Quinientos años después

La Habana, inservible, me sirve para hilvanar cientos de historias que no escribiré, para las miles de fotos que no tomé. Y eso es todo. Después, para irme otra vez. 

***

Lo primero es el olor. Los olores. Humo de cigarrillos, aguas albañales, diésel mal quemado. A eso huele La Habana. El pasillo de mi casa, la casa donde vive mi padre, huele diferente. Huele a orine de perro. Una vecina tiene un perro, creo que pequinés. Yo no sé nada de perros. El perro me observa cuando paso de día, me ladra cuando paso de noche. Mea en el pasillo, a toda hora.

La vecina se levanta a las cinco o seis de la mañana. Se sienta en un sillón de aluminio a ver televisor y a fumar cigarrillos. El humo apestoso a veces llega a la terraza de mi casa. “Se tira peos”, dice mi padre, “desde la escalera se sienten”. El orine de la noche se ha concentrado. El sol calienta las manchas, anaranjadas. Hiede. Quiero decirle a la vecina que limpie el orine de su perro. Quiero decirle que evite que su perro orine en el pasillo. 

“Deja eso así. No vale la pena”, dice mi padre, que casi no usa el pasillo ni la escalera. Camina con dificultad y prefiere quedarse en la casa. Me cede su habitación y se va a dormir al cuarto que fue de mi hermana. Le pregunto por qué. Solo hace un ademán.

Todo en La Habana post 500 se deja así. Eso se deja así. No vale la pena. La ciudad es un muladar. La Habana se ha africanizado. 

Atravieso Atarés. No me atrevo a detenerme a tomar una foto, o diez. Hay un morbo en las ruinas donde viven los habaneros, un morbo que me inquieta. Acaricio la cámara. Me muero por pedirle a la mujer con corte de pelo que anuncia su preferencia sexual y que me dice, amable, que Rastro es la próxima calle, que se quede ahí, en esa esquina, y me permita tomarle una foto, a ella, a lo que hay detrás de ella. No lo hago.

La Habana está peor, en estado terminal. Por primera vez siento vergüenza de tomar fotos. Y La Habana es tan fotogénica. El desastre es fotogénico. Como las zonas de guerra, los campamentos de refugiados, los niños famélicos cubiertos de moscas. Como un animal eviscerado. 

Hay una cáscara hermosa. El Morro y su Cabaña. El Malecón. Los pelícanos que antes no había. La Avenida del Puerto en la noche, donde los amantes casi desahogan su urgencia. 

Cáscara linda. Pero la fruta está podrida. La Habana es albañal. La higiene es medieval. La mierda de perro unta las calles que parecen tener mil años de olvido. 

Hay dos Habanas. Tal vez hay más. Una muchacha en un vestido rojo flota sobre la mierda y la mugre. Un pétalo que el viento eleva por encima del fango. De alguna manera se salva de la suciedad. Sus pies están limpios. Su piel tiene otra luz. Se aleja. Creo que es un hada. 

La gente me aquilata. 

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Una Habana. 

La vulgar. La pobre. La sucia. La hedionda. La sin esperanzas. 

La señora asomada en el portón. El anciano que se arrastra. Las jabas. Los tipos de la esquina, oteando. Los autitos. La multitud. “¡Dale, papi, pasa, anda!”. La basura. El farol que parpadea en una secuencia que no logro descifrar. Personas que machetean yerbajos. Canteros de fango. Perros. “¡Oye!, ¿qué pinga é?”. El berrido de un claxon. La no urbanización. Pulóveres demasiado ajustados. Vientres. 

Una amiga me dice que los hombres de La Habana parecen leones. Agresivos, me dice. ¿De dónde sale tanta ropa fea? ¿De dónde esa moda de corte de pelo a lo Muppets? Hay comida para sociólogos aquí. ¿Habrá causalidad entre mal gusto, miseria, falta de higiene, y totalitarismo en Cuba?

Tallapiedra, que ahora se llama algo Parellada, y que el padre de Alejo Carpentier diseñó para una Habana mejor, vomita una columna de humo negro sobre la ciudad, capital del país que la prensa local anunció como el de mayor desarrollo sostenible. No puedo reírme. No puedo lamentarme. Solo quiero tomar una foto que no tomé. Para mostrarla y escribir, en alguna red social: “sostenible ni una pinga”. Pero sigo mi camino. 



