El odio no es innato, se adquiere en el proceso de lidiar con situaciones hostiles. Ante la agresión uno responde de manera natural con tristeza y miedo; uno escapa, huye del peligro, evita confrontar al agresor. La necesidad puede llevarnos en determinadas circunstancias a actuar con violencia, a preservar o arrebatar por la fuerza algo que nos es imprescindible. Pero eso no es todavía una expresión de odio, sino apenas un impulso instintivo por sobrevivir.
Cuando uno ha sido víctima de acciones violentas, cuando ha sido agredido o despojado, cuando se le obstruye o condiciona el acceso a lo que necesita, entonces uno sufre. El sufrimiento es en cierta medida saludable; el odio no. Cuando uno sufre y ve sufrir a otros, desarrolla ese sentimiento esencial para la vida en sociedad que es la empatía y comienza a adquirir una noción de justicia.
El malestar y la ira nacen ante la injusticia. Son un modo de sobreponerse al miedo cuando este no nos garantiza escapar del agresor, son una forma de asumir la violencia propia como recurso defensivo válido frente a la violencia que alguien ejerce contra nosotros. Pero la ira no es todavía odio, sino apenas su antesala. Si después de la ira nos sobreviene la pena, si el recurso de la violencia como defensa —aunque legítimo— nos disgusta, buscamos vías menos drásticas para disuadir a posibles agresores en el futuro.
Hay disímiles formas de intentarlo, desde las habituales demostraciones de fuerza preventiva o la compasión con el vencido, hasta la creación de normas de convivencia entre iguales. Todas esas formas evidencian que la ira y la violencia son recursos poco edificantes que es preferible evitar. Todas, por toscas o defectuosas que parezcan, son maneras de construir relaciones civilizadas y dejan ver un sentido de justicia y una cordialidad que se extienden no solo a las personas más próximas, sino también a los extraños.
El éxito de las normas de convivencia depende no solo de la fuerza que las respalda, sino también de las garantías de justicia que ofrecen, es decir, de su capacidad para reconocerle a los extraños su derecho a existir entre nosotros.
Extraños son no solo los que vienen de otro sitio, sino además aquellos entre nosotros que no comparten totalmente las costumbres o la fe de la mayoría; extraños, en cierto sentido, somos todos. La cuestión está en definir los límites de la tolerancia: cuánta divergencia, cuánto desacuerdo puede asimilar la sociedad sin quebrarse, qué normas son de estricto cumplimiento y cuáles no. Así, lo que es obligatorio acatar se codifica en leyes, y lo que es costumbre o credo de pocos se acepta, aunque sea raro, si no daña a los demás. Ese respeto a lo diferente puede llegar también a convertirse en ley, es una buena manera de impedir que los extraños sean tiranizados por la mayoría.
Pero las normas no eliminan la necesidad ocasional de la violencia. Sin ella no hay ley posible, pues no hay justicia si no se castiga a quien vulnera el derecho de los otros. La cuestión aquí es también definir los límites de la violencia: quién y cómo la administra, cuáles formas de violencia son legítimas y necesarias para disuadir al transgresor, y cuáles —lejos de disuadirlo— lo sublevan contra el abuso de la fuerza. Nada es más peligroso para una sociedad que la ignorancia de esos límites. Cuando esto ocurre, la ira se convierte en odio. Cada abuso de poder erosiona la legitimidad del orden establecido, cada injusticia que se comete en nombre de la justicia socava las normas de convivencia por las que la sociedad se rige y lanza a las personas por el camino del odio.
El odio es el dolor enquistado ante la impunidad. Es un sentimiento que daña a quien lo siente porque destruye en él la empatía hacia los demás, esa empatía que es sostén imprescindible de la justicia, y porque de ese modo —sin empatía ni justicia— se alienta en las personas, sean víctimas o meros testigos, el odio hacia quien odia o el deseo de atropellar al vulnerable.
