Nunca te alíes con los guardianes

Esta crónica apareció en la revista barcelonesa Lateral, pocos días después de la publicación de El color del verano en España. Veinte años después, creo que aún puede resultar una lectura de interés a la luz de lo sucedido en la isla desde 1999, es decir, que continúa incólume la alianza de la cultura cubana con los guardianes. Cuando se vive bajo una dictadura el único tema cultural posible es la fecha exacta del advenimiento de la libertad.   




Entro en una librería y lo veo. Está ahí sobre una mesa de novedades. Sobresale ligeramente entre los otros volúmenes. Porque acaba de salir, pienso, y no me acerco. Me lleno de un inexplicable desasosiego. Comienzo a dar vueltas entre las mesas, repaso los estantes. Miro a hurtadillas en la dirección donde se halla. Agarro un libro de Thomas Bernhard. No sé por qué no he ido directamente a tocarlo, a sostenerlo en mis manos, a hojearlo entusiasmado.

Me lo pregunto, pero no hay respuesta, solo un escozor de múltiples rostros. Todos los rostros son uno: el de la muerte. Eso está claro, pero la muerte parece tener una playa en la mejilla, un grupo de corojos en el arco de la ceja, nalgas contundentes; un furor de vida —completamente inadecuado— en las pupilas, un manchón de alegría en los labios. 

La muerte tiene esa expresión de éxtasis religioso de un ser humano a punto de mamársela a otro. La espiritualidad como forma de erotismo. Lo que está muy bien en relación con esta novela de Reinaldo Arenas. Pura vitalidad, vida desatada.

Ordenar palabras desde el infierno

“La ilusión del triunfo sobre la muerte, la injustificada esperanza de siempre”, murmuro hastiado y me dirijo casi colérico hacia El color del verano. Lo abro. Mi rabia se disipa de golpe. Lo huelo, cierro los ojos y aspiro con fuerza entre sus páginas abiertas. Casi escribo entre sus piernas abiertas. Ha sido un acto inconsciente, pero no por eso deja de ser una réplica exacta del de Rey. El ritual de manosear un libro jamás concluía sin olerlo; como a un cuerpo al que se aprestara a penetrar. Yo lo miraba y tenía la impresión de que estaba a punto de abrir la boca y pasarle la lengua.

Sonrío al recordar eso. ¿Es recuerdo esa presencia que se instala? ¿Dónde fue la última vez que lo vi haciéndolo? ¿En el cubil de la calle Monserrate, en el Parque Lenin aferrando la Ilíada, en la sala de lectura de la Biblioteca Nacional? No puedo precisarlo. Esa cosa borrosa e inventada que es la memoria, no ayuda. ¿Y si le paso la lengua al libro?

Sé que podría hablar cualquier bobería ahora, casi diez años después de tu muerte. Decir que la publicación de El color del verano —y el compromiso de Tusquets Editores de publicar los otros cuatro libros que conforman la Pentagonía— significa tu triunfo definitivo.

Podría decir algo rimbombante, sentimental, a propósito de la dedicación de un escritor perseguido, mencionar la salvación mediante la palabra; afirmar que este libro es una prueba de que la grosería y la intolerancia minuciosa de las dictaduras nunca se impone al final.

Pero prefiero describir instantes que vivimos juntos. Por ejemplo, aquel en que llegué a tu cuarto y estabas trabajando. En el tugurio de Monserrate, rodeado de delatores que informaban a la policía de tus actividades. A cambio de la publicación de un libro, un viaje al extranjero. La miseria goteaba del techo del edificio, se arrastraba por las paredes desconchadas, sucias. Los chillidos de un niño rallaban el ambiente. 

Aquel lugar generaba en mi interior (paradójicamente, si tenemos en cuenta los gustos sexuales de la mayoría de sus habitantes) la imagen de una vagina descomunal. Los aullidos de los chiquillos sonaban como raspar esa vagina. De arriba llegaba un estruendo sordo. Un tambor sobando la penumbra, ondulando en el aire agostado. Una radio a toda voz. Silvio Rodríguez berrea: “¡por amor se está hasta mataaaandoooo!”. 

