Del Estado demiurgo al Estado de las tinieblas

En las representaciones políticas todo está pensado para exacerbar una “orgánica” sensación de obligatoriedad. El asalto acontecido en la Revolución Francesa donde, con toda intencionalidad, el poder político intentó acomodarse institucionalmente dentro de las emanaciones simbólicas de la Iglesia, ilustra esto. 

La diosa Razón, desfilando por la Catedral de Notre Dame, rebautizada como el Templo de la Razón en la combustión revolucionaria de Francia, recuerda una definición de Carl Schmitt: “los conceptos políticos modernos son conceptos teológicos secularizados”. 

La idea de un Estado que supone una comunidad política, para lo que en realidad es un aparato de poder reducido en su participación, es un mito que cobra forma realista mediante un disciplinamiento jurídico. Y como todo mito, no puede escapar de un profiláctico linaje artificial. 

El Estado demiurgo fue aquel que buscó en sí mismo, mediante la noción de soberanía, una justificación omnipotente de su existencia histórica. Esto dio paso al Estado de las tinieblas, en la propia incapacidad de la razón y el progreso como tabula rasa del arribo mesiánico de la humanidad a un supuesto estado de consumación arquetípica, para lo que fue el descenso al averno totalitario, o lo que resulta igual, a la irracionalidad eficientista. 



II

La joven República cubana, fundada en 1902, inició con un signo de Estado demiurgo. Es decir, el rasgo ceremonial de consumación histórica de un proyecto político que tenía una necesidad imperiosa de concretar finalmente un “espíritu nacional”. Idea de autoridad política sacralizada en una meta providencial: se llegaba a la república soñada por José Martí.

El telos permeaba el ordenamiento jurídico en función de una idea de destino. La frustración circular acontecida y magnificada por un relato cultural paralelo y demonizante del relato político funcionaba, paradójicamente, como la revaluación continua de una sensación de posibilidad en potencia. Posibilidad de un “ser nacional” que empujaba su propio desencanto como meta historizante.[1]

Así queda definido un Estado demiurgo que pacta una geometría variable sobre su definición de patria común / patria constitucional, rotándolas sobre una institucionalidad republicana de matices autoritarios ocasionales en esa vocación por la pluralidad uniformada, o la tara del “hombre fuerte”. 

El Estado demiurgo, como ordenamiento impostado, fue licuando las identidades, hasta que la distinción cívica de lo uno y lo otro quedaron irreconocibles. Rasgo de una modernidad que, basada en la soberanía popular y la representación electoral —en una forma republicana—, terminó siendo el propicio interregno para el advenimiento totalitario en tanto el exacerbado constitucionalismo angular, como tablas de Moisés, permitió la oportuna, disimulada y sacralizada sinonimia entre Estado y Nación. 



III

La Revolución Cubana, eso que se entiende desde la alquimia historiográfica oficialista como un tiempo capsular de consumación teleológica, trajo consigo al Estado de las tinieblas. Si el Estado demiurgo es prometeico y maneja la utilización del tiempo político como posibilidad de un “ser nacional”, el Estado de las tinieblas es perimetral y enclaustrado. De ahí que su utilización del tiempo parta de un pretérito inexistente. 

El Estado de las tinieblas es unidimensional y dentro de sí el desvanecimiento de la patria comunal, esa que no precisaba del conflicto para existir, sino que partía de la sensación compartida del espacio, es convertido en conflictividad consustancial a la noción de un enemigo simbólico. Narrativa que termina siendo totalitaria.

El reducido espacio de una partidocracia que terminó siendo séquito de hombre no es otra cosa que una falsificación ideológica que, siendo de un “signo” determinado (socialista) no tiene definición más allá de una simbología decorativa. Así puede parasitar enfrentamientos —incluso socialistas— en nombre de una revolución que a los efectos es un constructo que hace de su “hoy y aquí” un absoluto político. 

El Estado moderno, patentado en la Francia revolucionaria como el forzoso paréntesis de la patria —que sería muy extenso desarrollar aquí— y que hoy parece desdibujado por la globalización y el globalismo indistintamente, es la plataforma que permitió que el esfuerzo racionalizador de la modernidad trastocara cualquier fragmentación orgánica, como Midas caprichoso, en “razón de Estado”.

Cuba quedó atrapada entre una inacabada experiencia moderna fragmentada por una sensación de frustración nacional, avocada a la violencia como recurso jurídico, y un régimen totalitario que sustituyó la posibilidad de “ser” por la de “ser en el Estado”. 

Del Estado demiurgo al Estado de las tinieblas, en parte, ha gravitado nuestra corta y atribulada historia reciente.




Nota:
[1] Lucien Febvre: Combates por la historia, Editorial Ariel, 2017.


© Imagen de portada: Cherry Laithang.




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Nuestra propia historia

Oswaldo Payá

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