El patrimonio inmaterial cubano, ruta política hacia el escenario global

En noviembre de 2025, Cuba fue distinguida por el Instituto de Investigación Meadin de China con el premio “Destino Socio de Activación del Patrimonio Cultural Inmaterial 2025”, en reconocimiento a “sus esfuerzos de preservación y revitalización de su patrimonio cultural vivo”. Durante la ceremonia inaugural del Festival de Cultura y Turismo Meadin en Hangzhou, la consejera de Turismo de Cuba para Asia, Elizabeth Vela, enfatizó que Cuba es “uno de los destinos más singulares y fascinantes del Caribe”, y destacó “los atractivos culturales de la Isla: desde el mejor tabaco y café hasta un patrimonio cultural material e inmaterial”.

El evento también fue una oportunidad para la presentación oficial de la nueva campaña turística “Cuba Única”, concebida para resaltar la “identidad nacional, la hospitalidad del pueblo cubano y los logros de la Revolución en el ámbito social”. De tal modo, el reconocimiento otorgado por China se presenta de manera oficial como respaldo a la política y a la cultura oficialista cubana en el escenario global, posicionando estratégicamente esta imagen proyectada por la élite cubana como baluarte y multidestino para el turismo internacional. 



Ceremonia y reconocimiento a Cuba. Fuente: Prensa Latina (2025).



A continuación, el Observatorio de Derechos Culturales examina cómo el patrimonio cultural cubano ha sido progresivamente instrumentalizado como canal de legitimación política y vehículo para la comercialización simbólica de la cultura nacional. Esta revisión crítica se centra en el modo en que el Estado cubano desplaza el patrimonio desde su dimensión comunitaria hacia una narrativa oficial que lo convierte en activo de marca país; sobre todo en contextos de crisis multifactorial, donde la cultura funciona como recurso estratégico para sostener legitimidad y atraer inversiones.



Legitimación simbólica y atracción de inversiones en tiempos de crisis sistémica

El espaldarazo cultural proveniente de China llega en un contexto complicado para Cuba, con una crisis de legitimidad, tanto doméstica como internacional, debido al colapso de los elementos más esenciales de la vida digna y a la creciente vulneración de los derechos humanos. En este escenario, reconocimientos culturales como el que nos ocupa funcionan como valiosos recursos simbólicos. Específicamente, el homenaje al patrimonio propone una celebración de la gestión historiográfica y cultural del Estado cubano como pieza fundamental del supuesto respeto a la ciudadanía. Dichos laureles refuerzan el discurso oficial de “resiliencia”: pese a las adversidades económicas, Cuba mantiene vivos sus valores culturales y sociales fundamentales.

El ODC ya ha advertido sobre el énfasis reciente en este tipo de estrategias. Por ejemplo, sobre la atracción de inversiones y alianzas económicas mediante la creación de una Marca País oficial en 2021, que desde entonces asegura, mediante el Decreto 54, un signo oficial administrado por el Estado para identificar la identidad nacional de bienes y servicios, a la vez que promociona al país como destino propicio para la inversión extranjera, el turismo y eventos internacionales. De tal modo, la cultura y la imagen patrimonial de Cuba se convierten en área estratégica de seguridad nacional, donde el Estado se arroga el derecho monopólico de operación, al concebirse explícitamente como activos al servicio de la economía política nacional y defenderse desde sus oportunidades de negocio y desarrollo. 



Selección de nuevo Consejo de la Marca País de Cuba. Fuente: Prensa Latina (2024).



La distinción otorgada por China defiende esta dirección al convertirse insumo para la diplomacia económica cubana: fortalece los lazos con un socio estratégico (Beijing) y refuerza la confianza de potenciales inversores, al mostrar a Cuba como nación culturalmente estable, segura y rica. Esta dinámica refleja un patrón más amplio observado en regímenes autoritarios bajo presión internacional y en recesión económica: a la vez que reducen oportunidades culturales independientes, financian eventos masivos que refuerzan la narrativa oficial y la legitimidad político-cultural de sus administraciones. La cultura se vuelve así propaganda, donde la memoria manipulada se vende como estandarte para reafirmar el proyecto político y atraer la cooperación extranjera con similares valores antidemocráticos.



