás entierro alguno ha provocado tanto gozo”.
***
—¿Oigo?
—Hola, ¿es Alberto?
—Sí, ¿quién habla?
—Usted no me conoce, pero acabo de leer su libro. Gracias por escribirlo todo para que no se olvide. Yo era una niña y recuerdo todo lo que cuenta: la vez que los llevaron a Senado a marchar como si fueran un circo, y lo que nos decían de ustedes, que eran peligros y contrarrevolucionarios.
—¿Hola? ¿Alberto? ¿Me escucha?
—Sí, sí, la escucho. Es que me emociona lo que dice… Muchas gracias por llamar.
—No, gracias a usted.
—¿Puede repetirme su nombre?
—Le habla Isabel Santos.
***
Raúl Barrera también vibró con la Revolución. Hubo un llamado para movilizar maestros hacia zonas rurales, dejó su casa en Florencia, Ciego de Ávila, y en 1965 acabó como Inspector de Educación en Lugareño. Allá supo de las UMAP, porque conoció a un joven internado. Su nombre era Ernesto Ruano.
—Divergíamos, porque si alguien cree, como Marx, que la religión es el opio de los pueblos, ese soy yo —dice y me buscan sus ojos tras gruesos cristales—. Mira que tú estás haciendo una investigación extraña.
—¿No vienen muchos preguntando por las UMAP?
—Es que a nadie le gusta estar sacando los malos recuerdos. La gente, en vez de salir formada, salía deformada. Si juntas mucha gente mala, lo que harás será volverlos peores.
La amistad que hizo con Ruano, viéndolo cada semana cuando era mensajero de su campamento, se convirtió en simpatía mientras notaba que, de a poco, ya no hablaba tanto de Dios, compartían charlas como las que tenían con otros conocidos y, finalmente, se buscó una mujer en Camagüey.
Raúl se mudó a Minas, y no supo más de “Ernesto, el ex cristiano”. En el portal de su casa ajusta los huesos septuagenarios a un sillón de metal mientras un hilo de vida recorre el pueblo. El antiguo Central Senado, con dos torretas truncas de cabilla afuera, retumba al paso de ocasionales potrancos y los aún más raros motores. Llegar a Las Marías o a Laguna Grande desde ahí levanta las cejas de los campesinos. Me miran incrédulos: apenas pasa una guagua militar hacia la cayería norte en dos momentos muy precisos del día. Luego, solo el polvo toma ese rumbo.
Raúl tose. Padece una extraña enfermedad de la sangre, pero tiene una memoria admirable. En 1990 la Asamblea Municipal del Poder Popular lo nombró historiador del municipio Minas, pero para Raúl no es oficial, en tanto no recibe un salario por ello.
Su designación llegó como parte de un plan nacional para escribir las historias locales y emplear los materiales resultantes en los planes de estudio primarios de cada territorio. Junto a otros maestros, fundamentalmente, trabajó a partir de una metodología enviada por las autoridades provinciales, que definía aspectos a abordar en la Historia de Minas. Las UMAP no estaban entre ellos.
—Yo fui el encargado de escribir Aborígenes, Colonia y Revolución hasta 1975 —se esfuerza Raúl—, y creo haberlas mencionado someramente.
A la luz de los años le parece un error no haber hablado de eso “como lo amerita”. Al terminar la investigación y redacción del documento final, el equipo fue desmembrado, cada quien volvió a su vida y las UMAP al olvido.
En 2011 Mariela Castro, directora del Centro Nacional de Educación Sexual e hija de Raúl Castro, comunicaba al ensayista Abel Sierra sobre una investigación en marcha acerca de las UMAP. Hasta hoy no ha aparecido resultado alguno de esa pesquisa.
Hace meses que leo, pregunto, escucho, apunto, googleo, voy, regreso. Una noche suena mi teléfono. Lo levanto. Una voz, al otro lado, me pide que le pase datos sobre las UMAP. Es un joven escritor que supo, por alguna vía, de mi búsqueda. Está, dice, escribiendo una novela.
Hay gente que reconstruye la memoria de los suyos. Otros que se reúnen para exorcizar el pasado. ¿Qué ocurriría si coinciden hoy en un mismo salón un soldado y un oficial UMAP? Quizá eso se preguntóelPastor Raimundo García cuando reunió en el Centro Cristiano de Reflexión y Diálogo de Cárdenas algunos movilizados en esas unidades, entre ellos a uno de los que custodiaba a los reclutas.
El encuentro de noviembre de 2015 llevaba un nombre optimista: “A cincuenta años de las UMAP, en busca de una memoria positiva”. Alberto, uno de los invitados, reencontró a su amigo Ernesto Ruano.
—Él no volvió a la iglesia, pero mantiene a su modo la fe.
Albertollevó uno de los pocos ejemplares sobrevivientes de su libro, Dios no entra en mi oficina, y Raimundo le adelantó sobre una empresa similar en la que trabajaba: publicar su diario durante las UMAP (cosa que hizo, pero una edición pequeñísima que acabó entre gente más o menos cercana). A Alberto le pareció útil, porque ambos libros enfocan el asunto desde perspectivas distintas y “narra experiencias que no viví en las unidades donde estuve o que conocí”, dice.
Para cerrar la reunión, y curarnos las dudas, Alberto se llega hasta el ex oficial UMAP. Y loabraza.
Una de las víctimas de las UMAP, una lacra social, es el principal llamador a la reconciliación. Es una palabra que Alberto no ha dicho ni ha escrito. Pero que se esparce en cada línea y minuto de nuestra charla. Es paradójico que el cristianismo, como ideología que la Revolución denostaba, sea la apoyatura para esa reconciliación.
