Crítica de la razón populista

No fue hasta la sorpresiva irrupción de Podemos en las elecciones europeas de 2014 que apareció en España una fuerza política que pusiera en cuestión el sistema mismo. Izquierda Unida —una coalición que integraba, entre otras fuerzas minoritarias, al PCE— existía desde los ochenta, pero hacía falta otra cosa —algo nuevo— para capitalizar las protestas del 15-M. Dejando atrás los debates de la época de Zapatero —si fumar o no en espacios públicos, si llamar matrimonio a la unión legal de personas del mismo sexo, si acoger en las instituciones a los partidos del entorno de ETA, si la Ley de Memoria Histórica o el Estatuto de Cataluña eran buenos—, la crisis económica había abierto la “ventana de oportunidad” para poner en solfa lo que los jóvenes universitarios de Podemos dieron en llamar “el régimen del 78”. Para junio de 2016, cuando ya se habían zampado a IU y las encuestas (al cabo desmentidas en las urnas) daban por hecho el sorpasso al PSOE, aquel programa electoral tipo catálogo de IKEA afirmaba: “Hemos llegado a la orilla de esta transición en la historia de España y de nosotros dependerá la dirección del cambio”.  

El movimiento de los indignados había coincidido con el estreno de Juego de tronos en 2011, y Podemos halló ahí un filón para proyectar su mensaje. “No encontramos en la serie ni rastro de las visiones liberales y pluralistas, dominantes en la ciencia política y en los discursos políticamente correctos, que tratan de excluir el conflicto y el antagonismo como elementos consustanciales a la política”, señaló Pablo Iglesias en un libro que él mismo coordinó sobre las “lecciones políticas de Juego de tronos” (Ganar o morir, Akal, Madrid, 2014, p. 95). Es justo eso, el conflicto, el antagonismo, lo que su partido vino a exacerbar, en una España plagada por la crisis económica y la corrupción política. Haciendo un paralelo con la situación de la serie —la crisis de legitimidad que se produce tras la muerte del rey de Poniente—, Podemos amenazaba con la conquista del poder. “El cielo no se toma por consenso, se toma por asalto”, proclamó Iglesias, y en la portada de aquel libro apareció desafiante, con coleta y corbata roja, sentado en el Trono de Hierro.

Allí donde la memoria del franquismo funcionara, hasta el reciente éxito de Vox en las elecciones andaluzas, como un dique contra la extrema derecha, el populismo llegaba desde la izquierda, una izquierda comprometida con la Venezuela bolivariana de Hugo Chávez y la Bolivia plurinacional de Evo Morales. Por ahí anda un video de un canal procastrista del País Vasco entrevistando a Pablo Iglesias, en 2013, a propósito de la Revolución Cubana. Está claro que esta no es un modelo para ellos. Lo de Podemos eran experimentos más recientes, el llamado “socialismo del siglo XXI”. Incluso en el caso del filósofo Carlos Fernández Liria —con Santiago Alba Rico, el vínculo más directo de Podemos con el castrismo que he encontrado—, la defensa del populismo parte, como luego veremos, de una crítica implícita a la Revolución Cubana. 

A pesar de la recurrencia de Iglesias a la frase de Marx sobre la Comuna de París, la cuestión de la violencia revolucionaria, lo que Errejón llama “el modelo jacobino revolucionario de la política”, ha quedado definitivamente atrás. Tanto en Disputar la democracia (Pablo Iglesias, Akal, Madrid, 2014) como en Construir pueblo (Íñigo Errejón/Chantal Mouffe, Icaria, Barcelona, 2015), hay un reconocimiento de los errores cometidos por la izquierda radical en el pasado: en Iglesias un énfasis, sobre todo, en la necesidad de la toma del poder, en los resultados tangibles de la acción política; en Errejón, con algo más de profundidad teórica, el reconocimiento de que no puede haber una resolución final de los conflictos ni democracia directa que perdure, puesto que sobreviene siempre el día después. 

