Tiempo atrás, cuando me llegó una invitación de mi amigo el poeta Omar Pérez para colaborar en la segunda parte de su proyecto Veneno, enfocado esta vez en los animales, me sentía en ese estado que en inglés llaman overwhelmed. Lo que en otro momento podía haber sido algo grato, en estas condiciones me representaba un esfuerzo extra que se sumaba a la agotadora y continua imposición de ser un animal: un animal que trabaja para pagar la guarida, el alimento, el agua, el combustible y todos esos “bienes” de los que no podemos prescindir, ni nosotros ni nuestras crías.
Ha sido la inesperada irrupción en el panorama mundial de “un microorganismo compuesto de material genético protegido por un envoltorio proteico”, lo que me ha permitido un impasse en el que ponerme en sintonía con aquel proyecto. El virus (y su efecto mediático) está haciendo estragos desde hace meses, pero seamos justos: este microorganismo, que necesita nuestras células para reproducirse, nos ha traído beneficios a algunos mortales.
No hablo de economía: hablo de sosiego, de permanencia en el hogar, de preparar con calma los alimentos, de dormir lo necesario, de pasar más tiempo con quienes amo; en fin, que agradezco estas semanas sabáticas a pesar de todo.
Y he aquí que de pronto estoy pensando en animales…
En la ciudad el tráfico ha descendido notablemente. En la calle de atrás del cementerio ya no veo, como era habitual, los cadáveres de las zarigüeyas aplastados contra el pavimento. En cambio, he podido escuchar el crujir de una de ellas masticando con avidez y sin interrupciones una cucaracha de jardín.
Yo no tengo jardín propio, pero en los últimos meses he estado muy cerca de uno y allí he podido constatar que la ciudad está llena de animales que salen en las noches, cuando los depredadores (léase humanos) duermen o se recogen.
En el jardín de Ramón pastan los héroes de dos, cuatro o más patas, animales que han sobrevivido a la jardinería extrema, la propensión humana a manejar demencialmente, a matar ardillas para evitar que se coman los mangos, en fin…
En este jardín he visto un conejo blanco, bonachón, que fue agasajado con trozos de coles y zanahorias. La noche también propicia el merodeo de los gatos (uno de los cuales acabó espantando a Conejo Blanco), de algún zorro furtivo de cola plateada, de una bella husky que entró como perra por su casa en dos noches distintas, bebió agua, saludó y se perdió.
Sinsontes que trasnochan, salamandras que engullen maripositas de luz, sapos que hubiesen resucitado al mismísimo Basho con un sonido que es casi un graznar, palomas torcazas que zurean al amanecer…
Todo esto ocurre en un barrio popular de Miami, en la frontera con la Pequeña Habana, muy cerca del boulevard donde se congregan esculturas, bustos y tarjas que pretenden reverenciar la memoria de una Cuba fallida pero añorada, postergada pero nunca olvidada.
En medio de ese paseo (ahora cerrado por esas cintas amarillas que hablan de peligro), según me indicó Ramón, está la ceiba que intervino la artista Ana Mendieta luego de regresar de su segundo viaje a Cuba, en 1981. La “obra” (recordemos que esta palabra sirve, además, a la Santería) es la silueta de un hombre dibujada con pelo humano.
El impasse de la pandemia me permite pensar en Ana Mendieta, en su búsqueda de fusión con la Naturaleza, en el préstamo de su cuerpo para activar rituales intuitivos de comunión cósmica.
Un brigadista de Alpha 66 nunca hubiese imaginado que lo mejor de la patria puede atesorarse en el corazón de una caverna.
Ana Mendieta hizo dos viajes a Cuba: en 1980 (justo el año en que sucede el éxodo de Mariel) y en 1981. Como un animal que marca el territorio, dejó su huella en un par de cuevas localizadas en las Escaleras de Jaruco; una de ellas se llama la Cueva del Águila. Estas esculturas rupestres eran representaciones de divinidades taínas, una cultura que la artista había estudiado con fruición.
En la cosmogonía de los taínos la vida humana nació en el interior de las cuevas, y los genitales femeninos fueron creados por un pájaro carpintero. Un pájaro que fue socavando, con su pico, hasta hacer aflorar el sexo de la mujer tal como es.
En las noches prepandemia, en este boulevard merodeaban travestis que seguramente desconocen la leyenda, pero que tal vez se hubiesen ahorrado algún recurso si un pájaro carpintero hubiese podido ayudarles a conseguir el milagro del cambio de sus genitales sin necesidad de quirófano.
