Los mismos que se resistieron a aceptar la derrota en las elecciones del 2016, nos alertan ahora sobre un inminente golpe de Estado de Donald Trump. “Corremos el peligro de que Trump no acate el resultado de las elecciones”. Pero, ¿no hemos vivido cuatro años de desacatos mezquinos, insidiosos, cotidianos? Por primera vez en la historia de los Estados Unidos, un partido rebelde se negó a respetar la voluntad del pueblo, expresada en las urnas.
El golpeado es acusado de golpista.
Pero, ¿no es esa la manera de actuar de los socialistas? Aquellos que se rasgaron las vestiduras la noche de las elecciones del 2016 y se preguntaron, llorando, delante las cámaras: “¿Cómo les explico esto a mis hijos?”. Los que espiaron a Trump desde las mismas agencias de inteligencia del gobierno norteamericano, todavía bajo el control de los obamistas. Los que montaron la farsa de la colusión rusa.
Los que instituyeron el culto a la personalidad de Barack Obama. Los que hubieran votado por él para un tercer mandato. Los sublevados de la “Resistencia”.
Los que han asestado golpes mediáticos a cada gobierno conservador en los últimos cuarenta años, aprovechando cualquier crisis: un ciclón, una debacle financiera, un atentado terrorista, una pandemia.
Los que convirtieron a la prensa en servidora de la ideología. Los que han acusado a Trump de violar a su hija. Los que hicieron trizas sus discursos en plena asamblea. Los que lo persiguieron con investigaciones superfluas y acusaciones falsas durante cuarenta y ocho largos meses.
Los que cometieron todos los crímenes de odio imaginables contra el obrero que llevó una gorra de MAGA a su centro de trabajo. Los que han derogado unilateralmente la libertad de expresión. Los que empujan a la clandestinidad a los intelectuales y artistas conservadores. Los que le niegan la permanencia en los claustros a quienes no comulgan con la doctrina.
Los que han salido a las calles a vandalizar, saquear y quemar en masa, y ahora nos imponen un higiénico voto por correo, enmarañando desembozadamente el curso de las próximas elecciones, ¿no son los mismos que crearon el caos para impugnar los comicios del 2004 y el 2016, y ahora, preventivamente, los del 2020?
Los mismos que pretendían reinterpretar la Segunda Enmienda y provocaron, con sus actos de violencia, el mayor incremento en las ventas de armas de la historia contemporánea norteamericana. Los que predican la revolución y promueven el desacato a toda autoridad, ¿podrían ser los guardianes de las elecciones?
Los que dijeron “¡Hasta la victoria siempre!” en Miami y se preguntaron en Cuba “¡No sé qué le encuentran de malo a este país!” . Los mismos que miraron callados cómo los vándalos derribaban las estatuas de Washington y Frederick Douglass, ¿podrán venderse ahora como amigos de la Constitución?
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El problema de la revolución es demasiado complejo para despacharlo en un solo artículo. No es un problema nuevo, sino viejísimo. Es un asunto candente que arranca en la Francia de Madame Roland, en A Letter to a Noble Lord de Edmund Burke, en la Comuna de París, en la revuelta del Haymarket Square en Chicago. Es un problema dieciochesco y decimonónico. Es un embrollo retrofuturista, tan viejo como el cristianismo y tan moderno como el tratado Contra Galileos, de Juliano el Apóstata.
Es más anciano que Ramsés II.
De la época de Ramsés II, en la remota dinastía XIX, datan Las admoniciones de Ipuwer, que me gusta citar: “Los hijos de los príncipes son arrastrados por las calles. El hijo del hombre de rango ya no se distingue del que no tuvo padre. Cada comarca dice: Acabemos con los ricos. La que solía mirarse en el agua, ahora es dueña de un espejo. El que desconocía la lira, ahora tiene un arpa. El que nunca construyó un sarcófago, ahora es dueño de una tumba. El que no tenía pan ahora es dueño de un granero, su despensa está llena de cosas ajenas. Niños y viejos gritan: ¡Queremos morir!”.
La revolución huele a papiro mustio, a sudor viejo, a piedra quemada, a saliva seca, a sobaco de Nefertiti. Es lo más arcaico que podamos imaginar, aunque siga presentándose como lo eternamente pendiente.