No se trata, pues, ya de “hacer la revolución”, sino de “disputar la democracia”. No Guevara y Fanon, sino Gramsci y Laclau. Esto es, la afirmación de una “razón populista” que “rompe con dos formas de racionalidad que anuncian el fin de la política: tanto con un evento revolucionario total que, al provocar la reconciliación plena de la sociedad consigo misma volvería superfluo el momento político, como con una mera práctica gradualista que reduzca la política a la administración” (La razón populista, FCE, Buenos Aires, 2010, p. 279). Hay aquí, en este densísimo libro de Laclau más que leído, masticado por los dirigentes de Podemos —casi todos doctores en Ciencias Políticas—, una elección palmaria en esa disyuntiva fundamental del marxismo del siglo XX que se da entre Lukács y Gramsci. Si Lukács, filósofo del bolchevismo, es sobre todo el teórico la “consciencia de clase”, Gramsci es el pensador de lo “nacional-popular”. Mientras el camino purista de la dialéctica luckácsiana se habría agotado en los fracasos del guevarismo y el maoísmo —el de la “revolución cultural” más que el de la “Larga Marcha”—, que son sobre todo teorías de la subjetividad revolucionaria, de la purificación, es el camino mezclado, mestizo, sincrético, de Gramsci el que retoman los nuevos teóricos del populismo.

Partiendo no ya de Laclau sino de la Crítica de la razón política, de Régis Debray, Fernández Liria llega también ahí, tras cuestionar la idea radical del hombre nuevo, esa “especie de héroe moral para el que ya no sería necesario el derecho en una sociedad en que ya no sería necesario el Estado” (En defensa del populismo, Los libros de la catarata, Madrid, 2016, p. 230). Si, como con gran conocimiento de causa analiza Debray, la razón iconoclasta del guevarismo había terminado, paradójicamente, en el mundo espectacular, ceremonial, del socialismo real, habría que sacar de ello una lección histórica: es preciso integrar el elemento mítico, afectivo, religioso incluso, en la política de izquierda, porque este va a aparecer de todas formas. De ahí que Fernández Liria prefiera el culto a la personalidad de Chávez        —librito de la Constitución en una mano y crucifijo en la otra—, a los casos más extremos de Stalin o Mao. 

La crítica de la dialéctica marxista, que ve la historia como el “terreno en el que se desarrolla un relato unificado y coherente”, conduce entonces, en la teoría del populismo, a una comprensión de la historia como espacio indeterminado donde “las fuerzas sociales constituyen el agrupamiento de una serie de elementos heterogéneos reunidos mediante la articulación política”, de modo que esta, la articulación política, “es constitutiva y básica y no la expresión de algún movimiento profundo subyacente” (La razón populista, p. 184). Al enfatizar así la autonomía de lo político, Laclau extrema la lógica de Gramsci, deshaciéndose de los resabios de esencialismo que le quedaban a este. No opone, como aquel Sartre embelesado por los discursos de Castro, a una democracia representativa otra directa, ni, como el Rozitchner teórico del guevarismo, a una izquierda sin sujeto otra con sujeto, sino a la dicotomía corriente entre el populismo y la democracia, la noción de que “no existe ninguna intervención política que no sea hasta cierto punto populista” (p. 195). El análisis de Laclau viene a ser, entonces, una deconstrucción de aquella dicotomía: lo populista, con toda su vaguedad e imprecisión, no sería ya el polo negativo de la “buena” política, sino una dimensión esencial, constitutiva, de toda acción política. 