El odio es entendible. Pero es bastante inútil para rehacer un país.
Por aquellas unidades pasaron varios de los futuros líderes de la religiosidad cubana: el Cardenal de La Habana, Jaime Ortega; el Obispo de la Iglesia Metodista de Cuba, Joel Ajo; el director del Seminario Bautista, Hermes Soto.
—La “reeducación” no funcionó —dice Alberto, que hace un tiempo entregó, luego de décadas, la Presidencia de la Convención Bautista Occidental—, lo que sí hubo fue un éxodo de creyentes.
Desde Estados Unidos, estando de visita, Alberto contestó un e-mailmío cuando terminé de leer su libro:
“Bueno, Yoe, cumplí con mi propia conciencia y con mi deuda para con el Señor al escribirlo. Lo que dices de que es definitorio para la memoria de la nación me lo han comentado, mayoritariamente, no cristianos. Me pregunto cómo sería si algún día el libro pudiera llegar a un público mayor dentro del país. Quisiera verlo, lo confieso, y cada vez me va quedando menos tiempo para disfrutar en vida si algo semejante ocurriera”.
***
Por años, tras el licenciamiento, Alberto tuvo la misma pesadilla: tiritando sobre un camión, de noche, llegaba a Las Marías. “¡Ya estuve aquí! ¡Por qué me traen de nuevo!”. Aterrada por los alaridos, Miriam le ayudaba a dormir.
La escritura del libro lo hizo volver a todo eso que ya había superado, “pero para alcanzar una perspectiva más clara de qué significó la UMAP en mi vida”, dice. En 1995 alzó el teléfono, marcó un número de Camagüey, y pidió a Ernesto Ruano que gestionara un jeeppara el viaje con él y su hijo en busca de Las Marías.
—¿De verdad no quieres acompañarme?
—Recuerdo bien todo aquello y no necesito volver a verlo —se despidió Miriam.
Junto al dueño del automóvil, un cristiano de la ciudad camagüeyana, la expedición reeditó el recorrido original. De la capital provincial a la estación de ferrocarril del antiguo Central Lugareño, luego al estadio de béisbol donde los concentraron antes de repartirlos a las unidades.
Ahí, bajo el techo quebradizo, conversaron un rato con unos paisanos. El hijo de Alberto preguntó por las UMAP, los dos ancianos y la mujer cambiaron el semblante. Hablaban de que ahí se maltrató gente, que había delincuentes, pero no todos lo eran. Uno de los hombres reconoció a Ernesto.
—Yo llevaba carne al campamento La Reforma, tú estabas allí.
Alberto volvió al jeepesperando: había treinta años entre las UMAP y ese instante, y la gente no olvidaba. La maquinaria de propaganda revolucionaria había asegurado por todos los medios que los UMAP eran descarriados en monasterios reeducativos, y la gente lo dudaba.
La memoria, esta clase de memoria, en Cuba es una rebeldía, y crece, sin embargo, con el ímpetu del romerillo. Como aquellos misteriosos graffitisque aparecieron en paredes de El Vedado a inicios de 2016: dos rombos rojos y el centro, en cada uno, los acrónimos SMO y UMAP.
No hacía nada malo al escribir sobre su experiencia, se dijo Alberto. Cuando empezó a sacar sus primeros artículos sobre el tema en La Voz Bautista, los mismos que fueron la génesis del libro Dios no entra en mi oficina, hubo quien cuestionó la decisión:
—¿A qué viene ahora que, después de tantos años, se empiece a hablar de eso?
—Porque la Historia suele escribirse, precisamente, después de muchos años —respondería Alberto.
Por una carretera que atraviesa el norte camagüeyano, se convenció de que debía mostrar en su libro que los errores humanos son tan posibles como comunes y que es mejor encararlos a enterrarlos. El libro no busca el odio; huye del maniqueísmo. En cada suceso hay toda clase de matices y personas. Empezó como un ejercicio de sanación personal. Ahora pretende sanar a toda una nación.
El chofer vadeaba los charcos del camino a Las Marías ese día de 1995. Cuenta Alberto que, sin saberlo, el auto los dejo en el mismo lugar que lo hicieron los camiones del ejército al amanecer del 27 de noviembre de 1965. “Pero no hubo gritos —escribirá—ni soldados que nos empujaran para bajar”.
Enmudecieron. Dejó el jeep. Dio una vuelta buscando el campamento. Delante de él solo había un extenso hierbazal de dos metros de altura. Eso. Como si no hubiera ocurrido allí más que la calma de la brisa. Como si el pasado de ellos lo hubiesen borrado.
El intelectual exiliado Héctor Santiago contó que al cumplir con su llamado destruyeron su carné de las UMAP, y que los campamentos en que estuvo (Sola y uno en Florida) fueron dinamitados “y los arrasaron con excavadoras, para que no quedaran marcas de esa infamia”.
En el bien documentado archivo web de Versiones taquigráficas del Consejo de Estado, el discurso de Fidel Castro en la graduación de oficiales UMAP ha sido eliminado.
Nadie. Nunca. Nada.
—Dios me permitió llegar a Las Marías —asegura Alberto—, para demostrarme que el mal y la injusticia jamás prevalecerán.
Caminaron un poco. Vieron entre la maleza unas ruinas. Ernesto y Alberto las identificaron: eran las antiguas letrinas, usadas como calabozo, donde un oficial disfrutaba lanzando cubos de agua en las gélidas madrugadas a sus inquilinos desnudos.
Lo único en pie era el lugar de las torturas. Aunque anulen el espacio, la afrenta permanece.