Un análisis del Observatorio de Derechos Culturales sobre las demandas de los cineastas cubanos en el contexto cultural de la Isla.
Desde fines de abril se han sucedido en La Habana varios eventos de censura y violación de derechos culturales relacionados con el documental La Habana de Fito, de Juan Pin Vilar.
Como consecuencia, artistas, intelectuales y ciudadanos en general han mostrado su indignación en las redes sociales ante el mal uso de ese audiovisual por parte de las autoridades culturales.
Mientras, el gremio del cine se ha articulado en una asamblea para demandar respuestas y garantías efectivas a los administradores de la política cultural oficial en la Isla.
Tras varias reuniones, promesas y acciones veladas de amedrentamiento y censura, las instituciones implicadas (Ministerio de Cultura, ICAIC, Instituto de Información y Comunicación Social y PCC) no han logrado conciliar las exigencias de los profesionales del audiovisual cubano.
La independencia y autonomía del arte cinematográfico es un tema en pugna en la cultura internacional; sobre todo en un género cuya producción precisa de financiamiento, y su visualización de la inserción en ciertos mercados.
Incluso en autocracias, esta corriente es predominantemente definida a partir del estilo visual, del tratamiento del tema, de la adhesión estética, y en términos de pensamiento crítico y espíritu contracorriente expresado en la obra (“Dialogues With Critics on Chinese Independent Cinemas”, Jump Cut: A Review of Contemporary Media).
Sin embargo, abordar la libre gestión creativa de los profesionales vinculados al audiovisual (o a cualquier género artístico) precisa una ubicación en el contexto y en las políticas culturales a las que ellos están sujetos. Dicha lectura sobrepasa connotaciones crítico-estéticas y financieras para incorporar otras cuestiones.
En contextos autoritarios como el cubano, el arte no se divorcia de las reglas sociales en las que se produce. La tendencia autonomofóbica, decisionista, personalista, de vigilancia y control sobre la producción, constituye hábito y norma de conducta que no deja margen de error en el autoritarismo, mucho menos para un medio utilizado tradicionalmente como propaganda y legitimación.
Muestra de ello es que los cineastas más intransigentes han sido “advertidos” por la policía política (Departamento de Seguridad del Estado), y que dirigentes culturales comparten espacio con cuadros del Partido Comunista de Cuba para discutir lo que a los artistas concierne.
La Asamblea de Cineastas no ha tenido más remedio que operar en el terreno en que sobrevive. Aunque ha logrado crear nuevamente una escenografía pública de discusión, en un ecosistema donde el debate ha sido largamente postergado, esta ha debido limitarse al ámbito controlado del poder.
Es así como la Asamblea debe posicionarse en el espacio común de la política cultural cubana para lograr capacidad de diálogo ante sus autoridades. En contextos autoritarios la capacidad de dialogar con el poder solo puede ganarse conjugando la gramática de este. Pero a golpe de concesiones y cortejos es muy difícil lograr que una denuncia o desacuerdo no resulte insustancial.
Reivindicar los derechos de los creadores en un contexto autoritario como el cubano pasa por interpelar al emporio revolucionario del ICAIC. Toda articulación debe reconocer que confronta a los comisarios de un poderoso brazo de propaganda política, uno de los ejecutores de la denominada “diplomacia alternativa” en el campo cultural hacia la región; un legado maltrecho que estos deben defender a toda costa (Salvador Salazar, “El movimiento del nuevo cine latinoamericano en el foco de la diplomacia alternativa de la Revolución cubana” en Los mitos de la Revolución cubana. Estancamiento y regresión de una utopía, 2023).
Además, los interlocutores “en el poder” del ICAIC han sido identificados e historiados por el Observatorio de Derechos Culturales por sus perfiles censores y represores; el propio ICAIC ha producido y archivado eventos explícitos de coerción [1].
Al respecto, las leyes culturales vigentes (Fondo de Fomento del Cine Cubano, Ley 154/2022, Del Derecho de Autor y el Artista Intérprete y Decreto-Ley 373/2019, Del Creador Audiovisual y Cinematográfico Independiente) continúan, con más o menos carácter explícito, con mayor o menor impacto, refrendando a la cultura como un espacio de posicionamiento “ideológico” y “político”; condicionando la creación artística a un veto contra toda opinión incómoda sobre personajes, símbolos y narrativas en el canon revolucionario, criminalizando a artistas con burdas figuras penales, intentando despojarlos de su impacto en la memoria cultural de la nación y coactando a las instituciones que supuestamente deben velar por los derechos de los creadores.
Las razones que puede esgrimir el poder frente a articulaciones de este tipo tampoco constituyen una argumentación real de su accionar, sino justificaciones que no hacen más que retrasar y enmascarar el proceso de debate por parte de una burocracia cultural deficiente, brazo legalista de esta autocracia.
Tal es el caso de las contradictorias razones dadas por el gobierno cubano, que la propia Comisión de Censura y Exclusión de la Asamblea de Cineastas Cubanos ha denunciado: “error de interpretación”, “cruce inadecuado de informaciones”, “exhibición de material sin autorizo por fines educativos”, etc.
Por su parte, la trayectoria del propio filme (aprobado por el Fondo de Fomento y exhibida su copia autorizada en el Havana Film Festival New York, con presencia de diplomáticos cubanos, para ser luego criminalizado y tildado de “manipulador”), y la adscripción oficial de gran parte de su equipo (inscritos en el Registro del Creador Audiovisual y Cinematográfico, Decreto ley 373), muestran que en autocracia no existen acuerdos ni convenios, apalabrados o firmados, que otorguen efectivamente protecciones legales y derechos morales a creadores, incluso oficialistas, si estos eventualmente contravienen los designios oficiales.
Este patrón acuña un tipo de comunicación política desde el poder capaz de ignorar, camuflar y afirmar ideas de facto en detrimento de cualquier negociación.
A la luz de estos eventos, cabe cuestionarse (nuevamente) la capacidad real de diálogo y cambio de políticas culturales autocráticas, así como los límites reales de la autonomía, la independencia y la libre gestión de la creación artística en Cuba.
Mientras, todo ejercicio que contribuya a demostrar la falta de voluntad gubernamental para un consenso necesario, no solamente con artistas y creadores, sino con ciudadanos en general, deberá ser debidamente acompañado y visibilizado.
Si su alcance no llega a una negociación real, al menos deberá mostrar la maltrecha narrativa, y la explotativa metodología de la política cultural autocrática.
Foto de portada: Lynn Cruz.
[1] Ver, por ejemplo, los casos de Miguel Coyula, Fausto Canel, Heberto Padilla y Carlos Lechuga en los informes número IV y número V, sobre la vulneración de los derechos culturales en Cuba.
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