Hoy amanece gris en New York. Se siente un poco de frialdad desde un quinto piso. Pero aún así, abro la ventana.
Tengo ganas de oír música y pongo un disco a Miles Davis. Hoy Autumn Leaves suena diferente,deprime y dan ganas de llorar. Mas no lo hago. Miro hacia abajo, a la vida.
Una paloma blanca se posa en la ventana, me mira y se detiene unos segundos, pero enseguida se va volando en otra dirección. Seguramente buscará otra ventana que la reciba.
Suelo tomar una taza de café mirando hacia la calle. Cada mañana observo a un anciano que llega en su bicicleta. Su chaqueta azul brillante, destaca la blancura de su piel y su cabello.
No es un ciudadano común. Es Bill Cunningham, el octogenario que anda tomando fotos a los transeúntes. A los que llevan ropas extravagantes, esos que se mueven sobre una pasarela imaginaria. Son la gente que disfruta del flashazo. Igual capta a los más conservadores.
A su entender, todos tienen su street style. ¿A quién no le gusta que lo miren? Aunque solo sea para no pasar desapercibido.
Yo también quiero ser retratada. Entonces me visto y bajo en el ascensor rápidamente.
Apenas paso delante de él, me descubre. Llevo un short de jeans ripiado, camisa blanca y botines negros por la rodilla. En la cabeza, un sombrero de cowboy con adornos plateados.
Sólo atino a darle las gracias. Allí mismo ingresé, como la gente famosa, en sus colecciones callejeras. No soy importante, soy otra más de su lista. Mi sonrisa, el olor de mi ropa, ahora le pertenecen a Cunningham.
Un amigo me ha contado que vive en un estudio, con un camastro y archiveros repletos de negativos. Es un ermitaño sin comodidades, a pesar de tener dos columnas del domingo en The New York Times.
Quería ser freelancer, alegaba que la libertad es preferible a estar sujeto por el marco férreo de un trabajo por dinero. Tuvo que hacerlo por el seguro del Times, después que fuera atropellado por un camión. La bicicleta fue sustituida.
Todos saben que la fotografía de moda le debe millones, pero a él sólo le interesa su ocupación como arte. Su ego son las imágenes coloreadas; él y la luz tienen un pacto tácito.
La gente es sorprendida por él, cruzando The Big Apple. En las galas y espectáculos, las socialites y los filántropos se engalanan sólo para él, para quedar registrados perpetuamente. Lo ven como a un ícono. Un ícono que no acepta ni una copa y se larga luego de hacer su trabajo.
Cuando el director Richard Press le propuso hacer un documental sobre su vida, rehuía participar, no le preocupaba su persona y comenzó a molestarle la publicidad.
Odiaba ser el objeto. Su verdadera esencia son los otros, apropiarse de sus gestos. La imagen y realidad es su objetivo principal. Aceptó, tardíamente, sólo para ser filmado en su labor del periódico y tomando fotos.
Este hombre no se cuida, se salta las comidas verdaderas, y se alimenta de fastfood. Por eso es flaco como un palillo de dientes, aunque eso le permite moverse con facilidad, rodar en su bici, detenerse y ¡zas!, hacer lo suyo.
Cunninghan se fue en junio de 2016. New York aún lo extraña. Es alguien que supo aprisionar la presencia efímera, Catch the moment.
Quizás, sin proponérmelo, he hecho foto callejera. Es darse cuenta de lo que emerge de repente, las emociones están ahí y se pueden constatar. Más allá de una forma, pervive el tiempo y el espacio. Existe una historia de fondo. O, simplemente, puede ser un estado natural. Cada cosa tiene un latido, altura, volumen, lados, profundidad, donde luego convergen todos los elementos.
Vagar es mirar, alcanzar lo que el ojo quiere poseer, en el momento adecuado. Eso es lo que queda registrado al final. Es tomar y enmarcar. Un modo de inmiscuirse con los demás. Tampoco es fácil retratar a desconocidos sin ganarse insultos.
