Blues del barranco (I)

“A la izquierda de Fidel está el barranco”.
Celia Hart

La llegada de Donald Trump al poder generó incertidumbre en la población cubana. La era Obama llevó a una serie de relajamientos políticos y cierta aura de bonanza económica. Del magnate no se podía sacar una postura clara. Por un lado, expresó su compromiso con la democracia en Cuba pero, más que responder a una política coherente con la realidad de la Isla, pareció tomar acciones dirigidas a contentar al electorado en Florida. 

Desde ese momento, se extendió una fiebre derechista que terminó por contagiarse a Cuba. Es algo predecible si se tiene en cuenta que la diáspora, extendida ya por cuatro continentes, tiene una capital alternativa en el sur de la Florida, donde, por algún extraño efecto espacio-temporal, el accidente de la Revolución cubana se pretende que no ocurrió si no es más que para referirla como una especie de mal metafísico. 

En las antípodas de ese continuo cultural que se ha fraguado por lazos de sangre y una inexplicable nostalgia por lo que se reconoce como esencialmente fantasmagórico, más un anhelo por un mundo de abundancia, yace la plaza sitiada, cada vez más replegada y en franca contradicción: existir presupone retrotraerse y vencer (levantar el asedio) implica desaparecer. Ambas posturas en su posicionamiento extremo dejan muy poco margen —si no es que ninguno— para otra que no sea la suya.

Algo ineludible es que las ideas no surgen de la nada. Para que una idea fragüe y se vuelva un cuerpo teórico que aspire a ser realidad política fáctica, tiene que tener precedentes tanto en la realidad como en el inconsciente colectivo. 

Hablar del autoritarismo trumpista puede extenderse a un análisis de su círculo de gobierno, esencialmente compuesto por incondicionales y hasta parientes, lo que pudiera llevar a establecer un paralelismo con ese otro fantasma político, siempre inasible, llamado “castrismo”. Eso llevaría a valorarlo como una expresión de personalismo. Tanto entre los partidarios incondicionales de uno y de otro líder (Donald Trump o Fidel Castro) se teje un aura mítica que llega a mostrar escalofriantes similitudes. 

Un fantasma político, siempre inasible, llamado castrismo.

Se les achaca una virtud redentora de valores más bien indefinidos o una capacidad de entrega a su obra de índole inhumana —de ambos se dice que solo dormían tres horas diarias. Y se puede continuar esa misma línea de análisis al comprenderlos como esencialmente bonapartistas, dejándonos con la interrogante de qué hubiera sucedido si los múltiples intentos de socavar la institucionalidad estadounidense que llevara a cabo Trump hubieran sido efectivos: ¿acaso una versión trastocada del jacobinismo?

Reducir la cuestión a una simpatía por lumpen-burgueses carismáticos tiene los mismos presupuestos personalistas desde la negatividad y no arroja más luz sobre el fenómeno que lo antes dicho. Como mismo hay tradiciones caudillistas en ambos contextos —atravesadas por diferencias culturales—, las tradiciones republicanistas son algo que también existen en la historia de Cuba, además de ser parte de la vida de política de Estados Unidos. 

Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que Fidel Castro fue un accidente; pero basta una hojeada a los libros de historia, ya sean los permitidos en Cuba o los que pretenden desmontar la narrativa impuesta como mito fundacional después de 1959, para darse cuenta de que el “castrismo” difícilmente lo es.

Poner en el centro de las motivaciones del exilio una pulsión como el caudillismo, también implicaría borrar su propia esencia para dejarlo como algo incluso más accidental que el fenómeno del que se desprende. Nuevamente, el llevado y traído motivo de “la Revolución cubana” pasaría a ser el evento fundacional de toda una identidad y sus disímiles posibilidades (afirmativas o no).

La Revolución cubana es una historia de hybris. Cualquier narrativa que se asuma, ya sea entre seguidores o detractores, implica una reducción de sus elementos a la totalidad del relato. Ya sea el horror, la virtud, el dolor o la épica —las posibles variables son infinitas—, pueden llegar a infiltrar y absorber la historia para después reflejarla desde su propia naturaleza. Eso habla de un egocentrismo rayano al solipsismo. 

Fidel Castro fue un accidente, pero basta una hojeada a los libros de historia para darse cuenta de que el castrismo difícilmente lo es.

Basta con ver los resultados de cualquier esfuerzo político en ese contexto, ya sea en un plazo inmediato o lejano, para darnos cuenta de lo desproporcionado que resulta y de lo prometeico e infructuoso que se muestra.

Se supone que toda revolución sea un evento de carácter fundacional y, como tal, genere un proceso civilizatorio. Hablar de la cubana lleva a buscar las huellas de esa construcción en la realidad. 

