Ya es recurrente que cada vez que un grupo de personas le sale al paso a la monotonía del poder, este responda con un curioso epíteto sobre el cual no hemos reflexionado lo suficiente: la provocación.
Lo hemos visto con claridad esta semana en La Habana cuando un grupo de artistas jóvenes que reclamaban por la autonomía de creación artística y flexibilidad en la administración estatal, fueron violentados, empujados a la fuerza hacia un autobús, y tildados de “provocadores”.
Sin embargo, ¿qué es la provocación?
Ciertamente, en el léxico político moderno la provocación no es un concepto que tenga la densidad de categorías como la rebelión, el enemigo, el partisano, o el prófugo, figuras que han sido atendidas mediante la especificidad del derecho.
La nominación del provocador es una figura fantasma, al igual que la de policía, pues emerge en el umbral entre la legitimidad y la legalidad, y se intensifica cuando el poder busca ejecutar modos de disciplina y ordenamiento de la vida. El rango de la categoría del “provocador” hoy es tan amplio que pareciera nombrar todo aquello que ponga en cuestión la operatividad del orden.
En los años post-2001, la categoría “terrorista” funcionó ad hoc al derecho vigente de manera análoga: más que una tipología normativa e institucional, el terrorista fue una figura ambigua para justificar la suspensión efectiva de los derechos individuales (y por extensión el habeas corpus) de manera preventiva. Hoy podemos decir que la eficacia del poder da un paso más allá cuando tipifica a la “provocación” como uno de los males que debe ser optimizado, depurado, y eliminado del seno de la sociedad.
El provocador es, como el pirata, un “enemigo total de la Humanidad”; aunque el provocador no vive en el espacio anómico del mar, sino que es un ser que todavía pisa la tierra, vive con otros, y obedece a una autoridad. El provocador, entonces, es la manera en que el poder introduce a la piratería en el nomos de la tierra.
¿Por qué la “provocación” produce tanta desesperación, a tal punto de que el Estado tenga que inventar una figura fantasma para administrarla?
Es importante detenernos en una pequeña fenomenología del término. No es un hecho menor que la provocación tenga la palabra “vocare”, que remite específicamente a la voz. Y más específicamente a la expresividad irreductible de una voz singular. En efecto, la voz no es propiamente el lenguaje (la gramática, la producción de sentido, un mandato, etc.), sino el índice vocativo del lenguaje. En otras palabras, la voz es el momento en el que la lengua aparece en el mundo mediante el brillo de lo que somos. Así, la voz es siempre evidencia de la exterioridad existencial en absoluta divergencia con respecto a las condiciones de un “lenguaje”. Mientras que el lenguaje y la gramática dan forma al mundo y a las ideas, la voz es el suceso que pone en trance a la realidad, pues se vincula de un modo singular con el mundo.
Cuando el estudioso del mundo griego Carlo Diano sugería que hay dos maneras de ordenamiento del mundo en la lengua —la forma y el evento—, también intuía que la voz es uno de los vehículos del evento. En realidad, el humano se renueva cada vez que hace ejercicio de su voz.
Ahora estamos en mejores condiciones de entender por qué toda afirmación singular aparece como la figura del “provocador”: en la medida en que el enemigo del poder es el acontecimiento, la voz es la manera en que se agrieta el imperio de la forma. La caída de la legitimidad del Estado total ejecuta dos vectores reactivos: la supresión del evento (la voz de los provocadores) y la traducción de la voz en su gramática. En efecto, aquí podemos ver que la esencia del poder contemporáneo —ya desentendido del consenso social moderno, el ideal antropológico del ciudadano, o la autoridad de la soberanía— es esencialmente el gobierno de la provocación.
En otras palabras, la razón estatal solo puede agitar la guerra civil para luego administrar y coartar la voz. Desde luego, la paradoja es que en la historia de la humanidad ninguna fuerza exógena ha podido destituir el acontecimiento de la voz. Mientras que haya vida en el mundo habrá una voz que se eleve contra funcionarios, ministerios, y pastores que busquen encarcelar todo lo realmente vivo.
En este sentido, la apropiación del epíteto del “provocador” por el poeta y pensador italiano Giorgio Cesarano en 1974 sigue arrojando luz en nuestro presente:
“Si provocadores significa hombres y mujeres que ya no aceptan la miseria del juego político; si significa un núcleo informe que escapa al esquema general de los comisarios, y que nombra la experiencia irreductible a los preceptos de la ‘teoría revolucionaria’ derrocada ya por la historia y la contrarrevolución; que nombra una vida que no aguanta la interiorización del capital, entonces sí, ¡somos provocadores!”.
A Camila Lobón, Solveig Font, y mis amigos.
Con argumentos, no con arrebatos de ira
Ayer 27 de enero se cruzó un límite que jamás debió haberse cruzado. No sé cómo alguien puede justificar la actitud pendenciera de un ministro y de una cuadrilla de altos funcionarios de ese ministerio, ante una decena de jóvenes. Yo pido que sean cesados de sus cargos.