Cuba está en otra parte

Hacía tiempo que no soñaba con Cuba. O, por lo menos, que no me acordaba de mi sueño al despertar.

Las imágenes, claro, eran borrosas, pero estaba en La Habana, en un hotel de la periferia, que se parecía a algún otro de la costa, aunque del otro lado del Atlántico, de Le Havre quizás. Desde allí, alguna vez, había podido designar, sin llegar a tocarla, mi isla. Igual que el Almirante, apuntando hacia un lugar por descubrir, en el puerto de Barcelona, donde tantas veces había estado, contemplando el mar, cualquier mar, imaginando que se parecía al mío.

No conocía ya a casi nadie en mi ciudad natal. Todos mis amigos de infancia, sin excepción, se habían ido para siempre. Solo debían quedarme algunos enemigos, a los que nunca había visto. Sin embargo, recibí una llamada telefónica en el cuarto. La voz de un hombre me daba cita en el centro, allí donde no fuera nada difícil llegar.

Bajé rápido a la calle, que ardía de tráfico, como alguna otra urbe, como México, extrañamente. Cogí una guagua sin siquiera preguntar adónde me llevaba. Sabía que me iba a encontrar con un bullicio de gente, de mi gente.

Ocupaba esta todas las aceras, todas las calles, en absoluto desorden. En libertad.

A medida que yo iba ocupando también mi espacio, me acordaba de los escritos que contaban las marchas y concentraciones de antaño, aquellas que ya no se producirían, en las que se gritaba contra mí y contra los míos. Esos textos glorificaban el odio, el desprecio, la violencia. Yo los leía y, apenas engullidos, los botaba a la basura. Lo único que se merecían.

Todo eso, en poco tiempo, había desaparecido. Los míos habían recobrado algo de normalidad universal. Habían salido a la calle, venciendo el miedo, el terror, que ya no hacía falta explicar a nadie. Ya no los podrían tildar de cobardes, cosa que nunca jamás fueron. Pero ellos, y yo, éramos incomprensibles, antes.

A mí esa marcha, y las canciones que se iban coreando allí, como Patria y vida o Ya viene llegando, me evocaban otras, las de mi juventud después de la muerte de Franco, L’estaca, de Lluis Llach particularmente, con su refrán en catalán:

Si estirem tots ella caurà
i molt de temps no pot durar
,
segur que tomba, tomba, tomba
i ens podrem alliberar
.

Para liberarse hacían falta himnos. Nunca me gustaron los himnos, pero ahora ese me venía a la mente, constantemente, interrumpiendo incluso mis sueños. También los de Raimon o los de Joan Manuel Serrat. Eran una manera de comulgar en las aspiraciones a la libertad.

Eso era, sin duda, lo que sentía mi gente, marchando desordenadamente por las calles de esa Habana arruinada, destrozada, no por el tiempo ni los ciclones, sino por la desidia de la otra gente, la que llenaba de consignas heroicas, y también terroríficas, a mi misma gente en harapos, negros y mulatos y blancos juntos, sin importarles el color ni el pasado ni las persecuciones y humillaciones que habían ido aguantando a lo largo de los interminables años. Y ahora yo me encontraba con ellos, llorando de orgullo por la rebelión.

Poco importa, en realidad, si estoy en esa Habana que ya no es mía desde décadas atrás, si esa gente que sí es mía está a mi lado o tan lejos, lo que sí sé es que mi sueño no es tal, que es una sensación de vivir en ella y con ellos, en los escombros, en las mazmorras de una existencia que nunca he llegado a abandonar, a pesar del tiempo transcurrido, que se alarga cuando, al despertar, me encuentro en un lugar recreado, no magnificado, en un instante de vigilia, marchando con mis socios, ya no viejos adultos, niños, hacia el mar, hasta perdernos para siempre en una infinidad de ciudades ajenas, hermosas pero no tanto, recitando con el poeta, el gran Gastón: “Yo te amo, ciudad”, antes de entrar en la nada y en la muerte, como el pez. 

El sueño se diluye. La ciudad ya no existe, la gente ha vuelto a refugiarse en sus adentros, no solo en su casa sino también en su mente, en lo que queda de ella después de los discursos. No, yo no estoy allí, no hay ningún amigo para esperarme, las calles están prácticamente vacías, sin bullicio. No hay alegría. Otra esperanza frustrada. Una más.

