‘Shingeki no Kyojin’: La titanomaquia japonesa

La serie anime Shingeki no Kyojin (2013-2023), conocida en Occidente como Attack on TitanAtaque a los titanes o Ataque de los titanes —basada en el manga homónimo de Hajime Isayama— es un territorio de confluencia, síntesis y reformulación de campos cardinales de la ciencia ficción y del propio mundo de la historieta y la fílmica japonesas. 

Ucronía, steampunk, distopía, apocalipsis y posapocalipsis, ciencia ficción militar y biopunk configuran el paisaje geopolítico de alta complejidad sobre el que se estructura un replanteamiento orgánico del género mecha —los consabidos robots gigantes pilotados por uno o más operadores humanos—, a partir de la fusión del subgénero del kaijin —monstruos gigantes humanoides, a diferencia de los kaiju o monstruos zoomorfos estilo Gōjira (Godzilla)— con la más occidental mitología de los muertos vivientes o zombis.

En el anime, así como en el audiovisual todo, abundan los personajes que se transforman en seres gigantescos por diversas razones mágicas, genéticas o tecnológicas, agudamente parodiados por Hitoshi Matsumoto en la película Big Man Japan (Dai-Nipponjin, 2007). 

Resulta singular, no obstante, el monstruo “tripulado” por un humano del que emana o deriva. El piloto permanece íntegro, ubicado en una “cabina” localizada en la nuca de la criatura. Así se diferencian los titanes de Shingeki no Kyojin de sus homólogos y antecedentes kaijines. Pese a su estructura orgánica, recuerdan más a robots.

La mitología de la serie establece dos tipos principales de titanes. Los clasificados como “anormales” o “excéntricos”, que fueron originalmente personas, pero ya son incapaces recuperar su forma, conciencia y dimensiones prístinas. El humano correspondiente se encuentra aherrojado por siempre en el monstruo, como su centro nervioso y de escasa o nula racionalidad. Estos están más cerca de los kaijines y los zombis, por su conducta irracional y destructiva, por su apetito insaciable por la carne humana. 

Ucronía, steampunk, distopía, apocalipsis y posapocalipsis, ciencia ficción militar y biopunk.

El segundo y más escaso tipo son los titanes inteligentes, pilotados por humanos con plena consciencia y capacidad de decisión, quienes pueden salirse de los grandes cuerpos y generarlos a voluntad varias veces. Por estas características, están más cerca de los mechas, con sus poderes más complejos y específicos. 

En número de nueve, estos titanes son los apóstoles de un nuevo e ignoto credo del extraño dios que otorgó los poderes a la primera humana escogida cientos de años atrás, determinando así la desgracia de sus descendientes. El camino de espinas se abrió ante los nativos de la ficticia nación de Eldia, para que iniciaran el éxodo eterno hacia su perdición. Mucho más que cuarenta años de trashumancia y mucho más que un simple desierto les esperaba.  

Más allá de una zona donde convergen tantas vertientes de la ciencia ficción, la serie resulta un verdadero laboratorio de transmutaciones genéricas. Trasciende la mera referencialidad o el homenaje, y se aventura a proponer novedosas mitologías, bestiarios y hasta subgéneros aun por clasificar. Todo muy en consecuencia con la disposición esencial del manga y el anime nipón a la asimilación cultural de Occidente, cuyos signos, mitos, tópicos, fenómenos, personajes, son intensamente metabolizados en novedosas y auténticas propuestas con intenso “sabor” nacional(ista) —nunca dejan de nutrirse de la médula cultural japonesa, de sus angustias, obsesiones y demonios.

Shingeki no Kyojin está sobrepoblada de titanes, pero aparece más plagada y atormentada por miríadas de demonios, como lo del ultranacionalismo de letal aliento fascista que fomenta el complejo o síndrome del “pueblo elegido” por la decisión de algo trascendental e indescifrable, algo casi abstracto que puede ser simplificado a la noción de Dios, para declararse superior al resto del mundo. 

La historia llega a frisar con gran temeridad y riesgo el antisemitismo, pero termina elevándose sobre los maniqueísmos y la llaneza binaria para apuntar hacia discusiones más complejas sobre la sed de mal del mundo.

Mucho más que cuarenta años de trashumancia y mucho más que un simple desierto les esperaba.  

Puede decirse que los bombardeos atómicos de 1945 sobre Hiroshima y Nagasaki provocaron una profunda mutación en el alma japonesa. Selló numerosas centurias, períodos y eras de guerras civiles, pugnas sangrientas entre poderes que discutían la hegemonía sobre las tierras niponas. Los distintos tronos que se alzaron sobre parte de Japón o sobre toda su extensión, casi siempre estuvieron anegados en sangre. 

