Una nación es un concepto que trasciende sus expresiones más materiales: geografía, política o etnia. Es, en esencia, una narrativa, un mito.
Resulta imposible pensar en un país que no lo incluya de manera explícita en su texto fundacional. Se pudiera decir que cualquiera de los posibles aludidos, a semejanza de la Biblia o el Corán, empieza por establecer el orden metafísico (lo descriptivo) antes de aterrizar en lo legal (prescriptivo).
El cuestionamiento de esa relación entre el orden cosmológico y el humano es tan antiguo como la filosofía occidental y se remonta a la crítica de los sofistas. La pregunta sobre si hay una relación entre ambas realidades, humana y cosmológica, lleva, si se es intelectualmente honesto, a una respuesta negativa.
Existe un punto de quiebre frente a cualquier esquema posible y es el libre albedrío. Las implicaciones de la mera idea de la libertad como praxis terminan por definir una ontología última que niega la necesidad de un ordenamiento de lo humano y lo vuelven un mero accidente.
Pareciera que lo que se plantea como un problema político termina deviniendo una cuestión esencialmente teológica. Bajo ese presupuesto, hablar de “derecho divino de los reyes”, “destino manifiesto” o “nación” termina por insertarse en el ámbito de la mera especulación metafísica.
En este contexto, la metafísica se refiere, sobre todo, a su sentido originario de “más allá de la física” porque superpone sobre la realidad —concreta, fáctica e infinitamente más rica— su estrecho marco.
No es que se puedan negar los hechos de una manera radical, tal cosa haría que esas disquisiciones fueran inoperantes, sino que se construye todo el andamiaje a partir de una arista. También la propia noción de “construir” devela una intencionalidad y, por lo demás, un proceso creativo. Entonces, el centro de la cuestión se desplaza desde el “qué” y el “cómo” hacia el “por qué”.
El nacionalismo cubano parte de una realidad geopolítica que le es propia ya que es, en la práctica, la única arista de la realidad desde la que puede generar un discurso. Lo etnológico resulta insuficiente por su propia naturaleza: el grueso de la población cubana se ha conformado a partir de la inmigración ya sea para mano de obra o por motivos de seguridad. Eso lleva a establecer multiplicidad de orígenes. Y aunque se puede hablar de un criterio cultural propio, este es culminación de un proceso y no principio suyo.
Si se habla de una “cultura cubana”, no se puede dejar de reconocer que hay una acumulación material y simbólica en un espacio geográfico en aislamiento relativo —lo que no implica que sea literal, sino que impide que se realicen la totalidad de otras condiciones en su propio ámbito.
Dicho de manera más concreta, se habla de un puesto comercial de avanzada que, por cuestiones meramente funcionales, adquirió una identidad política propia y, por otra seriede accidentes históricos, una identidad económica en el mapa de las luchas geopolíticas mundiales.
Ni la caña de azúcar era el único producto que salía de Cuba ni la metrópolis española estaba en la obligación de generar una identidad jurídica específica. Pero eso fue generando un discurso identitario y lo que iba quedando era la realización de esa contingencia.
La idea de la “plaza sitiada” no es algo que surge de la nada, sin dudas. El contexto geopolítico en sí mismo lo genera. Pero la contradicción se hace evidente. Se parte de una intencionalidad contrahegemónica para insertarse en un mundo dominado; se asume una identidad radicalmente aislante para buscar crearse una comunidad.
Esto no es único en el panorama de la modernidad. En mayor o menor medida, es la historia de todas las potencias emergentes no occidentales que, con mayor o menor éxito, han buscado un reconocimiento de la comunidad internacional, lo que implica, a su vez, una inserción en la geopolítica del sistema mundo.
Pudiera decirse que el éxito de dicha empresa —con excepciones puntuales— es inversamente proporcional al apego que se haga a esa identidad. Ni Rusia, ni Irán ni Corea del Norte han logrado una inserción real porque no están dispuestos a sacrificar su identidad política en función de ello. Claro, que si romántico —con dejes de cinismo e hipocresía— es creer en los valores de la democracia —con sus implicaciones de libre mercado y pluripartidismo—, igual lo es apostar por el heroísmo de potencias emergentes.
Superponer narrativas de opresión-en-abstracto a la realidad, a nivel de Estado-nación, no borra las opresiones reales que suceden. Lo que sí deja es, otra vez, un regusto de cinismo e hipocresía barnizado de romanticismo.
¿Cómo puede una plaza sitiada vencer? Sencillamente, no puede. Si se generara un sentimiento de comunidad genuino en el sufrimiento compartido, no tiene por qué sobrevivir a la normalización de la realidad. Menos todavía cuando sería un estado de violencia lo que se supone que lo genere. Lo que percibiría esa comunidad y lo que generaría ese sentir sería la inmediatez de la disciplina de la plaza.