Ya ven, el ensueño de mi pereza produce monstruos.
Muy cerca de este boulevard patriótico y su ceiba, encontramos el puesto de frutas y guarapo conocido como “Los Pinareños”. Hay pocos lugares en Miami tan genuinamente cubanos; y más que cubano debo decir “criollo”, porque no puedo pasar por alto su deje a campo y a bohío.
A Guillermina, la dueña, la conocí por casualidad comprando jengibre en un supermercado. Hablamos de las bondades del tubérculo, de ahí pasamos al berro y de ahí a la inevitable nostalgia. Salté de alegría cuando me dijo que había nacido y vivido hasta muy jovencita en las inmediaciones del Pan de Guajaibón. Lo describió como un lugar próspero; su padre trabajaba para un americano que tenía propiedades allí.
Le conté que esa montaña era un lugar muy querido para mí. Ella desconocía que en tiempo de los rusos hubo una base militar en su cima. Tampoco le hice saber de la miseria extrema que vi en las casas de algunos campesinos que malvivían allí.
Le comenté de la increíble frescura del río La Canilla, del silencio amable de sus cuevas, del majestuoso árbol de mamey que custodia una de las entradas de la Cueva de la Lechuza.
Callé que en una de esas cuevas vi, por primera y única vez en mi vida, a una lechuza blanca. Callé también que una vez, en el río, una rana saltó a mi nariz y caminé con ella muy despacio, para no espantarla, mientras unas lágrimas de emoción me corrían por el rostro. Creo que me confundió con un ser de naturaleza arbórea (sin dudas, la psilocibina era mi aliada involuntaria).
Visité a Guillermina un tiempo después, le llevé una foto del Pan, como me había pedido; tomé un jugo de futas sentada en una de las mecedoras del patio, con las gallinas correteando alrededor. Me sentí, como pocas veces acá, muy cerca de aquel terruño.
En estos días pasé por “Los Pinareños” y el lugar estaba cerrado, como casi todos los locales públicos de la ciudad.
Ante el recogimiento humano, se reporta que en muchos lugares del planeta hay animales recuperando el terreno perdido.
Leo un artículo en National Geographic:
“Con los humanos confinados, la naturaleza y los animales están regresando a sus espacios”.
“Pájaros cantando, jabalíes caminando por la ciudad y delfines de regreso a las costas”.
“Se vieron jabalíes en Barcelona y a un puma silvestre deambulando por las calles desiertas de Santiago de Chile”.
“Algunos pájaros dejan de cantar cuando hay ruido”.
“La desaparición de la cacofonía humana es beneficiosa para los animales en plena primavera en el hemisferio norte”.
Etcétera.
Lástima que todo esto sea solo una moratoria, que se atenuará a medida que vaya despareciendo el fenómeno viral.
Es primavera. Hace un par de días pudimos regocijarnos con la visión de la primera superluna del año; una gran luna llena, de apariencia rojiza. Recuerdo un haiku de Busson:
Qué luna:
el ladrón se
detiene a cantar.
Y mientras los animales recuperan el terreno perdido o robado, y los humanos nos debatimos entre el pánico y el recogimiento de la cuarentena, hay personas que se convierten en pájaros de mal agüero.
Anthony Fauci, máxima autoridad en enfermedades infecciosas en Estados Unidos desde hace casi dos décadas, ha declarado que después de esta pandemia deberíamos considerar el no estrecharnos las manos como rutina social. Ese saludo de cortesía que a los latinos, acostumbrados a besos y abrazos, nos parece una frialdad protocolar, ya está en entredicho.
Anthony Fauci, que alguna vez recibió de manos de un presidente norteamericano la Medalla de la Libertad, podrá ser un gran epidemiólogo, pero me parece un animal afectivamente retardado.
Parte de la salud, estimado señor, descansa en la manera en que nos relacionamos los seres humanos. ¿Tantos años de laboratorio ya le han hecho olvidar que el sistema inmune reacciona extraordinariamente bien a los efectos del contacto físico y la confianza, como sentimiento gregario que también es?
¿Acaso está cercano el día en que caminar con una rana prendida a la nariz resulte más verosímil que darle un abrazo a un semejante?
Me reconforta recordar que también somos animales, pero quiero pensar que no de los peores: esos donde la inteligencia suele convertirse en un aguijón emponzoñado.
Entre la desbandada y el no lugar
Después de veinticinco años sin poder salir a la luz, la editorial Bokeh publica A dónde, de Ramón Williams, novela que será presentada en Miami el próximo 12 de octubre. A propósito de esto, conversamos con su autor.