Hubo gente que atravesó la línea del azul, la más oscura, mas no llegaron al otro lado.
Quizás, en realidad, la tierra es plana y da fe a la hipótesis que sostenían los monjes en la Edad Media. Ahora mismo no se llega a ninguna parte; y tiene siete puntas con flechas envenenadas.
El libro de la ciudad, del escritor cubano César López, es La Habana auténtica, con mansedumbre y fealdad. Asombra a los de corazón viciado, a los que suprimen e implantan, rasgándose la antigualla, a esos que se echan al hombro su talego y se van, sin mirar lo que quedó.
No queremos retenerlos, sólo que escuchen el diálogo de la ciudad. En realidad, este libro consta de tres volúmenes; el tres es símbolo de fraternidad y expansión. La unión con lo divino. Con Dios, supongo. Así habla el poeta:
Como en cualquier ciudad que se respete, sitio elegido, plaza, fuerte, así, de esa manera casi sorprendente, comenzaron a aparecer los ángeles.
Y no puedo evitar la pregunta: ¿por qué el paisaje de la ciudad que conocemos, día tras día, se nos hace más distante?
Como un fruto a punto de corromperse, amargo, sin esa porosidad dulzona que se queda en los labios y provoca sensualidad. Semejante a lo voluptuoso de un cuerpo, anhelante, de líneas apretadas.
Lo que queda de la ilusión, sin embargo, es ilusión también. Es permanencia. Un poco de universo… y ya se sabe; el universo habla mejor que el hombre.
Aún así, ¡qué ganas tengo siempre de acostarme con ella! Meterme en sus agujeros renegridos y encontrar la ubre redentora para mamar, sin dejar una gota; o acaso sí, una ínfima gota para el poeta demorado, loco, que aún se aferra a una baranda para no caerse en medio de una sucia y estrecha callejuela, oliendo a indigencia.
Adicta a las caminatas, a menudo tropiezo con limosneros. Algunos no tienen ni siquiera la pinta, no se ven andrajosos. Sólo extienden la mano y te la ponen cerca del rostro. Ya es como una obligación darle unos billetes.
¿Aceptarán menos de veinte pesos? Una amiga le da cincuenta pesos. Ni veinte ni cincuenta sirven para nada. Hay que sumar y multiplicar más billetes y movimientos de manos para reunir una cantidad considerable.
No pedir en cualquier esquina, sino aposentarse en sitios estratégicos. Un domingo por la tarde, cuando asistí a una función de teatro, el mismo limosnero me pidió dinero dos veces.
Los limosneros de César López, ¿son más dignos?
Por los rincones andaban limosneros / La sabiduría de siglos de indigencia se revela en sus gestos / los limosneros cantan, extorsionan y conocen las cosas.
Y les dicen a las señoras: Si no me dejas entrar te corto los crisantemos…
Adivinemos, pues, quién es la “señora”.
La señora, si se quiere, puede ser una mansión elegante, cercada, con altas tapias y rodeada de exuberante vegetación, que oculta la arquitectura del inmueble. Ahí habita el que amasa el dinero de la tiendita de la esquina, chula y bien surtida. Vamos a investigar. Lo más natural es que, detrás del biombo colorido, esté la auténtica fábrica, el negocio repugnante.
Ciudad distópica, heredera del mal carácter y la bulla de los almendrones, donde los choferes no te miran a los ojos. La chica que se sienta al lado de la anciana le sonríe con amabilidad y la ayuda a bajarse. Al rato, cuando camina unas cuadras, la vieja se da cuenta de que el gesto de abrirle la puerta del auto era sólo para facharle el teléfono.
Se cae una moneda al piso y uno no se preocupa por recuperarla, ambas caras de la moneda son iguales. Es la sensación de estar adentro de un programa de inteligencia artificial.
Anoche mismo, mientras veía La Matrix, en la escena en que a Neo le dan a escoger entre una píldora roja y otra azul, inmediatamente escuché un estruendo desde afuera. Parecía un bombazo. Se apagó el televisor. Todo se puso negro. Yo hubiera escogido la píldora azul, para ver el capítulo siguiente…
Los cambios definen que la cosa no está buena. La noticia sale en los periódicos, en las redes sociales. Es un hecho imparable. El éxodo está invertido, ahora devuelven a su país de origen a miles de exiliados, los aviones vienen repletos.
Montan a la gente y no pueden decir ni esta boca es mía. No hay nada que refutar, es la ley y cállate. También López en uno de sus poemas sentencia:
Volver no es la divisa / acaso haber permanecido por siempre en la ciudad / Emblema / Esperar el entierro.
Hay particularidades en las calles y callejones de La Habana Vieja. Fueron bautizadas con nombres raros: Aguacate, Tejadillo, Obispo, Churruca, Bayona, Carpinetti, Porvenir. Enna es una callecita, la más corta de todas.
Años atrás, serpenteando por Obispo, andaba el marica y la amiga. Él se hacía pasar por español para cazar jóvenes y tontos. Ellos se contentaban con un pulóver casi nuevo, un desodorante o, simplemente, tres dólares.
Nosotros atesorábamos la diversión. En ocasiones, fuimos el voyeur, él o yo. La cortina tenía huecos. De ese modo, quedaba la imagen y la historia. El perfume y el sudor en el aire, en aquella casa colonial del tío de Pepe.
Creo que, si La Habana fuera un objeto, elegiría uno de esos regalos navideños que suelen tener una imitación de nieve en su interior y, cuando lo pones al revés, comienzan a caer los copos de un invierno de mentiritas. Entonces sientes el frío en los dedos y cierras la mano para que permanezca y no se vaya nunca.
Esto es como experimentar un orgasmo en Suiza, en ese país bajo, que no es bajo, sino desarrollado. Fantaseo que tal sería enredarse con un suizo. Para luego casarse con él y vivir en el valle de Grindelwald, un pueblecito insertado entre picos y montañas. Y con un lago, además.
En una casa con el techo a dos aguas, pintada de blanco, y espaciosa. En invierno, puesta la calefacción, no sentiría el frío, acurrucada en el lecho y bebiendo chocolate caliente.
Pero La Habana no es una bolita de cristal con nieve, es pura fogosidad y ternura. Inmediata en el sueño, cuando descansamos y la queremos olvidar. No sé si por suerte o por azar, nací en esta urbe maltratada, un día de marzo, cercano a la primavera, a la hora del crepúsculo. Y aquí aliento todavía, en la Ciudad Corcho, como la nombra un amigo escritor.
Si me voy, lo más probable es que sueñe con esta santa, crucificada por la basura y las aguas negras. Que vuelva al humo de las cocinas de carbón. A las oficinas burocráticas, atestadas de papeles inútiles. A los libros que duermen sin publicarse. A mi barrio, al edificio de enfrente, con sus okupas lavando ropa en plena acera.
Seguramente, regresaré al mar.
Y, más tarde, al diente de perro.

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