El tirano crónico y el asintomático

Las tiranías suceden por el reflejo incondicionado de alguien que (debido a una enfermedad de nacimiento) se siente idóneo para decidir el destino de su comunidad; o por la reacción adversa, involuntaria, de quien padeció algún trastorno transitorio del ego que lo alineó con semejante dictado moral.

Ambas variantes de esta patología pueden rastrearse en toda la historia de Cuba, pero luego de 1959 se manifestaron y manifiestan de modo peculiar: afloran forúnculos, erupciones y otras lesiones en la piel de la nación.

Se trata de la tiranía crónica y la tiranía asintomática.


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Mediatizar la victoria era lo primero: mediatizar la Revolución. Una propuesta tan radical de un futuro mejor, no tenía sentido si no era primera plana en todas partes.

Hacía falta que todos vieran esas imágenes victoriosas en movimiento: para eso crearon un Instituto de Cine, con Alfredo Guevara al mando. Hacían falta fotografías solemnes, publicitarias: ahí estuvieron Korda, Raúl Corrales o Jessie A. Fernández. Hacía falta un medio de prensa cautivador, a la altura de lo que se vivía: ahí estuvo Carlos Franqui, al frente del diario Revolución.

¿Y cómo hacer llegar el ideario al tuétano progresista e intelectual del planeta, si no a través del suplemento literario y cultural de dicho periódico? Ahí entró a jugar un papel vital Guillermo Cabrera Infante, al frente del semanario Lunes de Revolución.

Alfredo Guevara es el tirano crónico por excelencia. Su cercanía a Fidel Castro y sus credenciales en la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo (plataforma del Partido Socialista Popular), le tenían garantizada una parcela en la institucionalización revolucionaria.

Desde aquellos días en Nuestro Tiempo, ya estaba planteada la fricción entre Guevara y Cabrera Infante. El poco tiempo que el autor de Cine o sardina estuvo afiliado a esta plataforma cultural, llegó a su fin de un modo explosivo: en una ocasión lo enviaron a México, a un evento de jóvenes simpatizantes con el comunismo; hasta ese momento, mantenían oculta para él la filia ideológica de la Sociedad. Esto provocó la ruptura en malos términos entre Alfredo y Guillermo.

Alfredo Guevara fue el intelectual designado para comandar las embestidas cinematográficas del naciente orden de cosas. Se le ubicó al frente de la tarea de revolucionar el cine que se iba a hacer en Cuba, y del modo en que este cine se iba a consumir.

Pero había una cuestión que el presidente del ICAIC no podía soslayar: su antagonista gibareño, que se encontraba fuera de su jurisdicción, tenía credenciales importantes dentro del ámbito del cine. Guillermo Cabrera Infante era la pluma detrás de G. Caín (el muy leído crítico cinematográfico de la revista Carteles,en los años cincuenta) y, además, el director de un suplemento cultural de amplísima tirada, que gozaba de autonomía.

Los estados gripales estalinistas condicionaban poco a poco la salud del ICAIC, pero no llegaban a la redacción de Lunes…, donde primaba una orientación de izquierda no partidista.

Alfredo Guevara convirtió a Lunes… en un objetivo, y no descansó hasta darle el tiro de gracia. En una carta de 1960 a Fidel, con copia al presidente Osvaldo Dorticós, sugiere que aquel magazine era un hervidero de ideas contrarrevolucionarias. Además, Cabrera Infante era protegido de Carlos Franqui (hombre progresista, al margen de las influencias del PSP desde hacía años), y su ausencia total de simpatía con el comunismo era ya legendaria. Él, y su revista, cumplían todas las condiciones para ser perfectos chivos expiatorios de la tiranía crónica, que en lo adelante empezaría a imponer la homogeneidad a toda costa y en todas sus variantes.

El resto de la historia se conoce. El documental P.M. se transmite en el espacio televisivo de Lunes de Revolución, se intenta proyectar en los cines del país a través del ICAIC, y es censurado y confiscado por Alfredo Guevara, quien argumenta que el material no ofrece una imagen del país a tono con lo que la Revolución necesita en ese momento.