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Hay mujeres que navegan. El torso es mástil, velamen el cabello. Se escoran, gráciles, con cada paso. Majestuosas, en su oleaje, las nalgas a flor de tela. 

Hay mujeres que navegan. Se abren paso en la calina de la tarde de La Habana, a todo trapo. Dejan en su estela olor de flores. 

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Mi padre está concentrado en su salud de anciano de noventa años. Quizás por eso la indiferencia. En la casa no funciona el lavamanos ni el inodoro. No le interesa. No me había advertido. La lavadora “bota agua”, me dice. En el fogón solo funcionan dos hornillas. Está percudido.

Traigo a tres personas que arreglan todo. Se dice fácil. Lo difícil es encontrar las piezas para la reparación. Cosas simples. Codos, T, una llave. Cinco horas manejando de un lado a otro. En la acera de Ultra un hombre ofrece tubería a media voz. De la roja, que dice que es la buena. Está recostado a una columna, discreto, no se ve desde la calle. Nos lleva a una venduta que tiene otro hombre en un zaguán. La tira de tubería cuesta quince dólares, o CUC, o su equivalente en pesos cubanos. 

El dólar está caminando con pie firme en La Habana post 500. Uno a uno.

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Después de una ardua conversación con mi padre, accede a que yo contrate a una señora que irá tres veces por semana a la casa. Se encargará de limpiar, lavar, cocinar y hacer los mandados. Le dejo cocina nueva, lavadora funcionando, el baño en perfecto estado, el refrigerador surtido. Solo queda que el viejo no la ahuyente, a la señora.

No me gusta esa Habana. 

 *** 

Otra Habana. 

Restaurantes de todo tipo, cafeterías, bares, autos, personas que llegan en esos autos y entran a los restaurantes con la soltura de quien lo hace con frecuencia. La comida tiene los altibajos de quien hace malabares en algo que aun no tiene nombre. Y precios como en Nueva York.

Si regresara mañana, tan improbable, sé ya dónde ir, dónde no, dónde tirar una trompetilla. 

Hay una tendencia. Cargan diez por ciento de propina en la cuenta. Le llaman servicio o algo así. Propina obligatoria, a tono con el país. Eso me irrita, pero no pierdo mi tiempo en reclamaciones cuyo resultado sería hacer sentir mal a quienes me acompañan.

He comido tamal en cazuela, castero con jamón y queso, cherna, pulpo, y pizzas horrendas, salvo honrosa excepción. Me abstengo de comidas crudas. Los postres, demasiado dulces. El café, mediocre. Hay coctelería, pero yo no bebo. 

Hay una heladería estilo italiano como las que hay en Nueva York, no en Italia. Demasiada azúcar otra vez. Una multitud junto al mostrador. Parecen corredores de Bolsa en día aciago. A la puerta del baño, unisex para estar a tono, le falta el pomo. Hay que tirar de un vástago metálico. 

Evito pensar cuantos dedos han tirado del vástago metálico. Dentro hay dos puertas más, plegables. Una voz de mujer grita: “¡Ocupado!”. Lo desocupa. Deja tras de sí un hedor intenso. Después la veo irse con unos niños. Se despide de alguien, muy fina, con voz de cuidada entonación. Quién lo diría, con esos miasmas que se gasta la señora. 

Los meseros de La Habana no sirven para caer bien. Apenas para traer los pedidos y cobrar.

Hay un portero tan zonzo que tengo yo que sostener la puerta para que pasen las personas, mientras él atisba, menú en mano, a clientes potenciales. 



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Debe haber una Habana nocturna. Esa tampoco me interesa. 

Esta Habana, con ese glamur de papel maché y neón de importación, me gusta todavía menos. 

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En el piso del cuarto que fuera de mi hermana, donde ha dormido mi padre en estos días, hay unos fragmentos de color blanco. Miro al techo y veo que tiene unos desconchados. De ahí se desprenden. 

“No se consigue cemento”, me dice el viejo. 

“Pero si no se repara se va a desplomar en pedazos”, le respondo, “es peligroso”. 

“Por eso te di mi cuarto”, me dice, y se va a la sala, despacio, y el susurro de los pies cansados lo acompaña.