Recuerdo cuando participé en sesiones fotográficas para un artista visual, amigo mío. Claro que yo no era la fotógrafa escogida ni mucho menos. Sin embargo, se me ocurrió que podía aprovechar la oportunidad y hacer mis fotos. No sé qué pasó que no salieron como esperaba. La cámara que usé tenía problemas y tuve que desechar la mayoría.
Ocurrió en el Paseo del Prado, en la Habana Vieja. Y las demás, en otro contexto. Fue divertido ver a la gente que transitaba voltear la cabeza, incluso, hubo algunos que hicieron videos. Observar a un hombre travestido siempre resulta provocador.
La fotografía callejera, al decir del fotógrafo Brian Lloyd Duckett, no puede ser perfecta. El instante es decisivo y todo debe ser apresurado. La intención es inaplazable, como robar lo ajeno sin pedir permiso. Es el placer de haber descubierto algo curioso.
Percibí el ejemplo en mi padre, hacía montones de fotografías recorriendo la ciudad. Una de las más emblemáticas fue publicada en la revista Bohemia. Eran dos niños en el malecón, uno de ellos sostenía un pescado. Creo que es la única que conservo.
En mi niñez, no me dejaba tocar la cámara. Temía que se cayera al suelo y el lente se rajara. La guardaba en su estuche negro, en una gaveta del escaparate del cuarto matrimonial. Yo lo vigilaba cuando se iba, para jugar a que me retrataba. Por supuesto, sin rollos.
Con sigilo, me encerraba en la habitación de mi abuela. Adentro, había una atmósfera enrarecida. Olor a lavanda y caoba. Apenas se podía caminar entre aquellos muebles antiguos que ocupaban todo el ámbito. Me acostaba en la cama, frente al espejo de dos lunas, e inventaba poses mientras el obturador automático se disparaba.
Nunca quedó nada registrado. Sólo la imagen inasible, inexistente. O tal vez sí, guardada en la memoria.
No sé por qué, algunas veces, tal vez como una premonición, me hablaba de cómo hacer fotos familiares en fiestas y cumpleaños, sin que saliera lo feo de una casa.
¿Acaso habría alguna forma de esconder los defectos? ¿Cómo era posible el milagro? Tapar las rajaduras de las paredes, obviar la falta de pintura. El secreto consistía en elegir el ángulo correcto y encuadrar bien.
En mi peregrinar, busco desentrañar una historia. Sentir una integración al sujeto.
Cuando viajé a Panamá, viví la experiencia de montar en el metro. A diferencia de La Habana, allí la gente no conversa entre sí ni molesta al de al lado. Los viajes fluyen como debe ser, con esa voz impersonal que anuncia cada estación. Las rutas están bien trazadas.
La Habana está hecha de nostalgia, de lo intangible. En lo real, es una ciudad desarraigada de su origen, sin libertad, donde pululan los buzos registrando los latones de basura, ancianos cañengos que arrastran y cargan jabas cuando regresan del agromercado.
La comida diaria es la protagonista, no hay parlamentos posibles. Es cine mudo. Imagen sin sonido.
Los sitios se van vaciando. Hay partes donde todavía subsiste la esperanza. Personas que se aferran con uñas y dientes, con ojos y brazos, a lo que queda. Al mínimo latido de una arquitectura. A un banco del parque aún sin sustraer por manos vándalas. A la pared que no ha caído.
Una ciudad donde sus habitantes se dan el lujo de soñar, porque no cuesta nada, y los más soñadores ya tienen el pasaje comprado. La huida programada.
Por eso es necesario la apropiación, conservar ese imperdible. Porque sólo el cine, la literatura y la fotografía marcan un tiempo sin tiempo.
Marlon Brando, el rostro impenetrable
Por Irina Pino
Marlon David, David Marlon. Tú eras dos en uno, la cafetera que explota y mancha las paredes de la casa. Pura explosión y tizne. Un tranvía llamado Marlon David.