La realidad de un cuartel o la de una sociedad acuartelada es siempre la de una subalteridad mayoritaria e, incluso, de la enajenación de subjetividad. Lo interesante es que también los Estados integrados son partícipes de esa lógica en cuanto unidades políticas autónomas. Basta una corriente migratoria o una crisis económica para que surja la paranoia y el atrincheramiento. Eso quizás lleve a la cuestión de ¿qué es lo amenazado? Y no se necesita un gran esfuerzo para ver en la naturaleza clasista del asunto.
En el plano de lo concreto y específico, el Estado cubano se refugia en un “bloqueo” que, si bien no deja de ser real, no recorre la totalidad de las problemáticas que suceden en Cuba. ¿Retirarlo va a solucionar la crisis de la economía cubana? De hecho, más bien pondría a un Estado en franca bancarrota en el ámbito de la economía como un competidor más.
Frente a unos Estados Unidos de América que aún tienen una movilidad económica arrolladora, y es el mercado natural de Cuba, sería cuestión de menos de una década antes de que toda la economía nacional estuviera en su poder sin un actor capaz de detener el daño ecológico y social; sin enfrentarse, otra vez, a un nuevo ciclo de aislamiento y sitio. Sería un “eterno retorno” no carente de ironía.
No es de extrañar que el capitalismo cubano adolezca de muchas de las contradicciones del Estado cubano. Mientras por un lado asume la necesidad —la naturalidad fatídica— de haber roto con un sistema-mundo injusto traducida en un aislamiento ontológico, por otro lado se pide el ingreso en ese mismo infierno abandonado, casi olvidando su propia naturaleza injusta.
La cuestión se resume al viejo dilema entre la libertad —por muy cuestionable que esta sea al utilizarla para referirse a un Estado— y la necesidad —que nuevamente aparece como categoría— que se establece al reconocerse como individuo en una comunidad. A nivel de praxis económica, se aceptan las reglas del juego solo en la medida en que favorecen.
La relación entre Estado y nación es, cuando mínimo, cuestionable, pero el caso cubano lo lleva al próximo nivel. La Revolución cubana es, sin lugar a duda, un hito fundacional en la narrativa nacional. De hecho, supera la condición de evento para convertirse en esencia de una identidad cultural.
Por eso va más allá de “yumas” viniendo a un parque temático socialista —administrada como cualquier otra atracción turística— o jóvenes reproduciendo consignas. Incluso supera las imágenes de una frontera llena de gente o de un 11 de julio. Cualquier cosa que podamos decir sobre Cuba —su pasado o futuro— se proyecta a partir de ese 1º de enero de 1959.
El Estado, en cuanto tal, se muestra a sí mismo como la cúspide de un proceso teleológico. Eso hace que las diferencias entre las tres instancias se hagan indistinguibles porque, necesariamente, las tres conforman un mismo proceso desde tres ámbitos distintos: espacial, político y cultural.
La idea de “nación” nos remite a una espacialidad, lo que conlleva una “racionalidad” o “política”, un “Estado” y, con ello, una manera de relacionarse con la realidad que pudiera ser la llamada “Revolución”. Lo económico, el capitalismo nacional, es, entonces, la manera en que ese ente tridimensional se inserta en el sistema mundo mientras, a su vez, asume y enajena las relaciones entre las partes que la compone.
Para el nacionalismo cubano, redimirse es cometer suicidio. Ese ha sido su sino histórico. La respuesta más inmediata de por qué sucede está en una fatalidad geográfica —algo que se asume tanto en esta postura como en sus antípodas—, pero también es la historia de una burguesía o clase dominante pretenciosa y engañada por su propia imagen en el espejo. Lo que va quedando de ella es un reflejo cada vez más deformado hasta el punto de creerse un proyecto nacional o un bastión de la resistencia contra lo que intentan encarnar.
No es de extrañar que los vínculos que los unen estén más determinados por lealtades políticas que por genuinos intereses económicos o por odios más que por proyecciones de futuro. El mundo que predican es insostenible. Nuevamente, la historia de Cuba quizás no sea la historia de su “libertad”, sino la de la infructuosa creación del orden en un espacio determinado por el salvajismo que, en este caso, se entiende como un orden más “natural” de cosas.
La cuestión central es cómo entender “Cuba” no como nación, sino como algo que supere las implicaciones del Estado nacional y todo lo que ello conlleva. Asumir una comunidad de intereses puede llevar a la lógica de la contraposición —con todo el vacío de contenido que le es connatural— y negarla nos hunde en la marea de devaneos políticos y en un eterno retorno (de lo mismo). Incluso, interpretar la historia lleva a preguntarnos por una indagación más originaria que la dada hasta ahora.