El odio es siempre compañero del desprecio; es decir, de la incapacidad para reconocerle al otro su valor, su dignidad, su derecho. Gracias al desprecio, puede uno odiar sin sentirse culpable, sin saber siquiera que odia, porque no se odia a una alimaña, a un insecto, a un monstruo sin alma y sin virtud. Por eso, los que fomentan el odio comienzan siempre por excluir a su víctima de todo contacto con la comunidad al tiempo que fabrican una imagen distorsionada de él. Es conveniente que nadie lo trate, que nadie descubra sus rasgos humanos, que sepamos solo lo que sobre sus intenciones y motivaciones se nos dice.
Pero el odio es también hijo del miedo, de ese miedo recóndito, instintivo, que cada cual siente ante la posibilidad de ser agredido y despojado. El miedo a la muerte biológica o social, el miedo a perder el lugar que ocupamos en nuestra comunidad y nuestra fuente de sustento, el miedo a la exclusión. Para alimentar el odio con eficiencia, es útil ese miedo. Pues solo necesitamos convertir a alguien en el oscuro enemigo que amenaza quitarnos aquello que tememos perder y así, casi de manera automática, logramos que se le odie. Casi, porque aunque el odio —como el miedo— es irracional, la razón nos enseña a exorcizarlo, a buscar otras vías para enfrentar la amenaza, vías civilizadas como la negociación y el empleo de recursos legales.
Por eso, los que alimentan el odio suelen presentarse como seres racionales, indefectibles en sus argumentos e incluso justos, aunque con ese disfraz traten de encubrir la característica que siempre distingue su actuación: excluir al otro, impedirnos escucharlo, mantenernos lejos de cualquier influencia suya mientras se le confecciona una reputación negativa, hacernos desdeñarlo incluso antes de que lo conozcamos.
Nada, sin embargo, puede hacer del odio un sentimiento agradable. Odiar nos cuesta, nos hiere, nos disminuye en espíritu. Ese es el motivo por el cual todo buen instigador del odio —perdonen la contradictio in adjecto— se apoya en el amor. El amor a la patria utilizado como argumento contra los que se oponen, no a la patria, sino a quienes la gobiernan; el amor al orden y la paz como armas para fomentar la guerra, no contra los que quieren sembrar el caos, sino contra los que aspiran a introducir cambios que conduzcan a mayor justicia; el amor al trabajo como instrumento, no contra los que viven del trabajo ajeno, sino contra quienes trabajan con su inteligencia más que con sus manos; son algunos ejemplos de cómo se usa el amor para sembrar odio hacia ciertos sectores de la población que son, en estos tiempos, especialmente proclives a que se los denigre como “enemigos del pueblo”: los intelectuales, los activistas, los adversarios políticos.
Convertir al amor en instrumento del odio es polarizar a la sociedad contra sí misma. Polarizar significa reducir opciones, simplificar el efecto dinamizador de la diversidad para caracterizarla como un peligro, como una amenaza solapada o flagrante a la unidad. Es proscribir las diferencias y homogeneizar a la sociedad en torno a un estrecho conjunto de normas que buscan dejar fuera al extraño. Toda diferencia es útil para incentivar el odio.
Dos problemas esenciales hay en esa manera de actuar: primero, la intolerancia siempre nos empobrece; y segundo, todos somos de algún modo extraños, es decir, todos podemos convertirnos en víctimas del odio que ayudamos a sembrar. Pues suele suceder que quien alimenta el odio contra un determinado grupo de personas no lo hace porque cree que en realidad esas personas son culpables, sino porque así distrae nuestra atención de las causas verdaderas del malestar que sentimos. Pero lo peor de la estrategia del odio, en cualquier caso, es que corrompe en quien lo experimenta el sentido de lo justo y suprime la capacidad natural de las personas para vivir en armonía dentro de la diversidad.
Cultivar el odio es clausurar las vías civilizadas para bregar con la injusticia, es —a fin de cuentas— invitar a la violencia. Toda expresión de odio es un búmeran que lanzamos, sin saberlo, contra nosotros mismos.
© Imagen de portada: Uriel Soberanes.
Azúcar prieta y aceite de coco
En el 93 tenía 11 años. En ese tiempo mi mamá era el sostén de la casa. No le he agradecido lo suficiente a esa mujer divorciada, profesora de matemáticas con un salario de trescientos pesos que fue mi madre en los 90.