Provistos de esta sofisticada legitimación del populismo, Podemos venía, entonces, a vincular la teoría y la praxis, recobrando el nexo característico de los sesenta, pero partiendo de una ruptura con los idealismos de aquella época. De una suerte de realismo, maquiavelismo incluso. Sobre esto tratan, no por casualidad, algunos de los ensayos incluidos en el volumen sobre Juego de tronos. El contraste entre Ned Stark, el héroe honorable que pierde la cabeza al final de la primera temporada, y la Khaleesi, que no vacila en exterminar a los que se interponen en su camino a la justicia, es un tema fundamental en el imaginario del partido de Pablo Iglesias. “Podemos elegirnos a nosotros mismos como buenos al modo de Ned Stark, o como la Khaleesi, podemos aspirar a usar la política para mejorar lo colectivo” (Ganar o morir, p. 10). Podemos opta obviamente por esto último. En el diálogo con Chantal Mouffe hay un momento revelador al respecto, cuando Errejón, tras afirmar que “Atreverse a ganar implica atreverse a mancharse, asumir contradicciones y a ganar un poco, porque ganas una parte y la otra parte negocias, empujas, te manchas” (p. 68), critica “ese enamoramiento romántico por el cual, por ejemplo, un presidente latinoamericano vivo que transforma las condiciones de vida de su pueblo es menos simpático que Salvador Allende, asesinado en el Palacio de la Moneda” (p. 69). 

Norberto Fuentes, Heberto Padilla, ideología y literatura. Duanel Díaz Infante

Norberto Fuentes, Heberto Padilla y el heroísmo revolucionario

Duanel Díaz Infante

Plaza sitiada es un libro exasperante: no se sabe dónde termina la ingenuidad y dónde empieza el cinismo.

Volviendo al plano teórico, esta disposición a ensuciarse las manos en la “articulación de lo político” se traduce en una crítica de las ideas de Michael Hart y Toni Negri sobre la multitud, muy influyentes en los medios académicos durante la primera década del siglo XXI. Ese posmarxismo de Empire (2000) y Multitude (2004) estaría reproduciendo el determinismo económico de la Segunda Internacional y, en última instancia, las ilusiones del liberalismo. Mientras Hart y Negri distinguen entre multitud y pueblo, insistiendo en la autonomía de lo social con respecto a lo político, Errejón afirma que “no existe lo social sin construir lo político” (p. 44). La celebración “posmoderna” de la multitud informa una “teoría del éxodo”, una abstención de la política real. Podemos toma el camino contrario: el regreso de la extrema izquierda al campo de batalla de la política, cuyo modelo en la ficción es Daenerys de la Tormenta, Madre de Dragones, Reina de los Ándalos, los Rhoynar y los Primeros Hombres, Señora de los Siete Reinos, Protectora del Reino, Khaleesi del Gran Mar de Hierba. 

La tradición socialista cuenta, sin embargo, con otro tipo de héroes que también constituirían alternativa a la intransigencia estéril de un Ned Stark. Pensemos, por ejemplo, en el “héroe que es golpeado” del que habla Benjamin en su gran ensayo sobre el teatro épico. Para Benjamin, “un héroe que no es golpeado nunca se convierte en un pensador”; se trata aquí de una praxis que facilita la salida de la conciencia burguesa. No ya de reflexionar sobre acciones, sino de sufrir acciones que propician un cierto tipo de pensamiento, una nueva “visión” del mundo. El héroe golpeado es lo contrario de los héroes tradicionales del teatro dramático —personajes que, por trágicos que sean sus destinos, representan una cierta grandeza con la que los espectadores se identifican. Para convertirse en pensador el héroe brechtiano —que es en realidad un antihéroe— necesita estar en el afuera, puesto que esa distancia es la condición misma de su perspectiva crítica, y a la vez dentro del mundo material, del proceso de producción. Este camino conduce, desde luego, a una posición clásicamente marxista, como la de Slavoj Žižek, quien afirma, por ejemplo, en su conocida lectura de la película El club de la pelea, el masoquismo como vía perversa de salida a la subjetividad capitalista. El énfasis de Pablo Iglesias en la figura de la Khaleesi, que es al fin y al cabo una versión adulta de una princesa de Disney, o un último avatar de los superhéroes folletinescos analizados por Umberto Eco en El superhombre de masas, indica, de nuevo, ese giro al populismo del que hemos hablado antes.

