Cuando Tomás de Torquemada se hizo Inquisidor de Castilla y Aragón —bajo el manto de confesor de Isabel la Católica—, seguramente nunca imaginó que sus ideas de persecución, y la mentalidad de plaza sitiada, perdurarían durante siglos.
No hasta 1834, cuando la Inquisición en España se fue a bolina. No hasta 1965, cuando Roma finalmente decidió poner punto final, cuando Pablo VI reorganizó el oficio… Sino hasta hoy, en pleno siglo XXI.
Hoy, Torquemada estaría orgulloso. Su ministerio —que torturó, ahogó, mutiló, excomulgó y persiguió a los disidentes de la Iglesia Católica en Europa—, sigue presente en las otrora posesiones de ultramar, y aunque ha dejado de lado, en buena medida, el aspecto físico de la cacería, los nuevos escenarios han ayudado a la permanencia de los promotores de la hoguera, fuertes representantes de un poder extinto en el Nuevo Mundo hace, en el mejor de los casos, poco más de 200 años…
Por eso no deberíamos asombrarnos si en la televisión cubana un presentador culmina su segmento informativo diciendo que “el diablo se alimenta de mentiras”.
Lo van viendo, ¿no? En pleno 2020.
Por supuesto, el 2020 ha sido un año tan terrible desde sus inicios que cualquiera se plantearía preguntarse qué rayos —o qué demonios, para mantenernos en la cuerda eclesiástica— deseó la gente al bajarse el trago de sidra el 31 de diciembre de 2019.
Desde su nacimiento, el bisiesto traía ya inoculado el virus de Wuhan, el abuso, la discriminación, la revuelta, el saqueo, los cristales rotos, el molotov, el incendio, la pólvora, el fuego. La hoguera. El odio.
El odio. El odio a lo desconocido, al cambio, al paso adelante. El odio a la resolución de moverse en una dirección que rompa los esquemas. El odio a la libre expresión, la libre actividad, el libre pensamiento. Un odio que hoy se manifiesta en el campo de batalla de las redes, y da la medida exacta de cómo Torquemada y sus acólitos estarían de fiesta.
Pantallas y teclados son los nuevos medios para que cada quien lleve la evangelización a su antojo, sin sello lacrado, portando estandartes más o menos lujosos, alumbrando con su “verdad” a una “masa sin luz”, que la mayoría de las veces no pidió opinión alguna, pues está muy ocupada asegurando el techo y el plato de comida.
Del odio hemos tenido mucho este año. Supongo que el aburrimiento del encierro y el Internet —libre para unos, caro y limitado para otros— han dado rienda suelta a un sistema confrontacional, donde los que contienden ya no son ejércitos con caballería, tanques o aviación. Se trata más bien de una especie de guerra civil, donde el que tenga los argumentos más grandilocuentes se hace de su cohorte de seguidores (a veces voluntarios, a veces por encargo u obligación) y agrede al contrario, el que no piensa como él, el que no predica con “su religión”.
Las diferencias de criterio se expresan a todo volumen —cual canción de reguetón— en ese solar sin ley que es Facebook, donde Zuckerberg hace el papel de policía corrupto censurando memes de sexo mientras otros, que alientan al odio contra sus iguales, salen ilesos. Todas las semanas alguien intenta ganarse el derecho a ascender al trono con un post, como en una lucha de cruzados contra moros por el control de Jerusalén.
Los “aburridos” —que no lo están tanto, porque tienen una agenda clara que seguir— calculan los tiempos para soltar la próxima bomba: justo cuando ha pasado el efecto de la última y ya pueden atraer la atención sobre ellos otra vez, para comenzar de nuevo ese círculo vicioso.
Apartando los debates suscitados por las supuestas discusiones en torno al manejo de la pandemia que nos une —la Covid-19 es lo único que ha unido al mundo, para peor—, volvamos al mes de mayo y a todo lo desencadenado después del asesinato, en Estados Unidos, de un hombre negro a manos de un policía blanco. Según he visto, esa fue la base de todo (y no el limón, como algunos dicen). Fue a partir de ese momento que verdaderamente empecé a sentir la hostilidad a un nuevo nivel. No caeré en explicaciones de qué pasó o dejó de pasar. No es el menester de este texto.
Partiendo de ese día, y hasta hoy, todas las semanas ha sucedido algo en las redes que ha motivado a la batalla campal entre el bando que definiremos como “los de Cuba”, y el otro que vamos a nombrar como “los de afuera” (aunque estos a veces se fajan entre ellos, como cuando las directas de Danay Suárez y el post del otro muchachito cuyo nombre no vale la pena recordar). Una batalla donde se tantean, se chotean, se marcan distancias y al final se agreden utilizando epítetos a veces irrepetibles, y donde las palabras “traición”, “gusano”, “comunista de… (el adjetivo que se le ocurra)” y “ciberclaria”, son la escaramuza que al final conduce al fuego total.
