Carta de despedida para llegar a ninguna parte

Ya están quemando gomas otra vez en la playa, y desechos plásticos. Todos los días sucede; el aire arrastra el humo envenenado. No se puede respirar. Solo a Ahmel y a mí parece importarnos. Más a mí, que luego no logro concentrarme en nada.

Un año atrás pusimos una queja en el policlínico, pero es difícil hallar al responsable. Es lo que sucede cuando todo es de todos y de nadie. Cuando el poder del pueblo descansa en la palabra. Una palabra que, como el desecho tóxico, el viento arrastra.

431 casos, 550, 650… Casi 800… Y no es nada, dicen, si comparamos…

Ayer Ahmel terminó una suerte de entrevista para Hypermedia Magazine, algo sobre la pandemia y su efecto en la creación literaria. Antes, nos pidieron lo mismo a un grupo de creadores visuales. Entonces escribí un texto a saltos. No puedo desprenderme de esa sensación de vida cortada. De vida que se mueve a retazos.

No existe una idea, un pensamiento, una medida global capaz de cortar el avance del virus. Los gobiernos y la gente esperan por una vacuna; algunos inflando por aquí, otros escurriéndose por allá. Las cifras que emplean “los favoritos de Midas”, a la hora de armar ejércitos, no sirven para impedir este avance.

Aquí moriremos todos de catarro. La calle está que arde.

En mi recorrido diario, casi seis kilómetros de andar y desandar Cojímar y la Villa Panamericana hasta el entronque con la carreta Monumental, no veo a esa mayoría que el gobierno dice que está con ellos. “Machete que son poquitos”, dijeron.

Lo que veo es un ejército en harapos en busca de comida. Gente fea en un país peor; gente que se recompondrá, como por arte de magia, apenas tengan la oportunidad de abandonar el país. Aun cuando sigan siendo las mismas personas, iguales capacidades, idéntica preparación intelectual, profesional y humana.

Ni un solo rostro feliz, ni un comentario feliz en mis seis kilómetros diarios de recorrido. Buscar comida es el empleo nacional. Siempre lo ha sido, con treguas a medias. Esa necesidad nunca resuelta.



Cirenaica Moreira, El adiós, 2020.


Pienso en el rostro de los desahuciados de Buñuel. En un encuadre de Gabriel Figueroa o José Fernández Aguayo: Las Hurdes, tierra sin pan; Viridiana; Los olvidados.

¿En cuál de sus escalas del hambre incluirá la FAO a Cuba?

¿La incluirá?

En cada frase del gobierno percibo un tufo de segregación, como si nos tuvieran asco. Como si mirando por encima del hombro y la panza y la guayabera encartonada, por encima de sus perlas falsas —y auténticas, que allá arriba hay de todo—, los cuellos cirrosos quisieran aplastarnos. Pero entonces no tendrían quien trabaje para ellos.

Un sistema como otro cualquiera, que se estrena y se levanta sobre el asesinato del símbolo que les precede, que ultraja sus huesos para que no quede ni rastro, y como pésimo pobre corre luego a desfondar sus arcas, a instalarse en palacio.

¿Quién? ¿Qué clase de persona levantaría una bandera (roja) para afiliarse así a un partido (único)?

A la izquierda mundial le sigue encantando poner a Cuba de ejemplo.

Ninguno se viene a vivir aquí de corrido.

Como nosotros, digo.

¿Si asesináramos a los hijos de Castro, a sus compinches y servidores, en Cuba, en Miami o en cualquier sitio del planeta, tendríamos el perdón y la venia de un sistema?

Probablemente.

Cuando tienes cincuenta, cincuenta y un años, lo primero que salta a la vista es la perversión detrás las cosas. Confieso que a los siete o a los diez yo también veía esa perversión —y no puedo decir que eso fuera bueno— si pensaba en la estafa que es el sistema electoral cubano, por ejemplo, o en mi baño colectivo de “El Solar de los Intelectuales”, el sitio donde, algunos saben, nací.

La luz de la perversión para ensombrecer la compañía del semejante, cualquiera sea su predio; para ensombrecer el respaldo al sistema que ya en 1917, inaugurando el siglo, inauguraba también el fracaso de la utopía; el sistema que en 1959 y en 2021, cruzando centuria, todavía se nos presenta como magnánimo.

