Hubo un tiempo, no muy lejano, en el que los cubanos vivíamos pendientes de cada cosa que salía de la boca de Luis Manuel Otero Alcántara. Y de cada cosa que entraba. Sus declaraciones y sus huelgas de hambre y de sed ponían en vilo al régimen y a la disidencia, al cubano que en las calles de la isla parecía no importarle nada y al que en la diáspora no creía ni en la fecha.
En meses, Luis Manuel se convirtió del muchachito ingenuo que se preguntaba dónde estaba Mella —fundador del partido comunista local, en medio del capitalismo importado de la Manzana Karpensky (nacida Gómez)—, en autor de los performances más sonados del país, incluyendo la buena nueva de anunciar que el presidente —no menos impuesto que el capitalismo Karpensky— sería conocido, en adelante, como El Singao.
Meses, en que Luis Manuel pasó de fundador —junto a Yanelys Nuñez Leyva— del fantasmagórico Museo de la Disidencia al terrenal Movimiento San Isidro, junto a un número creciente de aliados y seguidores, para convertirse en protagonista de la telenovela patria, empecinado en esposar para siempre el país con su novia Libertad.
Ya para entonces, cada palabra, cada gesto de Luis Manuel se medía, se deshuesaba, se pesaba. Cada una de sus huelgas de hambre era seguida por operaciones policiales, por debates sobre su oportunidad o realidad, por protestas en medio mundo.
Aquel 27N, con su asedio al Ministerio de Cultura, que tuvo en vilo a todos los cubanos con acceso a internet, fue la respuesta al allanamiento policial, el día anterior, a la sede del Movimiento San Isidro y a la detención de su líder, disfrazada de ingreso hospitalario.
Cada una de las detenciones de Luis Manuel venía acompañada de un alboroto tal, que parecía imposible que el régimen pudiera confinarlo demasiado tiempo, ni siquiera cuando la cárcel llegaba disfrazada de ingreso hospitalario, de mera preocupación del régimen por su salud.
Así, hasta que llegó el 11 de julio de 2021.
El día en que parecía que todos los cubanos salían a la calle a protestar contra el régimen, Luis Manuel, el eterno rebelde, no estuvo en las manifestaciones. Él, que lo había anunciado en una directa meses antes (“esto ya se cayó, solo nos falta enterarnos”), no tuvo oportunidad de ponerse al frente de su profecía.
Como el líder de la UNPACU, José Daniel Ferrer, en el otro extremo del país, apenas Luis Manuel salió a la calle para unirse a los manifestantes fue detenido. Muy convencidos debieron estar sus perseguidores de que ese monstruo, que es la rabia popular, no llegaba a ninguna parte sin una o varias cabezas visibles.
En las semanas siguientes, el régimen dio con la fórmula para que al fin se dejara de hablar de Luis Manuel, de Maykel Osorbo, de José Daniel Ferrer.
Luego de demostrar, meses antes, que para insurreccionar barrios completos a ellos les bastaba con su presencia, sus gestos y sus gritos, el régimen descubrió que era suficiente con sepultarlos bajo cientos de otros cubanos tan valientes y desesperados como ellos, pero trágicamente anónimos.
A partir de entonces fue una indecencia reclamar la libertad de unos cuantos, cuando eran cientos los que estaban en prisión. Eso era parte del plan del castrismo. Aplicar, a nivel carcelario, el principio genocida atribuido a Stalin: “Una muerte es una tragedia. Un millón es estadística”.
La gran mayoría de los cubanos vivos hemos crecido educados en la teoría marxista-leninista de que las masas son los motores de la Historia y que las personalidades, si acaso, juegan un papel secundario. Como si Napoleón, Lenin, Stalin o Hitler fueran, apenas, encarnación de la voluntad de sus respectivos pueblos.
Da igual si tiene razón el marxismo-leninismo: lo cierto es que, por mucho que insista en tenerla, nunca sus líderes se la aplicaron a sí mismos: de Lenin a Stalin, de Kim Il Sung a Mengisto Haile Mariam, de Ceaucescu a Enver Hoxha, de Mao Zedong a Fidel Castro: irónicamente, desde que la Ilustración se dedicara a derribar los ídolos de la fe, ningún sistema cultivó más la idolatría por sus líderes, que aquellos inspirados por el materialismo dialéctico.
Desde los inicios de su fundador, el castrismo, al tiempo que adjuraba del culto a la personalidad, cuidada cada detalle para subrayar la condición sobrenatural del líder. Desde, considerarse cumplidoras de las profecías del Apóstol de los cubanos a las palomas posadas en el hombro en su discurso triunfal en La Habana; al cuidado de que nadie de su entorno pareciera más alto que él. (Se cuenta de que a Abel Prieto debía pararse, siempre, un escalón más abajo en las fotografías en las que aparecía junto al (Comandante en) Jefe).