Biden y Kamala son tan antiguos como las pirámides, como los neandertales que entorpecieron el advenimiento del Homo Sapiens. Lo anunció Bowie en una canción escrita en la década que marca el ocaso de Occidente: You got to make room for the Homo Superior.
He ahí el problema: La gauche, c’est le Ancien Régime.
El régimen de dos partidos ha tocado a su fin. La democracia despilfarró sus recursos y un socialismo descalabrado está a las puertas. Necesitábamos una tercera opción. Se acusa a Donald Trump de querer implantar una dictadura, pero la dictadura suele confundirse —fue el caso de Lincoln— con la respuesta enérgica, incluso violenta, a la esclavitud.
En las universidades, en la prensa, en la industria del entretenimiento, en las tapas de las latas de galleticas, en un cuaderno de colorear, en una canción de amor, en la alta cultura y la prensa amarilla, la esclavitud se expresa de las maneras más ingeniosas.
La dictadura está delante de nuestros ojos y no la vemos; o la ignoramos aunque la veamos. Se sabe, desde hace casi dos siglos, que es un espectro. Eso que Karl Marx llamó Gespenst en el Manifiesto Comunista, el fantasma que recorría Europa.
Es un último aliento.
La dictadura no es un invento trumpista: ha estado con nosotros desde hace sesenta años, desde los años 60. Somos ciudadanos de la dictadura. La unanimidad es, por fin, pandémica. Trump se enfrenta al absolutismo: es el Tercer Estado contra el Estado profundo.
Los nuevos dictadores comenzaron por prohibir el tabaco y terminaron por vetar el piropo. Se declaró la guerra a las comidas superficiales: Coca-Cola, Del Monte, Doritos, McDonald’s. Y a las creencias: dios, himno, bandera, patria, cultura. Y a los sentimientos: odio, deseo, hambre, roña. Un día se nos informó que solo el café era bueno: latte, grande, espresso y machiatto. En cada cuadra un Starbucks empapelado con afiches de campesinas de países hermanos a las que pagábamos precios justos por cosechas orgánicas.
Y creímos, y dejamos de fumar, y nos convertimos en cafeinómanos absolutistas.
Café sin cigarros. Pan con terror.
El sol, el sexo, el mar, la galaxia, la paz, el ozono, los ciclones —politizados, parametrados. El nuevo absolutismo abarcó la genética, la dietética y la astrofísica. Hasta Vladimir Putin le tiene miedo; Xi Jinping, Erdogan y Orbán cierran las fronteras y le oponen un ejército. El antiguo terror se resiste al Terror nuevo. Los tiranos de ayer son los disidentes de hoy.
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Al bioquímico Michael Behe, creador del concepto de complejidad irreducible, que contradice la mutación aleatoria y la selección natural darwiniana, lo parametraron por creacionista, y fue condenado en pleno por la comunidad académica. Ni una sola abstención. El socialismo científico es la nueva escolástica. Los prebostes de la Universidad de Pennsylvania colgaron un aviso en la puerta de su oficina, que decía: “¡La universidad reprueba las ideas del profesor Behe!”.
Dentro de la Revolución todo, fuera de la Evolución, nada.
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Jóvenes blancos radicalizados destruyeron ciudades, derribaron estatuas, incendiaron estaciones de policía, mataron a transeúntes inocentes, arrancaron zapatos de los pies de viejecitas, apalearon a los opositores, rompieron los cráneos de confederados y conferencistas. Pero, en los anuncios políticos de Joe Biden, el encapuchado blanco es invisible. No constituye un problema, ni para Obama, ni para la Pelosi, ni para el Partido, que lo respaldan.
Es el Hombr@ Nuev@.
No hay pandilleros, ni asaltadores, ni vidrieras rotas, ni incendios en ninguna de las imágenes difundidas por el órgano de propaganda electoral que es la prensa unánime. La actualidad candente ha sido amansada y remasterizada. La Revolución no será televisada. Por los anuncios políticos del momento desfilan blancos vociferantes seguidores de Trump. El expediente criminal de Antifa y sus manifiestos antisistema son pixelados instantáneamente.