No querían los de Podemos dejarles, como habrían hecho los marxistas, a los liberales el patrimonio de las palabras fundamentales —libertad, democracia, derechos humanos—, sino que venían a disputarlas. Y para esto no temían recurrir a algunos de aquellos elementos que se asocian a las políticas antiliberales del pasado. ¿Cómo conquistar el trono sin dragones? ¿Sin el carisma de un líder inmune al fuego? Frente a quienes, precavidos contra las pasiones políticas que plagaron el siglo XX, insisten en la conveniencia de la política como racionalidad y moderación, los de Podemos reconocen la necesidad de “movilizar la pasión con algún tipo de identificación afectiva” (Construir pueblo, p. 58), porque, en palabras de Errejón, sin “esa energía, plebeya, de la gente común” (p. 56) no se conseguirá nada. Y añadía el entonces número dos del partido: “Por otra parte está la cuestión del discurso políticamente incorrecto. La posibilidad de un discurso antiestablishment que haga frente a las élites, a sus costumbres y a sus palabras y que lo haga sin reparos, y también sin reparos a ser atacado, es un valor en los momentos de descomposición de las lealtades tradicionales” (p. 59). 

Palabra por palabra, esto podría suscribirlo Steve Bannon, el ideólogo reaccionario que proveyó algunos de los temas medulares de la campaña electoral de Trump. Y es que, aunque ahora Unidos Podemos ha pasado a llamarse Unidas Podemos, el de Podemos es, en un sentido fundamental, un discurso políticamente incorrecto. Como lo fue en su momento el del propio Fidel Castro. Porque lo políticamente correcto, en 1959, ¿no era el anticomunismo de Bohemia, un programa de reformas que no alterara en su raíz el régimen burgués de propiedad privada? El éxito de Castro fue convertir lo políticamente incorrecto, el comunismo, en un valor. En la campaña contra la prensa libre, desde Revolución y Hoy, esta fue demonizada como “enemigo del pueblo”. Las coletillas que por algunos meses precedieron el cierre de los periódicos privados no tenían autor; era la voz del pueblo, la voz anónima del nuevo soberano frente a las voces distintas, autorizadas, de los doctores, políticos y letrados de la República. 

A pesar de que muchos antiperonistas argentinos (David Viñas, León Rozitchner, Martínez Estrada), vieron en la Revolución de 1959 una superación de los límites del peronismo        —justamente la política burguesa, que cooptaba la fuerza de las masas ofreciéndoles una realización vicaria en la figura rutilante de Eva Perón—, lo cierto es que el castrismo llevó mucho más lejos que el propio peronismo la contradicción entre el pueblo y la élite, los descamisados y la oligarquía. Fue justo la idea del pueblo como absoluto lo se impuso sobre los límites que establecía la Constitución; el espectáculo del pueblo, patente en las grandes concentraciones que ratificaron de forma unánime las dos declaraciones de La Habana, al debate parlamentario. Martínez Estrada contraponía, a propósito, la “naturaleza popular”, no “elitista-legalista” de la Revolución Cubana, destacando la originalidad de este proceso en el contexto de una tradición latinoamericana llena de constituciones estériles, donde el Contrato social de Rousseau no había sido nunca más que letra muerta.  

Reparemos entonces en un hecho fundamental: aunque el populismo, en la definición canónica de Laclau, no se define por un contenido ideológico (puede ser, en efecto, lo mismo de izquierda que de derecha), sino por el trazado de una frontera dentro de la comunidad política, por la acción misma de agrupar una serie de demandas heterogéneas dirigiéndolas contra un enemigo común; aunque el populismo, digo, es en este sentido una operación eminentemente formal, en otro sentido es justo lo contrario de la forma. Es sobre todo movimiento, energeia; insurgencia contra los cauces de la letra y los marcos constitucionales; llamado a una política más directa o expedita, en las antípodas de “la prudencia burguesa” que, al decir de Pablo Iglesias, todo lo fía a los “checks and balances, a la división de poderes, a los pesos y contrapesos que reparten el poder para que nadie tenga demasiado de algo tan peligroso” (Ganar o morir, p. 27).