Patrimonio como herramienta de diplomacia y proyección comercial internacional

La convergencia entre patrimonio cultural y diplomacia económica no es un rasgo exclusivo de Cuba; forma parte de una tendencia global de utilizar la cultura como puente en las relaciones internacionales de diverso signo. En el caso cubano, además del reciente aval chino, destacan otros reconocimientos internacionales al patrimonio que han sido capitalizados para impulsar la imagen del país. Varios elementos de la cultura cubana han sido inscritos en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad de la UNESCO, celebrados por el gobierno como logros nacionales. 

Así, diversas tradiciones han obtenido dicho estatus en años recientes. Es el caso de la tumba francesa o baile de raíces franco-haitianas (2003), el punto guajiro o poesía y música campesina (2017), fiestas populares como las Parrandas de Remedios (2018), los sabores del ron ligero (2022), el son cubano (2025). Más allá del indudable valor cultural intrínseco, estas manifestaciones son aprovechadas como performance comercial y puente para la venta de productos asociados a marcas administradas mayormente por la élite económica-política del país. 



Inclusión del son cubano como patrimonio en la 20 sesión del comité Intergubernamental para la salvaguarda del patrimonio inmaterial de la Unesco, en Nueva Delhi. Fuente: Radio Bayamo (2025).



Por otro lado, Cuba ha firmado acuerdos de reconocimiento mutuo de expresiones culturales con Rusia, Irán, Argelia, Arabia Saudita, entre otras autocracias, legitimando entre sí el esbozo antidemocrático de una cultura oficial y mayoritaria que estos regímenes persiguen vender. Es decir, el etiquetado a conveniencia de expresiones culturales nacionales no es una excepción cubana. Desde la poesía y la danza tribal, la gastronomía étnica, bailes y artes marciales han sido presentados como símbolos de unidad, tolerancia o renovación cultural en las autocracias firmantes junto a Cuba, quienes usan un producto cuidadosamente curado como tarjeta de presentación, mientras invisibilizan y hostigan a activistas culturales que trabajan por rescatar sus expresiones más intrínsecas de este escenario propagandístico. 

Prueba de ello son las persecuciones y condenas a músicos tradicionales baluches, sufíes y lorestanos en Irán; a artistas indígenas y activistas de regiones como Yakutia o el Cáucaso Norte bajo el canon ruso ortodoxo-estatal; o a practicantes religiosos, organizadores de festivales tradicionales y maestros de lenguas minoritarias en Xinjiang y el Tíbet; a colectivos independientes como el Movimiento San Isidro en Cuba; entre otros artistas y actores que promueven el pluralismo cultural y que son objeto de censura, exclusión de circuitos institucionales, penalización judicial y asesinato mediático de la reputación.



Artistas y activistas miembros del Movimiento San Isidro en La Habana. Fuente: tomado del IG del mov_sanisidro.



En este ecosistema represivo, el apoyo cultural autocrático promueve cofinanciamientos de índole comercial, peligrosamente instrumentalizados en clave diplomática. El propio discurso oficial cubano vincula explícitamente la salvaguardia de conocimientos tradicionales —como los saberes de maestros roneros o tabaqueros— con su rentabilidad económica, destacando su legado como valor agregado en festivales de marcas estatales como Habanos S.A. y Havana Club International. En estos escenarios, las catas, los maridajes y las recreaciones de procesos artesanales se integran al repertorio de la diplomacia pública cubana, proyectando una imagen de patrimonio vibrante, bien gestionado y abierto al mundo. 

Sin embargo, estas representaciones suelen estar cuidadosamente escenificadas para públicos internacionales o inversionistas, mientras que en el plano doméstico dichos productos —como el propio ron o los habanos— no circulan con mínima calidad ni accesibilidad entre la población. Lo que se presenta como tradición viva se convierte, en realidad, en una actuación puntual, desconectada de su tejido social de origen y limitada a su valor como símbolo de exportación.



Cata de rones ligeros y productos de la marca con reconocimiento por la UNESCO. Fuente: tomado de la cuenta de X, @UNESCO_es (2022).



De patrimonio vivo a marca país: tensiones con los derechos culturales comunitarios

La orientación del patrimonio cultural inmaterial hacia fines de marca país y mercadeo turístico plantea serias tensiones con los derechos culturales de las comunidades portadoras de ese patrimonio. Por definición, las tradiciones, saberes y expresiones que conforman el patrimonio inmaterial son creaciones colectivas, sustentadas en la transmisión generacional dentro de una comunidad específica. De acuerdo con este enfoque, las personas y colectividades tienen derecho a acceder, participar y beneficiarse de su patrimonio cultural, así como a intervenir en su identificación, interpretación y desarrollo. Esto implica, por ejemplo, que las comunidades originarias de una manifestación cultural deben ser protagonistas en la salvaguarda y representación de esa manifestación, asegurando que su significado y valores no se distorsionen. 

