Estamos enfermos de miseria,
es una larga y penosa enfermedad.
Lorenzo Lunar.
Lo pensé cortos segundos, si se los daba o no.
No me gusta darle dinero a los niños que piden en la calle. Creo que algunos valores se quiebran y a la larga puede afectar su conducta, pero el aciago en su rostro por la espera de esos segundos no me fue ajeno.
Morir de desencanto es tan triste como morirse de hambre. Yo lo veía todos los días en los ojos de mi madre, dice Cecilio en el capítulo La fiesta del maíz del libro Chivo que rompe tambó (cocina criminal cubana) de Lorenzo Lunar.
Así se veía en la mirada del niño.
—Acércate —y le di veinte pesos.
El niño dio las gracias y se fue.
Mientras me tomaba un helado en el Barrio Chino, lo observé alejarse. No controlé el llanto. Le dije a mi pareja que fuera a buscarlo para brindarle helado y corrió para alcanzarlo.
La sensación entre alegría y alivio al verlo regresar se me hizo indecible, luego que me dejara asida con interés de conocer en el entorno que residía.
—Siéntate.
Las uñas. La camisa del uniforme. Estaban muy sucias.
Ya era de noche y que aún anduviese con tal estampa me pareció disfuncional.
—¿Quieres tomar helado?
Asintió con la cabeza.
Lo ayudé a escoger los sabores. Prefirió que se lo echaran en un vaso desechable para llevar.
—Le daré a mis hermanos.
—¿Con quién vives?
—Con mi abuela y mis hermanos.
—¿Y tus padres?
—Andan por Santiago.
—No le preguntes tanto —dijo mi pareja.
—¿Puedo hacerme una foto contigo?
—Sí.
Agarró el vaso, estaba un poco inquieto, apurado.
—Me voy —dijo.
Volvió la morriña e hilvané una forma de localizarlo en otra ocasión menos atosigada y darle una mejor ayuda.
Se hilaron en la memoria esta historia con la del niño que recogí en la línea del tren, cuando apenas yo estaba en séptimo grado. En el intervalo de regreso a casa, le relaté a mi pareja que, sentado en uno de los raíles, le pregunté:
—¿Qué haces en este sitio?
Mantuvo el juego de tirar pequeñas piedras que sacaba entre las traviesas de madera.
—Es peligroso estar aquí.
Dejó una piedra en la mano. Sin alzar la cabeza, con un gesto de hastío. Sin decir palabra.
—¿Vives cerca?
—No, estoy de pase.
Tendría unos doce años. Pensé cuál sería su escuela, donde con tan corta edad estaba becado.
—En la Escuela de Conducta.
Tiró la piedra, pero esta vez un poco más lejos.
No pensé en causas. Yo solo percibía al niño vulnerable. Haraposo, hambriento.
Lo llevé para mi casa, que quedaba bastante cerca. Le expliqué a mi madre y sin objetar le dimos almuerzo. También, algunas ropas. Se dio una ducha.
Recuerdo que lo vi una segunda vez, en otro pase, y me dio una calabaza. Fue su manera de agradecimiento, supongo. No supe más de él.
Al mirar alrededor, ves la angosta vida de las personas. Sobre todo, la de los niños y ancianos muertos de hambre (así, en el sentido literal de la palabra) por quienes nos han quitado el pan nuestro de cada día, esa necesidad diaria.
—Es sagrado —repetía mi abuela—. No lo desperdicies. Si lo vas a tirar para que se lo coma algún animal, primero dale un beso. Sí, un beso antes de botarlo.
Hay mendigos de todas las clases en la Cuba de hoy. Están los mendigos de plaza fija, esos que ves en la misma zona cada vez que transitas las calles, con vaho a cloaca y orine y desechos en cada esquina, a punto de obstruir el paso, como los derrumbes. “La Habana es una novia triste y el silencio sobre demasiado escombro”, escribí alguna vez en un poema.
Están los mendigos de ocasión que piden dinero. A esos te los tropiezas en todas partes. Niños, ancianos, mujeres, hombres.
—Es para comer —se justifican.
El niño del helado, el de la línea del tren y yo, también somos mendigos. Detenidos en el tiempo que se ha calado. Ellos son mendigos de ocasión. Yo, una mendiga emocional que no cree en la providencia.
Todo esto es paradójico. Mentir. Desmentir. Una paradoja constante: resistir en la desidia y lo precario.
Cuidado al que destape o le ponga la tapa al pomo. Es un secreto a voces, entre el pueblo cubano y la insolencia de su gobierno. Tragarse el infortunio en lugar de la comida.
Volver a tragar en seco, raspándonos la garganta.