Golpeo con los nudillos la madera. De inmediato, dos puertas más allá, alguien asoma la cabeza y me observa. Desaparece. ¡Rey!, llamo. Se entreabre el ventanuco que forma la parte superior de la puerta y enseguida siento el chirriar de la cadena, los múltiples candados y pestillos. Tu rostro flaco y hambriento —como el mío, como el de todos, excepto los guardianes— aparece. Entra, entra, me dices. Estoy trabajando.

Va y apaga la radio. Voy tras él. Nos sentamos junto a la ventana-balcón. Que da a una sucia pared de cemento. “Es que si no pongo así la música, la del Comité de Defensa siente el tecleo y entonces informa que he estado escribiendo horas y horas”. Se ríe con una risita traqueteante. “Mientras ese sumiso canta sus loas a los guardianes, escribo contra los guardianes; su miseria alimenta mi furia”. Tomamos té.

Siempre pensé que aquellos años conformaban el infierno. Ahora, en esta librería de Barcelona, viejo y bien alimentado, inmóvil, descubro que no: era la juventud, la rebeldía, la transgresión siempre a punto en nuestros cuerpos y en nuestros corazones: belleza.

Caminamos a lo largo de la costa. El cielo es un colmillo pulido; las rocas, un mordisqueo; el mar el paladar de un dios. Descendemos aferrados a la pared del acantilado que cae a plomo sobre las aguas. Encontramos una oquedad de suelo arenoso a mitad de camino. Nos instalamos, preparamos los avíos de pesca, lanzamos los nylons después de hacerlos girar sobre nuestras cabezas. Las plomadas zumban, los anzuelos silban, el día reverbera. Éramos jóvenes, extrañamente libres habitando una dictadura. 

¿Puede un libro devolvernos eso?

Nada puede. Retorno El color del verano, ese hermoso insulto novelado, al sitio en que estaba. Un insulto merecido. Si los seres humanos tuviéramos el menor asomo de decoro nos suicidaríamos en masa. “Fue feliz”, me conforto por lo bajo, alejándome de la mesa donde reposa la obra por la que tanto sufrió, “asumiendo tanta soledad, tanto desamparo, tanto vacío, tanto miedo, tanta desesperanza, tanta soledad. La felicidad puede ser también ese rítmico espanto al ordenar palabras”.

Abro El frío, de Thomas Bernhard, al azar: 

“La vida no es más que el cumplimiento de una pena, […] y tienes que soportar el cumplimiento de esa pena. Durante toda la vida. El mundo es un establecimiento penitenciario con muy poca libertad de movimientos. Las esperanzas se revelan como un sofisma. Si te ponen en libertad, en ese mismo instante vuelves a entrar en el mismo establecimiento penitenciario. Eres un preso y nada más. […] Comparte tu pena con los otros presos, pero no te alíes con los guardianes”. 

Curiosamente, el escritor austríaco es, como el cubano, autor de una pentalogía (que es sin duda pentagonía) autobiográfica; y de una novela, Tala, en la que arremete contra sus contemporáneos de tal forma que fue judicialmente secuestrada a raíz de su aparición en 1984.

En Bernhard encuentro respuesta a mi desasosiego.

Me permito, súbitamente calmado, reconciliarme con el sacrificio de mi amigo. Nada define mejor a Reinaldo Arenas que estas frases. Eso: nunca, nunca, nunca, te alíes con los guardianes.

En un país que, en los últimos cuarenta años, ha dado muestras de sumisión raramente igualadas en la historia de la humanidad, que ha pactado y vuelto a pactar con los guardianes, haber vivido como vivió Arenas constituye un acto de belleza insondable.




Juan Abreu

Moitón Toonosevich

Juan Abreu

Capítulo de la novela ‘El gen de Dios’ (Colección Mariel, Hypermedia, 2018). La Colección Mariel recoge los 11 títulos más emblemáticos de esta generación.