Sin embargo, en la práctica, las manifestaciones culturales que autocracias como Cuba, China o Rusia celebran en espacios internacionales carecen, por lo general, de la participación efectiva de las comunidades que las originan o sostienen. Más que procesos culturales vivos, lo que se proyecta es una construcción cultural externalizada. La autenticidad y la agencia comunitaria quedan desplazadas por la prioridad en la exportabilidad del símbolo cultural, dentro de un mercado altamente regulado y dirigido por estos regímenes. En este modelo, la cultura no se entiende como derecho colectivo ni como expresión social diversa, sino como activo estratégico administrado desde el poder, donde los beneficios materiales y simbólicos rara vez revierten en las comunidades que dan origen a esas manifestaciones.

En Cuba, la histórica centralización institucional y el control estatal mayoritario sobre el sector cultural limitan la autonomía de los actores locales: las decisiones sobre qué elementos culturales se promueven a nivel internacional, cómo se “empaquetan” y con qué mensajes, emanan unilateralmente de las cúpulas ministeriales, de socios privilegiados en agencias de turismo o de mecanismos más estatalizados de propaganda nacional. En contextos de alto personalismo político como el que nos ocupa, las culturas regionales o expresiones no alineadas con el discurso oficial quedan al margen, considerándose “periféricas” o incómodas para la imagen que se desea proyectar. Es por ello por lo que la marca país llega a volverse en estos espacios un mecanismo de exotización/homogeneización cultural: se privilegian aspectos folclóricos “benignos”, pero se silencia la realidad diversa y compleja que enfrentan sus portadores.

A la luz de estos eventos, el Observatorio de Derechos Culturales recuerda que reducir el patrimonio inmaterial a un insumo de marketing deriva en la cosificación del acervo cultural. Las tradiciones se presentan entonces de forma estereotipada, congeladas en una versión “de espectáculo” dirigida a turistas e inversionistas, despojadas de su dinamismo, complejidad y sentido profundo para las comunidades que las sostienen. Esta lógica instrumentaliza también a los actores socioculturales: cuando las comunidades no controlan cómo, cuándo y para qué se muestra su patrimonio, pasan a ocupar un rol secundario como simples proveedores de una atracción cultural bajo dirección externa.

En el caso cubano, esta estructura se profundiza debido al monopolio estatal sobre buena parte de la actividad artesanal y cultural. Los beneficios simbólicos y económicos derivados de la exportación cultural tienden a concentrarse en empresas estatales o paraestatales, mientras que los productores originarios (artesanos, músicos, portadores de tradiciones) reciben escasos retornos materiales o autonomía en la gestión de sus saberes. Se trata de una maquinaria de extracción y explotación cultural, donde tanto la renta como el prestigio acumulado en el exterior raramente se traducen en mejores condiciones de vida o en garantías de participación real para las comunidades.

El ODC alerta, además, sobre el menoscabo progresivo del patrimonio inmaterial cubano producto de una alteración en las prioridades de su salvaguarda. Cuando la política patrimonial se subordina a la lógica de marca país, se privilegian aquellas expresiones “exportables” o visualmente impactantes, dejando fuera prácticas culturales menos comercializables, pero igual de significativas. Manifestaciones que escapan a los códigos del turismo o del protocolo diplomático (prácticas rituales locales, expresiones indígenas o tradiciones marginalizadas) suelen quedar fuera del radar institucional. Este sesgo selectivo contradice el principio de diversidad cultural y agrava la situación histórica de subordinación que han enfrentado muchas comunidades en políticas culturales de corte autoritario o centralista.

Por último, el ODC reafirma su compromiso con la ética de los derechos culturales en el contexto de la creciente diplomacia económica cubana y ante la instrumentalización del patrimonio que amenaza con vaciar de contenido a las tradiciones nacionales. En este escenario, defiende la necesidad de una participación comunitaria real e independiente en la construcción de la narrativa cultural del país, así como la reivindicación activa de la memoria, los saberes y las prácticas que conforman el verdadero legado cultural cubano, más allá de su utilidad política o comercial. La defensa del patrimonio cultural no puede estar desligada de los derechos de quienes lo crean, lo viven y lo transmiten.