Ni el saqueo de Gucci y Louis Vuitton en Rodeo Drive, ni la quema de la estación de policía en Minneapolis, ni el pánico de Portland, ni la profanación de las estatuas de los fundadores, ni la checa afroamericana, ni la ley de la turba en los tiempos del nasobuco. Solo blancos trumpistas vociferantes. Para los nuevos absolutistas, Blacks Lives Matter no es un problema, sino la solución.
Es el show de Truman producido por Barack Obama.
Hay corrección de lenguaje para blanquear, tergiversar y dar horror. Se ha declarado al blanco enemigo público número uno, como lo fueran antaño “la burguesía” o “el imperialismo”. Todo blanco es un yanqui. Un blanco llegará a declararse contrario a los blancos, aunque haya nacido en Guanabacoa y no tenga relación alguna con la brutalidad ancestral del anglosajón contra el africano. La palabrota “blanco” se ha convertido en un insulto peor que el “n****” de la antigüedad.
Se puede decir “blanco” con desprecio, y se puede decir “blanco de mierda” y escupir en el piso, donde está prohibido arrojar colillas. Y esos blancos que, con todos sus defectos, crearon la civilización a la que llegamos como forasteros y refugiados, el país al que huimos en nuestra hora de miseria y persecución, ahora le ruegan (¡hincados!) a la “gente de color” que los instruyan en el arte de la civilidad y la democracia.
Hincar la rodilla es el nuevo gesto de rebeldía. Es el mundo patas arriba.
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Si diez mil cubanos se manifiestan en Miami a favor de Donald Trump, esos no son latinos. Ni siquiera se les considera entes racionales. Ni siquiera se les considera votantes. Para entender quiénes son los malditos cubanos que marchan en contra del comunismo a estas alturas del siglo XXI, después que los intelectuales de izquierda nos dijeron que el comunismo no existe, que es un espectro, una invención de la derecha para desacreditar a sus críticos, habría que enseñar en las escuelas la verdadera historia latinoamericana.
Los estudiantes norteamericanos necesitan saber que las estatuas de los presidentes de la República de Cuba desaparecieron de la Avenida de los Presidentes. Que el águila de bronce del monumento al Maine yace en un almacén desde hace sesenta años. Que la Plaza de la Revolución fue alguna vez la Plaza Cívica. Los norteamericanos deberían acabar de entender que los cubanos venimos del futuro.
Esos norteamericanos ahistóricos tendrían que saber lo que fue un “inventario”, y el terror que producía un tenedor extraviado de una vajilla de alpaca a la hora que llegaba el “telegrama”. Antes de discutir lo que es o no es el socialismo, a la dirigencia de Black Lives Matter le toca aprender qué demonios es un “telegrama”.
Y, con esos tiros, ¿quién puede asegurarle al cubano que “lo que pasó allá no se repetirá aquí”? Hasta Donald Trump podría ser la coartada de la izquierda para precipitar la revolución.
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El profesor Henry Louis Gates Jr. podría dedicarle un programa a la historia de las confiscaciones, los actos de repudio, los médicos esclavos y la segregación política. Dedicarse a rastrear las raíces de nuestros males en los genes de una familia blanca de Láncara que ocupa el trono desde hace seis décadas. Henry Louis Gates Jr., casado con una blanca cubana que conoce estas historias, podría escribir un libro sobre ese episodio de la esclavitud moderna.
Pero en su programa de Public Broadcasting System, los cubanos anticastristas no cuentan, no hablan. No será bienvenido en PBS quien reclame la casa ancestral que le confiscaron para entregársela al primer vago que bajó de la sierra. En la Historia de Cuba, según Henry Louis Gate Jr., Fidel Castro emancipó a los negros; y si Alicia Garza y Patrisse Cullors, las creadoras de BLM, veían PBS cuando eran estudiantes, no hay que culparlas por creer lo mismo.
Black Lives Matter es nada menos que la apropiación cultural del guevarismo por los departamentos de ciencias sociales de los Estados Unidos. Es el castrismo inoculado en las venas abiertas de una cultura exhausta que necesita una nueva droga. Si alguien lo duda, que preste atención a las escandalosas declaraciones públicas de su dirigencia, donde queda expuesta la mentalidad de plantación que la anima.
La plantación se llamará Birán y no Tara, pero es la misma.