Pego un grito, como si fuera el último, el definitivo, antes de abandonar la partida. “Yo vine a gritar”, escribía Reinaldo. Relevo el desafío, ahora que él ya no está, desde hace ya tiempo. Que mi aullido llegue hasta las calles y las cárceles de mi Habana, la que me han robado, la que han destrozado sin piedad. “Si acaso no regreso”, cantaba Celia. Lo mismo podría susurrar yo. Pero ¡qué va! Si nunca me fui de verdad.

Pero me quedo en la espera, haciendo lo que puedo, sin seguir soñando (nunca me he acordado bien de mis sueños, no es ahora cuando voy a lograrlo). La alegría inicial se va transformando en pesadilla diaria, con ataques incesantes, multiformes. Aunque siempre he sido temerario, no les tengo ni les tendré nunca miedo. A veces hasta deseo que algo definitivo pase, interrumpiendo los amagos de sueños y felicidad, aunque tardía. Ese algo llegará.

Si vuelvo a la realidad se me cae el mundo encima. De los hombros y de la mente. Me impide pensar. Sé que están al lado mío, cada vez más cerca, aguardando el momento para darme el golpe definitivo. Tengo que estar listo. I want to be ready, clamaba Jim Morrison.  

Ustedes se pueden imaginar para qué. No quiero decirlo. Se lo dejo a su imaginación. Algunos hasta deben soñar con eso. Es otra clase de sueño que los que tengo, que no son con serpientes, las del malvado Silvio Rodríguez, ni nada de eso. Son más sencillos. Antes del fin, quisiera verlos: ver a los míos, los de Guanabo, los muertos y los exiliados (ninguno se quedó). Son sus sombras las que siempre me acompañan, ahora esperanzadas. Por un tiempo, el más largo posible, que me deje desarrollar alguna idea esencial, algún proyecto efímero, algún encuentro vital. Quiero amor y vida, patria y vida tal vez.

La palabra “patria” resulta desagradable a mis oídos. Pero las sombras nuevas no tienen otra. Entonces me contento con ella.

La realidad es diferente a la que yo me podía imaginar. No para mal. Creía que en vida nada se podría producir. No era cierto. Me equivocaba porque no quería tener esperanzas. Pensaba que mi palabra sería la de un poeta maldito, la de algún profeta clamando del otro lado del océano, un Jeremías cualquiera, el de Stefan Zweig, al que nadie escuchaba. Y resulta que no. Ahora nos escribimos desde uno y otro lado, nos hablamos incluso, nos acercamos, nos queremos, sin la desconfianza de antaño. Susurros y gritos. Inesperados.

Recuerdo los tiempos en que, cuando me encontraba de casualidad, en cualquier parte del mundo, con alguien proveniente de mi isla, este se alejaba, presa del miedo y de la desconfianza. Luego fui construyendo puentes con aquellos que se escapaban y a quienes pretendía ayudar, ayudándolos a salir de la zona de retención (sí, así mismo) y perderse por las calles de París o de otros lugares, otros países, lejos. Ahora ya no es lo mismo. La gente, mujeres y hombres de los que apenas conozco los nombres y otras veces ni siquiera, me espera. A que vuelva. Tal vez no lo haga nunca, pero la esperanza está en esa espera. 

Mi sueño es inútil, irrealizable además. Todo habrá desaparecido, se habrá esfumado sin dejar huellas. Los contactos, los amigos de ahora, con quienes converso por obra y gracia de las redes, se habrán ido, habrán huido, como antes lo hicieron otros amigos, a quienes quise cuando estaban dentro y ahora quiero en el exterior, dispersos por el mundo como yo. Su destino será el mismo de siempre.

Milan Kundera, en un libro cuya traducción en francés es La vie est ailleurs (La vida está en otra parte), contaba una triste historia juvenil de delación en la Checoslovaquia comunista, la negación misma del territorio donde habían vivido Kafka, muerto demasiado joven, y su bellísima Milena, desaparecida más tarde en un campo de concentración nazi. El título estaba inspirado en uno de esos dichos llenos de inventividad del Mayo del 68 parisino, casi contemporáneo de la extraordinaria Primavera de Praga, aplastada por los tanques soviéticos pero finalmente resucitada en 1989 bajo la inspiración del hombre de cultura y de teatro Václav Havel, junto con la caída del muro de Berlín. Lo mismo sucederá con el muro del Malecón.

Cuba est ailleurs. Nuestra Cuba está en otra parte, igual que la vida.




habana

Habana Underguater

Gilberto Padilla Cárdenas

Lo que pasó: un sábado por la noche a leer Habana Underguater. Era fan de Erick J. Mota por esos días y un tipo obeso y paranoide me cambió una edición improvisada de Habana Underguater por un DVD original de Blade Runner.