Esa magnanimidad a la que recientemente un articulista —obvio, no recordaré nunca su nombre— denominaba “Papá Estado”, en una imagen que no por gastada deja de resultarme chicharrona y enferma: por partida doble, el retrato secular del pederasta y su abusado cautivo. ¡Puaf!

La luz negra detrás de las cosas, diría Ahmel. Esa suerte de aura inversa que la deja sola a una, con siete o con cincuenta años.

Luego de que el gobierno cubano confirmara la presencia de tres ciudadanos italianos enfermos de Covid-19 en territorio nacional, tardé ocho meses en reaccionar. Salí por primera vez el 27N.

Ese día me junté. Abracé. Di candela.

El 27 de noviembre de 2020, cuando al mediodía ya viste suficientes imágenes de tus colegas plantados a las puertas del Ministerio de Cultura, cuando por vergüenza no diste un solo “me gusta” o “me encanta” en sus muros de Facebook, cuando el aire comienza a faltarte y no es por la mascarilla ni por el desecho tóxico de la playa, cuando decides que esa vergüenza vale más que tu miedo y te bañas para salir limpia a la calle y plantarte junto a ellos… Es la rebelión de la mirada.

A la pregunta de: “¿Por qué cree que países como Hungría y Polonia se muestren con unas tendencias autoritarias más propias del pasado que tuvieron que del futuro que podrían alcanzar?”, Anne Applebaum responde: “Mostrarse pesimista respecto a la idea de Europa es irresponsable. No se puede pintar un futuro deprimente a los jóvenes”.

Mónica y Anamely se fueron, dicen que dejaron mensajes de despedida en Facebook; también Omara. Yo apenas si me conecto. Después del 27N un par de veces, para enviar unos archivos a mi hija, compartir algo en mi muro —es irresponsable alejarse del todo en estos momentos— o responder a un amigo en Miami.

Él ahora me dice: ¿qué te hace falta?, pide lo que sea. “Lo que sea”, dice. Una vez. Dos veces. Y yo pensando que Miami no cabe en una maleta —mucho menos el mundo—, que muero por unos pastelitos de guayaba y queso, por unas croquetas de jamón y un sándwich cubano de La Carreta o del Versailles, por un Toblerone, por una cerveza negra…



Cirenaica Moreira, Sin título, 2020.


Treinta años atrás, cuando estaba en el ISA, solía guardarle golosinas y chocolates a una hermana que ya no tengo…

Sigo sin darle mis condolencias a Rosa.

Ni siquiera respondí a su mensaje, seis meses antes de la tragedia.

“¿Qué golpe, qué ruido tan fuerte se necesita para acabar una vida?”

Eso escribía hace unos días —¿un mes ya?— en un boceto de algo. Creo que fue cuando vi cómo llevaban su cuerpo desde la arena a la ambulancia, envuelto en una manta. Me decía: “Tendrá frío allá adentro”, “Le faltará, entre los dedos, el cigarro”. Entonces la imaginaba mojada, tiritando, con la boca en esa forma apretada que ponía para comerse las uñas, como si tuviese dientes muy pequeños; mientras en el noticiario de Miami la conductora anunciaba: “Esta mañana fue hallado el cuerpo sin vida…”.

A nosotras los hombres sí nos separaron. Nosotras dejamos que ellos hicieran eso. Pero de ahí a pensar en la idea de una muerte a destiempo… Debe ser que cualquier tiempo es bueno para morir.

Hay una imagen suya repitiéndose en mi cabeza. Una imagen de ella entrando por el hall de la casa, los días de fiesta. Siempre lleva el mismo camisero beige a media pierna, las mismas sandalias altas de tacón cuadrado —a veces las de la flor en los dedos— y el collar africano de cuentas de metal que le regalé (a mí me mordía los pelitos del cuello, y ella hacía mucho que llevaba el pelo corto). Un collar enorme, como de una Josephine Baker, que le daba dos vueltas largas. Detrás Jorge, con la boina, el suéter anudado al cuello, la bebida y los regalos. Los dos siempre fueron muy regalones y majos.

