La Navidad debe ser blanca, aunque no haya nieve, trineos con niños, caballos ni coches que atraviesen paisajes de invierno.
No habrá pavo hecho al horno, vinos para celebrar. Las uvas soñadas se quedaron dibujadas en el papel, coloreadas por manos infantiles. Sin embargo, quedan pensamientos inocentes que nunca abandonamos.
Esta madrugada viene Santa Claus a traer los regalos. Tenemos sueño y queremos dormir, pero mis hermanos y yo tenemos un ojo entreabierto, la esperanza despierta.
Somos tres niños aferrados al sueño. Claramente, lo vemos llegar. Es bastante viejo y gordo. Lleva un abrigo rojo de puños blancos, la barba crecida y las mejillas encendidas.
Tengo 13 años y mi hermana 16. Ella me susurra al oído: “vamos a buscar el arbolito, tenemos tiempo de armarlo; en el cuarto de la abuela, mami escondió los adornos de Navidad”.
Aún hay muchos. Sin que nadie nos vea, bajamos las escaleras sigilosas. Caminamos la cuadra entera, escudriñando los canteros y los parterres. Y al fin asoma un tallo con unas ramas frescas, es nuestro árbol navideño.
El arbolito desprovisto de hojas nos mira perplejo. Sabemos que nos aguardaba, como un niño más, esperando ser arropado, rescatado del miedo a morir en soledad, simple, sin importarle a nadie, nunca.
Nos escondemos en la habitación de la abuela. Tere, mi hermanita, trae algodón. Sus manos no son tan blancas como las mías. Sin embargo, son más finas en su estructura. No tienen egoísmo, a esas manos les encanta compartir.
Mis manos son blancas y egoístas, a veces se enredan en historias ajenas. Esconden sus secretos. Quizás sean manos de otra persona y no las mías. Ya no las siento de noche, se han entumecido con los años y las cenizas. Tal vez se hayan ido antes del estertor.
Preparamos el árbol en silencio. Colocamos bolas rojas, plateadas, verdes, doradas, cajitas forradas (aunque vacías), rabos de gato y bastoncitos. Y, arriba la estrella, coronando la felicidad plena, una muñeca vestida de blanco y con alas.
No, es un ángel de túnica blanca que lleva unas lucecitas que titilan. El ángel va enchufado a la electricidad. Tratamos de ocultar el cable con papel y algodón. La nieve es algodón, el algodón asemeja la nieve.
Es un invierno de mentiritas, en una isla ingrávida. La maravilla es observar el árbol de lejos. Podría ser un retablo amable para los ojos.
Esto es cierto. La isla desaparece durante el día. No se cantan villancicos. Es sólo una negra caverna de animales peligrosos, que piden sangre porque ya no tenemos piel.
Somos transparentes, sin visos de alegría. Y, como ladrones, tenemos que esconder la apoteosis de una vida y vivirla fragmentada en otros. En fotografías de familia, en amigos de rostros desdibujados.
Son zonas cristalizadas. Gente que nos mira con asombro. Y algunos se preguntarán: ¿de qué manera un corazón humano sobrevive al odio?, ¿acaso existe un templo para los que se quedan?
Estamos en la Misa del Gallo.
Pepe me agarra la mano con firmeza: “Tengo un presentimiento, esta será una Navidad distinta”.
Lo miro con esa tristeza que trasmite desamparo, mas no digo nada. Para qué medir la felicidad, si la infelicidad y el desatino son el gran nudo, la perfecta armonía de este país.
Mientras, todos siguen cantando salmos. Se agarran de las manos y se miran. Al final, se abrazan como si se conocieran de siempre.
En la última Misa del Gallo que fuimos, había chocolate caliente y panecillos. El niño Jesús, acostado en el pesebre, nos miraba aterrorizado. ¿O fue una visión la de aquella noche?
En aquel siglo, en mi niñez, vi a mi madre llorar y decir entre dientes con rabia: “si yo me quedé aquí, con mi familia…”
Esa gente, los vecinos, han difamado de nosotros. Han dicho que nos vamos del país, que somos unos gusanos. Y todo pasó por celebrar la Navidad. A pesar de que cantamos bajito y nos iluminamos con velas.
Ya nada importa, vamos a cantar sin miedo:
Noche de paz
Noche de amor
Todo duerme
Alrededor
Entre los astros
Que esparcen su luz
Bella anunciando
Al niñito Jesús.
Alguien registró la caja con los adornos de Navidad, que se quedó olvidada en las escaleras.
Todavía no sé a quién se le ocurrió ponerla ahí.
Una investigación cuidadosa sobre el poder de este país-continente. Hélène Richard
En este libro descubrimos una Rusia moderna, capaz de una gran flexibilidad técnica, económica y social; en definitiva, un adversario al que hay que tomar en serio. Emmanuel Todd