Así, se nos prohibió decir que todas las vidas cuentan, no solo las negras, en el mismo momento en que el Ejército Popular de Liberación chino tomaba Hong Kong por asalto. Las manifestaciones nublaron, durante un ciclo mediático, los eventos del mundo exterior. Los fuegos de Minneapolis levantaron una cortina de humo que recorrió el mundo como un espectro. La policía de Xi aprovechó la coyuntura para instalarse en el Hotel Metropark: 266 habitaciones y 33 pisos de jenízaros rompehuesos, y ni un solo vándalo de los que queman bodegas levantó el puño para denunciarlo.
Si hoy vivimos en estado de guerra, no es, ciertamente, por causa de Donald Trump. Se debe a que, desde hace seis décadas, la izquierda viene predicando en el aula y en las calles el evangelio de la Revolución. Desde la guardería hasta la universidad, lo mismo en la iglesia que en el centro de trabajo, en el videojuego y en el poema, el credo revolucionario ha suplantado al ideal democrático.
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The Story of Colors, del Subcomandante Marcos, se vende en Amazon desde el 2003, cuando mi nieta tenía dos años. En la contraportada: “¡Un libro subversivo disponible ahora en tapa blanda!”. (Subversivo en cursivas irónicas). Quienes hoy lo ven todo en blanco y negro aprendieron a colorear en escuelas tomadas por los guevaristas.
El estado de guerra es el resultado de una mala educación.
Cuando los que aprendieron a colorear con el Subcomandante Marcos crecen, y toman los puestos claves, y prohíben Lo que el viento se llevó, el Homo Sapiens pone el grito en el cielo. La mayoría silenciosa, que todavía cree en la Primera Enmienda, obligó a los neandertales a retornar la película —marcada en la nalga con el hierro de la Corrección Política, pero salvada del fuego.
¡Los trumpistas han evitado el sacrificio de otra obra de arte!
Lo mismo podría decirse de Balthus, Goya, Aunt Jemima y Uncle Ben. Alta o baja cultura, la izquierda no hace distinciones: Candace Owen, Condoleezza Rice, James Watson, Robert Unanue, Michael Behe, Kevin Spacey, Al Franken, Betsy DeVos, Freeman Dyson, Rosseane Barr, Jay Leno, John Stossel, Michelle Malkin, J.K. Rowling, Abon’go Malik Obama, Ben Butler, el capitalismo, el neoliberalismo, la cientología, el cine clásico, la religión, Tiger Moms, la escuela autónoma, Walmart, The Dukes of Hazzard… ¡los neandertales andan con el mazo al hombro! La represión izquierdista solo puede aliviarse con un eructo primario colectivo, lo que antes llamábamos “la voz de la razón”.
Es también la voz de la Nación, y los trumpistas responden a ese grito.
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El problema de la moderna esclavitud es demasiado complejo como para despacharlo en un solo artículo. Arranca del Partido Demócrata de James Buchanan y, tomando un peligroso atajo, llega al Partido Demócrata de Nancy Pelosi y a la era de la segregación ideológica.
Arranca de la Guerra Civil y, dando un glorioso rodeo, retorna siempre a Abraham Lincoln (Sic semper tyrannis!—le gritaron también a él) y a un campo regado de muertos en el sur de Pennsylvania.
Una tarde de julio de 1863, en el campo de batalla de Gettysburg, el general confederado John Brown Gordon, que había perdido 28,000 hombres, le dijo a Lincoln: “¡Los federales que defendieron estas alturas vivirán en la historia!”. A lo que Lincoln respondió, tendiéndole una mano: “¡Y los confederados que la atacaron vivirán en la historia también!”.
También.
La nación dividida había enterrado el hacha.
Pero la izquierda es el esclavismo que se resiste a aceptar la derrota. El esclavismo que desentierra el hacha.
Cargaré con la cruz del compañero
Estaba enfrentado a mi enemigo, y era un hombre bueno.
“¡Yo soy el materialismo histórico encarnado, so imbécil! —quería gritarle—. ¡Atrévete a tocarme, y tus argumentos se desvanecerán en el aire!”.
Este texto forma parte del libro El compañero que me atiende
(Hypermedia, 2017).