Rosa, sobre la mesa de noche todavía tengo la cajita de fósforos de madera que ella me trajo, cuando fue a verte a Los Ángeles. Una cajita intervenida con pinceladas finas en rojo y dorado. Tenía una dirección —un souvenir— de Bukowski —ella sabía que me gustaba Bukowski, que lo estaba leyendo, no era cualquier regalo—, y creo que una frase, pero sin querer la borré pasando un paño húmedo para quitarle el polvo.

Así mismo borré, los otros días, una foto de mi hija que tenía en un corazón de cerámica, en la misma mesa, junto a cajitas de papel y madera, estuches de metal y piedras que traje de El Cobre, de la Laguna del Venado en Topes de Collantes, de Versalles y Teotihuacán; libros que voy leyendo y nunca regreso al librero, entre ellos dos de Marcelo Morales, dos de Sigfredo Ariel, y una edición de Fuera del juego con las declaraciones de la UNEAC y el discurso de autoinculpación de Heberto Padilla; caracoles y más piedras —obsequios de Jamila y Soleida— y el ejemplar de Días de entrenamiento que me regaló Ahmel para enamorarme, cuando ya yo lo había enamorado a él.

Todos los días paso la mano por esa mesa como la abuelita psicótica de Demonios en el jardín.

Paso el dedo por el lomo de los libros amontonados en la sala, empolvados sobre el banco de madera. Intento con desgano algo parecido a una limpieza.

Esta casa fue mi “obra” mayor.

No me gusta la expresión “obra” para referirme a mi trabajo. Nunca la uso, pero ahora no encuentro otra mejor. Tampoco hay tiempo ya para detenerse en un par de cosas.

“Mayor”, obviamente, se refiere al tamaño.

Me entretengo, regreso, abro los libros uno a uno, según la cubierta, el autor. Más por la cubierta, como quien empieza una revista por detrás, por la parte de los muñequitos: “He aquí el niño. Es pálido y flaco, lleva una camisa de hilo fina y ajada. Aviva la lumbre en la recocina”, “Andaban, y al andar cantaban Eterna memoria”, o “Todo comenzó el día en que el señor Mustarde recibió un paquete del extranjero”.

A ratos una dedicatoria —perfumada— en una edición de Meridiano de sangre de Cormac McCarthy que le regalaron a Ahmel: “Cada trecho recorrido enriquece al peregrino y lo acerca un poco más a hacer realidad sus sueños, Paulo Coelho, El Alquimista”.

Doscientos años de poesía cubana

Lorenzo García Vega, Lo que voy siendo

Noam Chomsky en La Jornada

Néstor Díaz de Villegas, Sabbat Gigante, libro segundo

Alexandr Yakolev, El sentido de mi vida

Vida superior de los insectos



Cirenaica Moreira, Carta de despedida para llegar a ninguna parte, 2020.


Me gustaría saber cuál es la fórmula que tiene preparada el gobierno para no “desampararme”; para no desamparar a los que, como yo, no tenemos salario ni jubilación y no somos “vagos”, como probablemente les encantaría todavía llamarnos (y nos llaman, de contrabando, en esa afición sesentera, setentera y ochentera que les resulta incontrolable). A casi un año de estrenar pandemia en Cuba y a un mes de la implementación de la Tarea Ordenamiento, no me queda claro.

Tampoco les queda claro a mis amigos y familiares, creadores independientes, cuentapropistas o emprendedores que —para no complicarnos en diferencias ni detalles— tenemos nuestras fuentes de ingreso, básicamente, en el turismo, y que hoy sobrevivimos derritiendo ahorros o endeudándonos. Como cualquier ciudadano del mundo que perdió su empleo y cuyo gobierno no se da tanto bombo de “ampararle”, sino que lo ampara, o de plano lo desahucia.

Hoy la he visto a ella pasar por mi lado y seguir, del brazo de un hombre calvo que no era Jorge. Un poco más flaca, pero estoy segura de que era ella.

La NASA confirma que hay vida extinguida en Marte; que donde hoy hay un cráter antes hubo un río, un lago, un océano…

¿O es un reportaje falso?

La Habana, 27 de enero de 2021