Es, como seguramente se ha señalado (mi crítica de la razón populista no tiene, desde luego, originalidad alguna), justo ahí, en su parte antisistema, donde saltan a la vista las comunidades entre el populismo de izquierda español y el populismo de derecha que triunfó en Estados Unidos en las elecciones de 2018. Cuando hace unos meses, en uno de los programas del prime-time de Fox News, a propósito de la supuesta “caravana” invasora, el presentador dijo que aunque la mayoría de la gente no quiere abrir las fronteras, parece que esa mayoría no tiene voz en las instituciones norteamericanas, y preguntó: “Is democracy fake?”, ¿cómo no recordar que los de Podemos dijeron, el día que tomaron posesión de sus escaños en el Congreso de los Diputados, que por fin el pueblo entraba al parlamento? Cuando Trump dice que “Los medios atacan a las gentes que apoyan nuestro gran movimiento, que trataba de devolver el poder al pueblo” (26/10/18), supone, como Pablo Iglesias, que hasta ahora el pueblo no estuvo representado, y solo él viene a darle voz.  

“Los medios no son neutrales”: lo dice Trump, lo dice Podemos, lo dice ahora Vox. La idea de que la democracia existente es fundamentalmente corrupta —“the system is rigged”—, que no representa realmente al pueblo, subyace a la antinomia central del populismo: la polarización entre las élites y el pueblo. Por demagogo que haya sido, Obama no satanizó a los ricos, a las élites; no recurrió a un término peyorativo para designarlos. Su discurso no es, en este sentido, populista. Mucho menos el de Hillary Clinton, cuyo lema de campaña, tan anodino que ya ni lo recordamos, no podía competir con el demagógico appeal de Make America Great Again. En las antípodas del buenismo inclusivo de los spots electorales de Clinton, el último spot de la campaña de Trump culpaba a Wall Street y los “global special interests” de la pérdida de trabajos y el cierre de las fábricas en Middle America. Lo que es el resultado inevitable del progreso tecnológico era atribuido al “establishment político”, a unas élites parásitas que habrían “robado a las clases trabajadoras”.  

Trump se lo jugaba todo a la polarización, oponiendo el pueblo a esos otros que ilegítimamente usurpan el poder: el “swamp”es formalmente equivalente a la “casta” de Podemos, y en el contenido se acerca un poco. Ambos son la diferencia entre la totalidad de la comunidad política, el populus de la Constitución, y la plebs, esa parte que se erige en todo. Ambos, señalados una y otra vez como chivo expiatorio, exoneran al pueblo de toda responsabilidad en la crisis económica, en la disfunción del sistema, en el mal. Para los populistas, el pueblo es, como el hombre para Rousseau, naturalmente bueno; las élites degeneradas. No hay tanto, en el trumpismo, una crítica de la corrupción política, como en España, sino de la política misma como actividad corrupta, estéril, improductiva. Y más allá, una reprobación de los profesionales, los letrados, los intelectuales, que estarían poco a poco tomando el control del país y adoctrinando a la gente en sus valores, hasta terminar, si no se los detiene, convirtiendo a Estados Unidos en un país socialista. El populismo de derecha —y el mencionado spot que cerró la campaña de Trump es, al respecto, revelador— se fundamenta necesariamente en una teoría de la conspiración, como que se trata, al cabo, de un aggiornamento del consabido complot judeo-masónico. 

Series televisas. Ideología y literatura. Duanel Díaz Infante

Seriefilia

Duanel Díaz Infante

El cine había sido también food for thought. La televisión no es lo mismo: por grande que sea la pantalla, en la sala o en la habitación, solo o en compañía, uno no está secuestrado, como se estaba, allí sentado en lo oscuro entre gentes anónimas, en la edad dorada de las películas.