Los bandos recurren a la fe ciega en la destrucción del contrario, que encarna a un monstruo más poderoso, un kraken de mil tentáculos que los usa como marionetas para lograr el objetivo de sobrevivir.
Porque sí, queridos, no se engañen: lo que ustedes defienden, ese “monstruo” que ven a ambos lados del Estrecho, está más que complacido viéndolos destrozarse y viendo saltar los jirones de carne ensangrentada por todas partes. Mientras los contendientes están más cerca de creer en el golpe definitivo, la guerra de desgaste solo la está ganando su señor.
El verdadero enemigo, sea quien sea, está logrando su objetivo, a sabiendas o no. Está fomentando la separación a muerte entre colegas, coterráneos, connacionales y hasta familias, encaminado a destruir toda oposición posible y seguir viviendo del cuento en cualquier latitud del globo.
Lo que empezó como un debate sobre violencia y racismo se convirtió luego en un escenario donde, con la muerte de un joven de Guanabacoa, aparecieron comentarios como “se lo tenía merecido” y “está bien que le pase, por delincuente”, que reproducían a aquellos que hablaron así tras el incidente de Floyd, dejando de lado el dolor de una familia y poniendo en rivalidad los asesinatos de los policías en Calabazar. Tras los cuales, también se dijo que estaba bien, “por represores”; que lo tenían merecido, “por esbirros”, obviando que esos policías también tenían familias. El desprecio por la condición humana ha sido bestial.
Si bien es cierto que uno de los “monstruos” no supo manejar bien (¡qué sorpresa!), desde la comunicación, ninguno de los casos (y otros que han venido después), la indolencia de quienes asistieron a comentar el vago intento, difundido por un heraldo sin nombre ni rostro, ha sido más dolorosa. Luego vinieron las disculpas y los lamentos, que más hipócritas no pudieron percibirse.
A raíz de esto, el nuevo escenario ha sido contra el “periodismo independiente”. Este es el término que se usa, pero al final es periodismo y punto. Hubo quien incluso dijo, y cito: “El periodista que se deja vencer por el lado oscuro no tiene derecho a ‘contar nada’, porque contamina todo lo que toca, todo lo que observa”.
A Darth Vader le habría encantado ese comentario.
Y ahí: desde la “fallida” convocatoria a la marcha del Yara hasta la decisión de Elaine Díaz de ejercer su derecho a cambiar su vida como estime conveniente, los cuervos han seguido teniendo su festín, y vuelven a por la yugular de sus víctimas, a tratar de desangrarlos, mientras el poder observa satisfecho la carnicería a una distancia responsable…, aunque su mano se nota.
Lo peor de todo es que este comportamiento de descuartizarnos lo está viendo todo el mundo, y es el microrreflejo, el “microempingue” de toda la comunidad latina que, en un año que trae elecciones en Estados Unidos, está más dividida que nunca.
Pero si en algo coincide esa comunidad —según los comentarios generales que he podido leer en varias redes sociales— es que “los cubanos somos los más racistas, individualistas e intolerantes de todos”, y que ni siquiera nosotros mismos “somos capaces de luchar por lo que nos interesa como comunidad”.
Esto —aunque no representa mi experiencia— es lo que creen de nosotros. Y quizás nos lo hemos ganado por tanto odio inoculado, el odio de muchos hacia el gobierno imperante en Cuba, el odio que nos ha vuelto intolerantes.
Ahí radica la victoria de Torquemada y su kraken. Casi seis siglos después, la semilla de la Inquisición aún está dando frutos: dejando intocados a los poderosos, destruyendo cualquier posibilidad de unión entre los siervos, fomentando cada día el desentendimiento y alentando a la confrontación. Abriendo heridas que no sanarán a corto plazo, que quedarán como recordatorio del poder que les hemos permitido, a los “Grandes Hermanos”, ejercer sobre nosotros.
Nadie lo ve, pero el enemigo común, a base de fuego e ideología, lo ha logrado. Nos tiene separados. Y así nunca nos moveremos en otra dirección.
Al final todos somos herejes de nuestras ideas, y los inquisidores se sirven de ellas y de nosotros para lanzarlas al aire. Lo que les importa es capturarnos en tierra de nadie, estancarnos en una guerra de trincheras, revolcados en el fango, mientras ellos están a salvo en sus mansiones, con más techo y más comida que cualquiera de los que hacen hoy la cola para el pollo.
Torquemada ha ganado.
La senda del samurái: una cubana en Japón
Tokio es la capital de uno de los países más desarrollados y quizás más míticos del mundo. Y los luchadores, los samuráis, siguen llegando. En Japónviven actualmente cerca de 500 cubanos. Poco más de la mitad están en Tokio. Anayanci es uno de ellos. Clásica mulata habanera, aunque ella dice que es negra.