Cierto, que, a pocos días del triunfo, prohibió que se les dedicaran imágenes a los dirigentes de la revolución, pero, lo que en un principio pareció un acto de humildad era, en la seca sustancia de los actos, una manera de controlar mejor su imagen, empezando por eliminar la posibilidad de ser caricaturizado.
Cierto, que Fidel Castro no se prodigó en estatuas, como sí lo hicieron Stalin, Mao o Kim il Sung, pero ¿para qué malgastar bronce, cuando puedes empapelar un país entero con tus palabras, cuando los historiadores no publican un libro sin citarte en el exergo inicial, cuando se te consagra la letra inicial de tu nombre al aprender los niños a escribirla, cuando los deportistas se sienten obligados a dedicarte sus triunfos? Y eso, oficialmente, no podía considerarse, bajo ningún concepto, como culto a la personalidad.
Si cuidadoso ha sido el castrismo con la imagen de su fundador, no lo es menos con la de sus adversarios, aunque el cuidado se ejerza en sentido contrario: todo el esfuerzo posible se emplea en degradarlos, rebajar su valor, ya no como figuras políticas, sino como seres humanos.
De Ricardo Bofill, fundador del movimiento cubano por los derechos humanos, la mayoría de los cubanos nos enteramos de su existencia, en los ochenta, a través del Granma y de la televisión oficial. Se le acusó de todos los delitos posibles, incluso, de robarle al cura el vino de la comunión cuando era monaguillo (lo que luego no le impidió militar en el Partido Comunista de Cuba, antes de ser expulsado durante la ofensiva de la llamada “microfracción”). Tan efectiva fue la campaña, que todavía es difícil mencionar el nombre de Bofill sin asociarlo al epíteto de “El Fullero”, que fue el que le endilgaron en los medios oficiales, los únicos a los que teníamos acceso por entonces.
A Fidel Castro le encantaba repetir el proverbio martiano de que una idea justa, desde el fondo de una cueva, vale más que un ejército. La frase, en boca del refundador del comunismo cubano, contenía un par de contradicciones: por una parte, tanta confianza en la justicia de una idea era pecado mortal a los ojos del materialista que decía ser. Por otra, repetía dicha frase, no desde el fondo de una cueva, sino frente a los múltiples micrófonos que coronaban la tribuna, de quien ostentaba el título de Comandante en Jefe del ejército cubano.
Más parecido al fondo de una cueva es el lugar desde donde hablan los que disienten de su régimen: ya sea la celda de cualquiera de las casi trescientas prisiones que acumula el país; desde el apartamento desvencijado que sirve de sede social, en La Habana Vieja, a un movimiento asediado por la policía; o el apartamento, en lo alto de un edificio de microbrigada, desde donde se fragua un periódico independiente.
Por mucho que se encomienden a las virtudes del materialismo, los comunistas siempre han sabido que no todo puede ser explicado por las tensiones entre las relaciones productivas y los medios de producción, que a veces, las ideas justas y las imágenes bien curadas pueden inclinar la balanza del poder en un sentido o en el contrario.
Si Stalin estudió en un seminario de la iglesia ortodoxa rusa, Fidel Castro también recibió su dosis de educación cristiana en los colegios de Dolores y Belén. Todo su marxismo posterior no alcanzó para borrar de su memoria y sus instintos políticos, el ejemplo del pobre predicador que, con apenas un puñado de seguidores, creó la fuerza que a la vuelta de los años derruiría el imperio más poderoso que hasta entonces ha conocido la tierra, expandiéndose, luego, por todo el planeta.
Stalin, Castro y sus epígonos, sabiéndose más cercanos de los emperadores romanos y sus prefectos, que de cualquier pobre predicador con aspiraciones sublimes, supieron no desestimar nunca la amenaza que les representaría cualquier predicador dispuesto a vivir defendiendo una idea justa. De ahí su encarnizamiento, desmedido en apariencia, con quienes ninguna explicación racional —incluidas las del materialismo dialéctico— bastaría para percibirlos como amenaza seria.
Mientras tanto, aquí estamos los que antes seguíamos las andanzas de Luis Manuel o Ferrer como una telenovela, los que vivíamos sus prisiones momentáneas con desespero insufrible, acostumbrados a la prisión de más de mil de nuestros compatriotas más valientes, sin saber qué hacer con sus casi 900 días de prisión.
Si exigir la libertad de sus líderes nos parece un atentado contra la convicción democrática que defienden, hacerlo por el más del millar que siguen en prisión, les parece tan poco estimulante como cualquier estadística. El castrismo, mientras tanto, tan consciente de su fuerza como de sus debilidades, no suelta prenda, pues si el millar de cubanos presos sirve para intimidar al resto del pueblo, el puñado de líderes presos —Luis Manuel, Ferrer, Maykel— es la garantía de que el cuerpo de la insatisfacción del pueblo, de sus ansias de libertad y prosperidad, no llegará a nada mientras no encuentre su cabeza.
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