Si la izquierda radical ha visto, desde los tiempos de Marx y Gramsci, una suerte de totalitarismo enmascarado en la democracia liberal, en la hegemonía de la burguesía mediante la cultura alta y popular, el populismo de derecha ve una dictadura de lo políticamente correcto, en unos medios infiltrados por la izquierda, por el “marxismo cultural” en última instancia. Y ahí encuentra su cruzada libertaria: “Hay que derrotar a la dictadura de la corrección política que ha dejado maniatada a esa derechita cobarde y envalentonados a los progres, que llevan 30 años diciéndonos lo que podemos o no decir y pensar”, dice Santiago Abascal. Y repite Federico Jiménez Losantos que hay cosas de las que no se puede hablar —la inmigración, Cataluña, el aborto, etc.—, pero él habla, y no desde una cárcel, como Gramsci, sino desde la comodidad de una emisora de radio. Los de Vox, como los de Podemos, han tenido espacios en los plateaus de televisión. También Podemos llegó diciendo, a toda voz, que hay cosas de las que no se puede hablar —la República, el “derecho a una vivienda digna”, la necesidad de cambiar la ley de partidos, etc. También Podemos se atrevió a criticar la corrección política, que es para ellos la democracia formal pero no sustancial, que resultó de los consensos y pactos de la Transición. 

La paradoja es, entonces, que los populistas de derecha, a la vez que denuncian las políticas identitarias basadas en la defensa de minorías —raciales, de género, religiosas, etc.— como injustificadamente victimistas, se presentan como víctimas de una dictadura inexistente. Fox News se refiere continuamente a los “mainstream media”, como si ellos fueran una emisora underground o una especie de samizdat, y no fuera tan fácil como apretar tres botones del control remoto para pasar de MSNBC o CNN a Fox News. Hay, obviamente, en los periódicos de Estados Unidos una tendencia izquierdista (en España, en cambio, hay muchos más periódicos conservadores, pero esto tiene que ver con las respectivas historias políticas e intelectuales de ambos países, y no con que la corrección política esté más o menos extendida en uno que en el otro); de los tres canales de cable de noticias, dos son liberal, pero Fox News tiene más o menos la mitad del share; hay innumerables estaciones de radio partidarias de Trump. 

En la academia predomina, desde luego, el liberalism, e incluso el radicalismo de izquierdas, pero llamar a eso dictadura es un abuso, una pérdida de perspectiva, y hasta de memoria. Recuerdo que hace algunos años, en una clase graduada sobre los sesenta en América Latina, se discutió Tres Tristes Tigres. Cuando comenté que toda la novela estaba imbuida de nostalgia por la brillante Habana destruida por el castrismo, la profesora, a quien le gusta Cabrera Infante por lo experimental de su narrativa pero no por sus posiciones políticas, cuestionó mi afirmación. Muchos de los demás estudiantes también. Alegué que el propio Cabrera Infante había declarado que TTT era “P.M. por otros medios”. Lo que un autor diga sobre una obra no importa en absoluto, me replicaron. Una obra tan vanguardista no podía ser en modo alguno nostálgica, reaccionaria. Yo estaba desconociendo el aspecto formal de la novela —lo más importante, al fin y al cabo, porque se trataba de una obra literaria, no de un panfleto—, para introducir ideas que no venían a cuento. Tanto en mi crítica del castrismo como en mi resistencia al formalismo —a ese énfasis en el close reading que se niega a tomar en cuenta el contexto de las obras literarias— me encontraba yo en minoría. Pero una cosa es estar en minoría y otra distinta estar sujeto a una dictadura. 

