Isabel la Grande

La reina Isabel II falleció el 8 de septiembre en su residencia veraniega de Balmoral y muchos en el mundo —sin ser británicos ni haber estado directamente afectados por su gestión pública— sentimos una inexplicable y súbita congoja. 

Resulta que, de repente, falta alguien que había estado presente a lo largo de toda nuestra vida como paradigma de sabiduría política, como dechado del bien decir y estar. Más allá de las 14 naciones donde todavía a la hora de su muerte era jefe de Estado, Isabel II nos pertenecía a todos, era un tesoro de la humanidad.

Cuando a los 4 años aprendía yo a leer en una húmeda casa de mi natal Trinidad de Cuba, ese verano de 1953 en que Fidel Castro cambiaba con una acción grotesca el rumbo de la historia de mi país, coronaban en Londres a una muchacha de 27 años que encarnaba la continuidad de una institución milenaria y la estabilidad de una nación que había logrado conciliar el tradicional caudillismo de los reyes con el ejercicio de una robusta democracia.

La reina Isabel II aceptó ser el vivo ícono de su pueblo y lo fue sin flaquear ni un solo día durante siete décadas como envidiable ejemplo de lealtad y deber.

Los que hemos sido educados en una tradición republicana nunca podremos entender del todo esa extraña supervivencia que muchos, desde afuera, confunden con un pintoresco folclor, o una mera atracción turística. La monarquía británica, más que pacto social, se explica en una suerte de vínculo sagrado entre una nación y una persona que la encarna y que asume ese destino de pesada notoriedad y de indeclinable servicio con modesta alegría. Isabel II aceptó ser el vivo ícono de su pueblo y lo fue sin flaquear ni un solo día durante siete décadas como envidiable ejemplo de lealtad y deber.

Nadie podía rivalizar con su experiencia, aunque no solía manifestarla en público. Sus primeros ministros son unánimes en dar fe de la sabiduría y certeza de sus consejos que, en ningún caso, habrían de darse a conocer más allá del ámbito de una audiencia privada. 

A diferencia de los tiranos, Isabel II amaba sinceramente a ese pueblo al que dedicó toda su vida a servir y el cual le respondió siempre con devoción ilimitada. Cuando, en los desfiles militares, las banderas y estandartes tocaban el suelo frente a su persona o cuando, en las ceremonias oficiales, ella no cantaba el himno nacional (porque se cantaba en su honor), era obvio que estábamos en presencia de alguien a quien se le rendía un tributo singular que no es de naturaleza política, sino religiosa. La reina Isabel era la ungida de Dios para asumir una tarea sobrehumana que el solo esfuerzo personal no parecía bastar para cumplir. 

Su constancia y su longevidad han llenado una época, una segunda era isabelina que en nada cede a la de su homónima del siglo XVI.

Pero su liderazgo trascendía las fronteras de sus dominios: era un carácter singular reconocido en todo el mundo, sin comparación con otros jefes de Estado que, al lado suyo, eran meras sombras chinescas. 

En la medida en que su reinado se extendía, se fue convirtiendo en un obligado referente, con el cual se medían otras personalidades políticas, religiosas o sociales: su reinado llegó a abarcar 14 presidentes de Estados Unidos y siete papas. 

La habían servido 15 primeros ministros británicos, desde el legendario Sir Winston Churchill hasta Liz Truss, a quien le encomendara la dirección del gobierno dos días antes de su fallecimiento. Había visitado bastante más de un centenar de países en sus muchos viajes y había recibido y agasajado a innumerables líderes.

Su constancia y su longevidad han llenado una época, una segunda era isabelina que en nada cede a la de su homónima del siglo XVI. Por el contrario, el Reino Unido de estos últimos 70 años, pese a cualquier signo de decadencia, es una nación de mucha mayor importancia e influencia que la Inglaterra de tiempos de los Tudor. 

Esa mujer, menuda y afable, supo mantener con insólita firmeza las riendas del Estado sin jamás ceder a ninguna de las pasiones partidarias que bullían y se manifestaban en torno suyo.

Por encima del debate de los políticos, esa mujer, menuda y afable, supo mantener con insólita firmeza las riendas del Estado sin jamás ceder a ninguna de las pasiones partidarias que bullían y se manifestaban en torno suyo. Sin aspirar a nada más que al cumplimiento de su cometido, supo ganarse, por constancia y fidelidad, un puesto entre las grandezas de la tierra.

Ahora advertimos con pesar el gran vacío que nos deja su ausencia, la orfandad general que sentimos —por distantes que estemos— en un mundo en el que ella no está.




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El 11J: la misma guerra de razas

Francisco Morán

Hay que advertir que, tras las protestas del 11J, quedó claro muy pronto que la delincuencia, la marginalidad, la indecencia y el anexionismo, para el Estado,tenían una geografía: la de los barrios.