Con las mismas manos de escribirte limpio la freidora Equipment Avantco de mi nuevo trabajo. Cinco años atrás, si alguien me hubiese dicho que estaría nueve horas en una cocina, entre el olor a fritas, grasa requemada, “completas” de fricasé, minutas de pescado, bistec grillé, tostones, hamburguesas, croquetas, treinta platos y alrededor de seis calderos; removiendo el arroz con leche para que no se queme; raspando como famélico todas las ollas y travestido con el delantal de Lola Flores…, me habría parecido un chiste, jamás un hecho real.
Emigrar de una redacción a una cafetería no fue un hecho fortuito: primero estuvo la necesidad de comer y vivir —más o menos decente— y, segundo, el peso de una censura que parece interminable. O al revés, que es lo mismo.
Sin embargo, por mucho que intentas disimular el dolor del golpe, uno sigue creyendo en el anunciado cambio de mentalidad, en la mano salvadora (en este caso, la mente) que llegue a comprender tus argumentos. Solo que mientras eso viene, la penuria apremia.
Las historias de los jóvenes que en Cuba nos vimos obligados a cambiar “de palo pa’ rumba”, por lo general, son parecidas y tienen, casi siempre, a un directivo o un grupo de decisores que ven en ti una amenaza: el muchacho “malformado” en las calderas universitarias que quiere cambiar los bártulos de un plumazo.
Todo esto se cuece en oficinas mientras tú solo piensas en el trabajo, en crecer profesionalmente y aplicar lo que tus mentores dijeron. No crees en la maldad del hombre, solo tienes 23 años y juras cumplir con esa ilusión familiar, eres el orgullo de los tuyos, lo que no lograron tus padres…
En los planes de estudios de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana, no encontré ninguna asignatura (optativa, al menos) que te preparara contra tecnócratas y jefes que velan solo por sus intereses. Uno vive el sueño, hasta tanto se convierte en pesadilla.
“¿Quién eres realmente tú, muchachito? ¿Ya se te va a olvidar que no eres más que un guajirito de mierda que la Revolución sacó del fango y trajo a estudiar a La Habana?”.[1]
Los porrazos
El primer batacazo en Artemisa, donde vivo, llegó por mis colaboraciones con OnCuba, en medio del embate contra todos los que allí escribían. No podía ser que un corresponsal de la Televisión Nacional publicara, aunque temas de corte artístico, en aquel sitio/nido de “gusanos”.
Tienes que irte, no aguantas tantos análisis y el horizonte es la capital —donde dice el refranero provinciano, las cosas son “diferentes”. ¡Bobo!, vives en una isla con “la maldita circunstancia del agua por todas partes” y tu marca viaja más rápido que la luz. Allá sería el porrazo definitivo, entre supuestas imágenes de disidentes, reconstrucción de hechos, Villa Marista, cierre de tus contratos…
No obstante, uno, que va luchando contra toda la maldad y con las manos tan desechas de apretar, escribe cartas a todos los organismos y niveles, se entrevista con funcionarios públicos (para uno de esos jefes yo tenía, dijo, que ganarme la confianza de otros jefes, como el perro que se muerde la cola), dejas tus explicaciones en sitios de Internet habilitados para ello… Y ves fantasmas en las noches de trasluz.
Como ya eres, sin tú saberlo, un apestado moral en la aldea, quienes antes eran tus amigos, ahora se alejan disimuladamente. Ya no necesitan que releas sus escritos, ni que los ayudes en sus planes o sirvas de palanca para un nuevo empleo… Ya no te llaman para fiestas entre “colegas” porque alguien dice que formas parte de otro batallón, y tú sigues en el mismo lugar “y con la misma gente”, te cuesta mucho trabajo entender por qué actúan así.
A ellos les explicas que los de arriba también se equivocan, que tú no militas en ningún grupo, que no has traicionado “la obra”, y les escribes, y los llamas de nuevo, y te niegan el saludo… y ya no existes. Son las primeras secuelas sentimentales de la censura, a las que no te acostumbrarás jamás.
Vete de mí
Es todo tan dantesco que tú mismo te reprochas por lo sucedido: ¿Por qué no fuiste igual que tus compañeros, mira ahora lo bien que están y hasta salen por televisión? ¡Tienes que cambiar ese carácter de mierda, no te llevará a nada bueno! Negro, pobre, maricón, y ahora mal visto, ¿no te parece suficiente?
Dice el especialista que tu dermatitis seborreica es por estrés, pero ni muerto le haces el cuento de la buena pipa, asumo que debe ser por otras causas (autoengaño). Mientras la agonía pasa, encuentras otra “pinchita” por aquí o por allá. Tienes un hijo en otra región del país y debes mandarle su dinero. A sus 9 años él no comprende por qué su padre desapareció de la radio y la televisión. Le tratas de explicar que existen medios digitales, para no marchitar su admiración, pero no entiende. Vas al Ministerio de Trabajo, pero las ofertas no van con tu perfil. ¡Soy periodista!
“Ahora, con esa nota en el expediente, no voy a encontrar trabajo más que en la agricultura o la construcción, y dime, ¿qué hago yo con un ladrillo en la mano?, ¿dónde lo pongo?”.
Por suerte alguien cree en tu verdad, o en parte de ella. Te acostumbras a no ser lo que pensaste en el Aula Magna cuando te dieron el título. Ahora te toca demostrar que tus manos pueden cargar cubetas de puré; quemarse, cortarse, perder la mitad de una uña limpiando boniatos… y no solo hacer crónicas o entrevistas. Tienes que salir al escenario, de una vez, y dejar de pensar que alguien se disculpará por joderte la carrera, ¡eso no existe! Que eres “funcional” mientras no contradigas, alguien así lo dijo, y así será.
“Ustedes solo hablan con ustedes. Les importa bien poco lo que los demás pensemos”.
El vapor de la cocina sofríe las ilusiones. Si entre las cuatro paredes donde estoy sigo pensando estas cosas, es posible que un día de estos se me rompan los treinta platos o pierda las falanges del dedo de la mano. Será mejor lo último, ¡te lo juro!, antes de perder el dinero con el que puedo comer.
Eso te pasa por desentonar en el coro del convento. ¡Ahí tienes!
Notas:
[1] Senel Paz: El lobo, el bosque y el hombre nuevo, Ediciones Era, 1991. (Todas las citas en cursivas pertenecen a esta edición).
Elecciones 2020: La izquierda indifunta
Si hoy vivimos en estado de guerra, no es por causa de Donald Trump. Desde hace seis décadas, la izquierda viene predicando el evangelio de la Revolución. Desde la guardería hasta la universidad, lo mismo en la iglesia que en el centro de trabajo, en el videojuego y en el poema, el credo revolucionario ha suplantado al ideal democrático.