Esto derivó en Palabras a los intelectuales,donde se ratificó la prohibición de P.M. y se decretó el cierre de Lunes…, y donde el líder de la Revolución planteó las directrices de la política cultural de ahí en adelante.

Así ha sido y es la tiranía crónica, ya sea heredada u orientada.


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La tiranía asintomática también manifestó sus primeros síntomas en los predios de Lunes de Revolución. Virgilio Piñera y Heberto Padilla fueron notorios entusiastas de este padecimiento, por transitorio y penoso que haya sido.

El ardor revolucionario afectaba muchas cosas en aquellos primeros días. Algunos, irresponsablemente, confundieron actitudes cívicas puntuales con complicidad con la recién finalizada dictadura, y practicaron la cacería de brujas como un jueguito, desde las páginas de varias publicaciones. En Lunes… también sucedió.

Acusaban de batistiano a cualquiera, por casi cualquier cosa. Jorge Mañach o Francisco Ichaso, por ejemplo, fueron estigmatizados como batistianos, por sus ya largos pedigríes de intelectuales oficiales; pero a José Lezama Lima también le tocó padecer bochornos semejantes, a pesar de no tener una trayectoria ni medianamente parecida.

Le señalaron, a Lezama, haber formado parte en algún momento del consejo asesor de la Secretaría de Educación y Cultura, bajo el mandato del dictador. También le reprocharon haber sido columnista en Diario de la Marina a instancias de Gastón Baquero, jefe de redacción del periódico y amigo personal de Fulgencio Batista.

La equivalencia grotesca que se estableció entre la complicidad con la dictadura y el hecho de que algunos intelectuales hubieran trabajado, de manera más o menos directa, con instancias estatales de ese gobierno, propició que a muchos los marcaran irresponsablemente, como si fueran vacas. A pesar del prestigio que se había labrado en su ciudadela letrada, Lezama no escapó de esta peligrosa incomprensión.

Virgilio Piñera no estuvo por encima de su soberbia intelectual y su antagonismo con Lezama, y Heberto Padilla sucumbió a los bríos juveniles y rupturistas de un poeta de su edad bajo el efecto de una revolución. Ambos cuestionaron y chotearon la poética lezamiana, aunque la sangre no llegó al río.

Entre el embullo y la vulgaridad, estas posturas mancharon la ética intelectual colectiva del momento, y no se deben olvidar, independientemente de las gradaciones de su gravedad.

Cabrera Infante sorteó el anti-origenismo que animaban Heberto y Virgilio en Lunes de Revolución. Cuando encontró la oportunidad, le encargó a Lezama un texto sobre cocina cubana. El artículo le valió al autor de Paradiso la promoción a asesor de la Imprenta Nacional.

Así comenzó el trasiego de Lezama “dentro de la Revolución”, hasta su caída en desgracia una década después. Irónicamente, Padilla y Piñera se fueron también con él, por ese mismo tragante. Porque la tiranía asintomática es también una especie de dopaje, rara vez reactivable: lo de ellos no fue más que un desahogo momentáneo, que no impidió su posterior caída en la gaveta de los prescindibles.

Los tiranos crónicos son los que ejercen el poder de manera continuada; los asintomáticos son producto de ventajas circunstanciales, y son de carácter desechable.

Piñera, Padilla y Lezama corrieron una suerte similar porque desde el día cero eran parte de lo mismo, aunque al inicio pareciera otra cosa. Los tres eran poetas, y los poetas suelen tener un destino parecido y fatal. Los poetas se salvan de este destino gracias a sus habilidades en el terreno de lo político, no en el de lo poético.




Hamlet Lavastida

El autobús mágico

Julio Llópiz-Casal

Dentro de ese autobús, los policías intimidaron, golpearon, gritaron, arrebataron pertenencias. Probablemente aquella guagua, después de las 12, volvió a ser una calabaza. Y ellos tal vez volvieron a ser ratones. Ojalá que se trate de miedo e indolencia, que siempre son enmendables. Yo necesito creer que así es.





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