La contemplación del hongo atómico elevándose, más brillante que el sol naciente, produjo una epifanía antibelicista que puede identificarse en no pocos mangas y animes. Son manifiestos, ensayos o alegorías sobre lo absurdo de todas las guerras, sobre el vacío que yace en el centro de todas las conflagraciones violentas, sobre el incosteable saldo de vidas y almas que cobra. 

La empatía es el principal recurso empleado para demostrar que la guerra es el verdadero y único enemigo de todas las personas en pugna. Es muy común representar a los personajes y facciones antagónicos en toda su complejidad humana, en toda su capacidad de entender, amar, sacrificarse, aunque la colisión sea inevitable y termine con la vida de casi todos. La tragedia alcanza así sus cotas más altas.  

Las historias de grandes franquicias anime como Gundam (Gandamu) —iniciada en 1979, hasta el presente—, y la de la propia Shingeki no Kyojin, son grandes épicas de víctimas. No hay héroes, antihéroes o villanos, aunque una primera aproximación pueda discernirlos así. 

La maduración de los relatos a lo largo de los capítulos, arcos argumentales, OVAs y largometrajes, termina librando a los personajes de cualquier estereotipación, revela sus anatomías existenciales, en las que se entretejen con gordiana complejidad los miedos, miserias, sueños, frustraciones, ilusiones, compasiones, bondades y afectos.

El síndrome del “pueblo elegido” por la decisión de algo trascendental e indescifrable.

Estas producciones dificultan sobremanera cualquier facilista intención de afiliarse a un bando. Abogan contra la militancia ciega a favor de la consecuencia personal de los sujetos. La lealtad es enaltecida, pero cuando responde a uno mismo de una manera razonada, a despecho de cualquier instrumentación por parte de poderes que desprecian el valor de las vidas que solo ven como instrumentos de sus designios.

A la altura de la tercera parte de su cuarta temporada y final, Shingeki no Kyojin lleva estas intenciones hasta límites extremos. Durante las primeras tres entregas, las simpatías se inclinaban hacia el grupo del protagonista Eren Jaeger y sus amigos de la Legión de Reconocimiento, destacamento en constante brega contra las oleadas de titanes sin voluntad que asedian su realidad y contra los ataques coordinados de los monstruos conscientes. Este nuevo segmento, literalmente, pone bocarriba el modelo del mundo construido hasta el momento. 

El impacto de las revelaciones de la serie se equipara con el terrible descubrimiento que convierte a Uchu Senchi Baldios (Kazuyuki Hirokawa, 1981) —más conocido en Cuba como Yaltus— en una de las distopías más amargas jamás concebidas: los invasores provenientes de un planeta casi inhabitable del futuro que intentan colonizar la Tierra son los descendientes de sus enemigos; pues provienen de la misma Tierra, en pleno apocalipsis ecológico. 

Asimismo, pero de una manera más agriamente política y hasta cínica, se revela que, el posapocalipsis en que Eren sobrevive y usa su Titán de ataque —significado literal de Shingeki no Kyojin— contra la extinción definitiva de la humanidad remanente, no es tal. El mundo existe más allá de la isla Paradis, donde el pueblo de Eldia ha sido “contenido”, como en un gran gueto, por la capacidad congénita que poseen todos sus ciudadanos para convertirse en monstruos. Son los elegidos de una deidad cuyos designios permanecen encriptados.  

La realidad se invierte, los antagonistas se libran de las etiquetas de amigos y enemigos. Muchos no pueden evitar sus responsabilidades genocidas durante los continuados ataques previos a los eldianos para exterminarlos por órdenes de los líderes del resto de la Humanidad. Este genocidio “controlado”, con el fin de evitar que el poder de los titanes provoque un evento de extinción planetaria, recuerda sin mucha dificultad la propia decisión de lanzar las bombas atómicas sobre territorio japonés al final de la II Guerra Mundial. 

El vacío que yace en el centro de todas las conflagraciones violentas.

La revancha demencial de Eren —en posesión del descomunal Titán Fundador, máxima comunión con el ser que generó la mutación— contra el resto del mundo, por la suerte de apartheid en que mantuvieron a sus connacionales durante un siglo, recuerda los objetivos del III Reich de Hitler de “reivindicar” al pueblo alemán, largo tiempo despreciado por el resto de las naciones. 