Se puede criticar estas y otras tendencias de la academia, como hacen, por ejemplo, Greg Lukianoff y Jonathan Haidt en su reciente libro The Coddling of the American Mind, sin necesidad de reproducir ese proton seudos o falacia fundacional del populismo de derecha que es confundir mayoría con dictadura. Oponerse, como hace el propio Haidt, a las derivas extremas de la izquierda sin asumir como programa una crítica fácil, no razonada, de “lo políticamente correcto” que puede conducir, no ya a la saludable y provocadora incorrección política, sino a lo que es, sin más, incorrecto, por antidemocrático, como celebrar a un político que agredió a un periodista o amenazar con cerrar un canal de televisión. O incorrecto por falso, como esa imagen bananera de Estados Unidos que ofrece Trump (hay tanto fraude electoral que cualquier ilegal con solo cambiar de camisa y gorra ya puede votar de nuevo…), que con su disparate y desmesura recuerda al realismo mágico.      

Aunque en la teoría de Laclau el populismo se caracteriza por el “desplazamiento de la frontera interna” y por una “heterogeneidad constitutiva”, en la práctica advertimos que la exacerbación del antagonismo que proponen los populismos tiene como horizonte una sociedad homogénea. La “lógica de la equivalencia”, esto es, la afirmación populista del pueblo, es antidemocrática; la “lógica de la diferencia”, la que preside la democracia liberal, debe en cambio sospechar del pueblo —ese pueblo de la “razón populista” que surge de la creación de una “frontera interna”, esto es, de la división dicotómica de la comunidad política. Si, como dice Pablo Iglesias, “los discursos políticamente correctos, tratan de excluir el conflicto y el antagonismo como elementos consustanciales a la política”, es justo porque esos discursos, los que Laclau llama “institucionalistas”, reconocen que las demandas —los conflictos— son tan diversas que no pueden articularse en una “cadena equivalencial” sin que la consecuente “cristalización de una identidad popular” conduzca al autoritarismo.  

Laclau critica a Žižek por otorgarle un rol central a la lucha anticapitalista entre todas las demás luchas de una izquierda multiculturalista, identitaria, ecologista, antiglobalización, etc., pero nos parece que el combate contra lo políticamente correcto viene a ocupar, en los discursos populistas de la hora, una prioridad semejante. ¿No es la corrección política uno de esos “significantes vacíos” que dice Laclau, otra “nominación” que unifica las distintas demandas en torno a un enemigo común? Ahí, de nuevo, los populismos de izquierda e izquierda se encuentran, siempre en las antípodas de los discursos institucionalistas. Y se encuentran, significativamente, con el izquierdismo más extremo, antisistema. Escribe el propio Žižek: “Mi enemigo es la ideología de izquierda predominante, que es este moralismo políticamente correcto. Esa izquierda moderna liberal se concentra tanto en problemas como el feminismo o el multiculturalismo que ha perdido contacto con la gente común y dejó el espacio para que se impusiera esta derecha populista”. 

Žižek ha admitido que prefirió que ganara Trump, y no hay en ello inconsecuencia alguna. Porque Hillary Clinton, que por cierto no enfatizó en su campaña las políticas identitarias sino que adoptó más bien una perspectiva universalista, como la que Haidt preconiza, representa, en el debate con Trump, el Sistema, y solo una desfiguración grotesca, que la presenta como cripto-comunista, puede sostener lo contrario. Si lo políticamente correcto es cuestionar la mentira demagógica, la mitificación, ¿no fue Clinton políticamente incorrecta cuando dijo sin medias tintas que el carbón no iba a regresar a West Virginia, o cuando llamó “deplorables” a una parte de los partidarios de Trump? Y cuando estos dicen que no es que Trump sea incompetente, mentiroso, autoritario, sino que tiene otro estilo, que no es un político al uso, que es un presidente distinto, ¿no están recurriendo, paradójicamente, a esa variante de la corrección política que es no llamar al bárbaro bárbaro, sino diferente

Trump, como Pablo Iglesias, es fan de Juego de tronos

Los años de Orígenes. Lorenzo García Vega. Ideología y literatura. Duanel Díaz Infante.

Los años de Orígenes, visión y ceguera

Duanel Díaz Infante

A propósito de la lectura de Juan Manuel Tabío de Los años de Orígenes, de Lorenzo García Vega.