Es el cumpleaños 97 de Fidel Castro Ruz.
Durante las primeras décadas de la Revolución Cubana, su máximo líder no tenía ni cumpleaños. Como comandante en jefe de un país militarizado, sobre el cual mandaba a imagen y semejanza de un campamento castrense, Fidel encarnaba no solo al soltero que había desposado a la Patria, sino también al monje célibe, al intelectual insomne, y al ciudadano soldado.
De esa magna madera están hechas todas las utopías. Se trata de un material que combustiona sin dejar cenizas. La fibra de esa fidelidad constitucional se quema, como el Ave Fénix, únicamente para regenerarse en una intemporalidad per saecula saeculorum.
Mientras Fidel no cumpliera años, el hegémono podía habitar confiado al borde mismo de la inmortalidad insular. Semejante estado de eternidad nos arrastraba al amable abismo de la parálisis en tanto nación.
En la Cuba castrista, estábamos seguros de que el universo entero era estable. La historia había culminado en las tribunas y tribunales de La Habana revolucionaria. Bajo el Estado paternalista, estábamos no tanto en una cárcel como en un claustrofóbico hogar.
Pensar el envejecimiento de Fidel llegó a ser la peor herejía. Osar imaginarlo muerto era garantía de que primero moriría quien se hubiera atrevido a ese exceso de imaginación. De hecho, Fidel nos sobrevivió a los cubanos y, muy probablemente, sobrevivirá a la noción misma de cubanía.
Luego, durante las últimas décadas de la Revolución Cubana, acumulado horror suficiente como para disfrazarlo bajo la ridiculez de unos onomásticos de anciano, comenzaron a hacerse públicos los cumpleaños de Fidel.
Era inevitable entonces que el cadáver inminente del estadista apareciera rodeado de infancia. Se intentaba así que el oprobio de su longevidad se revirtiera en el milagro de una juventud perpetua.
Se aproxima ya el centenario de nuestro tan familiar ogro filantrópico. Hoy lo recuerdan los medios de la prensa secuestrada en la Isla y, sobre todo, la hinchada inercial de la izquierda internacional. La misma que era recibida en Cuba con todos los privilegios del poder, pero que incluso hoy no se anima a someterse al despotismo doméstico del Nouveau Régime caribeño.
Con el castrismo sin Castros se aproxima, también, el olvido de las jóvenes generaciones de cubanos. Al respecto, no deja de ser escalofriante comprobar que la mayoría de nuestro pueblo nunca lo oyó hablar en vivo. Ni siquiera durante una transmisión en vivo. El totalitarismo ha terminado como un guiñol de tristes títeres sin titiritero.
Quienes sufrimos o disfrutamos de la impertinente persistencia de la persona de Fidel, lo sufrimos o disfrutamos en vano. El paraíso o el patíbulo fueron por gusto. Son experiencias en pasado perfecto y, como tal, resultan ahora incomunicables.
Por ahí radica el secreto de la verdadera continuidad como vocablo vaciado de sentido en el poscastrismo global: no sabemos de qué estamos hablando, ni para qué, y mucho menos con quién.
Misión cumplida, comandante.
Felicidades, Fidel.
Mientras Cuba vota
Con este plebiscito de una ley que ya es ley aprobada oficialmente, el militariado local está haciendo una prueba de zafarrancho de combate electoral.