La superioridad biológica de los Übermensch (superhombres) alemanes propugnada por el nazismo equivaldría a la capacidad de los eldianos de transformarse en unos gigantescos titanes, la gran mayoría, unos seres asexuados e irracionales que solo saben destruir todo a su paso. Tal superioridad es una falacia que esconde un proceso de inhumanización, en vez de la sublimación de la condición humana moral originalmente propuesta por Nietzsche con su concepto. La mera superioridad genética y física solo puede derivar en monstruosidades.

Por otro lado, la representación de los eldianos-titanes puede leerse de una manera más alegórica. Ante los ojos xenófobos de los habitantes del continente de Marley (¿una posible versión de Pangea?), los habitantes de Paradis no son humanos, como sucede con los insectos de Starship Troopers (Paul Verhoeven, 1998) o los abstractos “ángeles” de la serie ánime Neon Genesis Evangelion (Hideaki Anno, 1995). Otra vez, el fantasma de la intolerancia nazi recorre toda la historia, su sombra cubre todas sus regiones y bandos.

Para los marleyanos y demás naciones, los eldianos no están a la altura de su humanidad, son espantajos terribles que no merecen piedad ni compasión. No son el prójimo, no son semejantes, no son iguales. Son caricaturas pantagruélicas de humanos, más fáciles de odiar, segregar, torturar y exterminar. Su destrucción no es un genocidio, sino una limpieza, una desinfección, un saneamiento del planeta. Son puros errores de Dios, del Universo. Hay que rectificarlos, olvidarlos. 

La capacidad congénita que poseen todos sus ciudadanos para convertirse en monstruos.

Los titanes son la imagen que los pueblos se construyen del enemigo para hacer soportable su destrucción. Así, los esclavos africanos, los aborígenes norteamericanos, los armenios, los judíos, los tutsis ruandeses, los palestinos, y todos los pueblos que han sido masacrados y esclavizados, fueron más fáciles de someter y destruir por sus enemigos superiores. 

Los titanes también se asemejan a las grotescas caricaturas que la propaganda nazi diseñó para promover el odio hacia los judíos, representándolos como fantoches grotescos con alas de murciélago, narices descomunales, cornamentas, uñas largas y apetitos caníbales.

Shingeki no Kyojin es una gran épica, no solo sobre el rol de víctimas que juegan todos los seres humanos en una guerra, sino también sobre la intolerancia y la segregación. La razón duerme un sueño crónico durante los actos de discriminación y odio, y no cesa de parir monstruos. Engendra titanes, provoca el climático “retumbar” que desencadena Eren, cegado por la retorcida responsabilidad tras la que se emboza una venganza atávica. 

Miles de titanes colosales de 50 metros de altura marchan al unísono para barrer a su paso todo el mundo, con el poder y la efectividad de miles de bombas atómicas. Es la procesión final que purificará a la Tierra, modificará su faz y la dejará lista para ser solo habitada por el pueblo escogido que se revela tras un siglo de rechazo.

La muralla de titanes emparedados que los protegió de los ataques sistemáticos del mundo —que les envió durante décadas a sus propios compatriotas transmutados en titanes, otra de las grandes revelaciones de la temporada final— se convirtió en arma. El escudo mutó en espada. La resistencia se convirtió en venganza. El mal es pagado con mal. Ojo por ojo y lágrima por lágrima. 

El falso escenario posapocalíptico montado por el mundo para contener a los eldianos se derrumba ante el apocalipsis cierto. El mundo vive en una vigilia pesadillesca ante la reencarnación del desastre nuclear.



© Imagen de portada: Fotograma de ‘Shingeki no Kyojin’.





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Los hombres (y los partidos) mueren, Batman es inmortal

Antonio Enrique González Rojas

Batman es el superhéroe más bello de todos. Es el más triste, el más inútil, el más fallido, el más terrible. Es la definitiva encarnación de la impotencia y el fracaso glorioso ante los embates del mal humano.






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1 Comentario
  1. Genial, como sucede siempre que se trata de Antonio Enrique González. Aun así, me gustaría señalar un detallito en cuanto a la tipología de los titanes: según recuerdo, los «excéntricos» no son una clase per se, sino que son considerados la «facción» más violenta e imprevisible de lo que pudiéramos considerar titanes «estándar». Es decir, están los titanes «zombie», sin voluntad ni recuerdos de su vida anterior; dentro de estos, nos topamos con una gran mayoría que solo camina, cuando más trota, sin percatarse de lo que sucede a su alrededor; los «excéntricos», por su parte, serían la variante más «inquieta» y «avispada» de los titanes «zombie», ya que pueden correr y son capaces de percibir a los humanos que deambulen a su alrededor.

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