En sí mismo, eso no resulta un gran esfuerzo. Hay toda una construcción de imaginario que, pese a su ambivalencia, alcanza cuotas de universalidad. Es en lo anterior a ese evento donde surge una serie de cuestionamientos. Es más que evidente que lo que fuera que catalizara en el período posterior a 1959, tiene precedentes que pudieran rastrearse hasta la misma génesis del proyecto nacional cubano.

Cuba fue fundada bajo la égida de la cruz. La idea de una realidad católica, una prefiguración del “reino de Dios”, vino con los primeros europeos. El mismo Colón, quien primero desató un infierno sobre la tierra, terminó sucumbiendo a un delirio mesiánico en sus últimos tiempos. Era un proyecto de orden en un mundo caótico que, incluso, escapaba a las leyes propias de la naturaleza. 

Basta reconocer que la misma llegada a América generó profundos cambios en la manera en que se comprendía el mundo —y hasta en la vida cotidiana— para ver la necesidad que había de buscar un centro ideológico que pudiera contener tanto el Nuevo Mundo como el Viejo.

Por otro lado, las colonias eran lugares donde la gente iba a escapar de una realidad opresiva. La diáspora judía inicia su historia confirmada en América con el primer viaje de Colón. Y, con ella, prófugos de la justicia, buscadores de fortuna de todo tipo y otros tantos descastados a los que se irán sumando los millares de esclavos. 

La Utopía no es un lugar, sino un estado del ser: implica su cumplimiento a través de una mediación.

Los primeros siglos de la historia de Cuba, en el vórtice de la expansión colonial y la lucha geopolítica entre las potencias emergentes, se parecen bastante al imaginario de cualquier puesto fronterizo. Y si se mira al imaginario religioso que surge en aquellos tiempos, sobre el que se desplegará toda la posterior imaginería religiosa que traerán los esclavos, se ve un mundo que mira hacia el mar y su imprevisibilidad. Es un universo ordenado en torno al comercio. 

El elemento civilizatorio —eminentemente terrestre— no por eso deja de ser una constante y se refleja en la presencia del aparato ideológico del poder colonial. La paradoja, y lo identitario en verdad, radica en la tensión entre ambas visiones. Cómo llegan a conformar cierta unidad, a pesar de su aparente contradicción es, quizás, la historia de la identidad nacional. 

Resulta revelador que la primera persona que piensa a Cuba como “proyecto de nación” sea un sacerdote, Félix Varela. Es alguien nacido en Cuba que no deja de ser un ideólogo —con una tarea civilizadora—; está pensando el problema de una entidad nacional, pero lo está pensando desde la estructura y estándares de una metrópolis. 

La cuestión de la “tierra prometida”, que ya emergió con Colón y pervivió con Las Casas, resurge nuevamente. El concepto de un “proyecto nacional” tiene implícita una realización mesiánica. 

El problema que surge es de la realidad misma. La tierra no es el paraíso y rara vez mana leche y miel. Construir “el paraíso” implica disciplinar tanto a la naturaleza como a sus posibles habitantes. La Civilización y su hija mayor, la Modernidad, se conforman en la disciplina y la homogeneidad. 

Modernizar es disciplinar y homogenizar en los valores de la ciudadanía y, sobre todo, en la promesa de lo que ello implica en cuanto a seguridad existencial. La contradicción es evidente: la tierra de libertad no ofrece libertad. 

El horror, la virtud, el dolor o la épica pueden llegar a infiltrar y absorber la historia.

La solución más sencilla es hacernos todos partícipes de esa conquista; de esa disciplina. La paradoja radicaría en que, a su vez, todos entregamos la responsabilidad de esa realización a un otro. Sucede que la Utopía no es un lugar, sino un estado del ser y, cómo tal, implica su cumplimiento a través de una mediación. Es decir, lo más que podemos aspirar es a un “reino de la abundancia” para su cumplimiento en el aquí y ahora.

Nuevamente, el problema de la realidad misma termina por imponerse. El ideal de consumo y bienestar material sin opulencia —de marcado carácter católico y pequeño-burgués— termina por estrellarse contra lo real. Para cualquier cubano, las utopías se han alternado y forman parte íntegra de la idiosincrasia; pero son, sobre todo, una especie de trauma colectivo. Sobreviven al colapso societal y se cumplen allende al mar. 

No es que Trump pueda satisfacer las aspiraciones políticas de los cubanos. De hecho, ha logrado que se acentúen. Y es quizás ese es su gran mérito en lo que al tema Cuba refiere. 

El trumpismo es, precisamente, una apelación al componente irracional de la cubanidad. Es una promesa de lo que pudiera ser más que un cumplimiento. Es la conformación de la narrativa nacional extendida en otro ciclo.




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1 Comentario
  1. Muy de acuerdo con el autor en que el trumpisno es una continuidad a la que se aferran una gran parte de cubanos en el exilio americano y otra parte aún en Cuba. Es reconfortante saber que no todos los autores de este medio se aferran a la continuidad.

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