El 3 de noviembre de 1958 tuvieron lugar en Cuba las últimas elecciones democráticas, aunque se vieran contaminadas por irregularidades y fraude. Esas mismas irregularidades, a que recurrió el gobierno para garantizar la continuidad de su partido, eran una muestra del respeto por una fórmula de transición consagrada por las dos constituciones de nuestra breve vida republicana.
El asalto revolucionario al poder, en enero de 1959, significaría el descrédito y la supresión definitivos de los instrumentos del estado de derecho, incluido el ejercicio electoral, que el líder del nuevo régimen totalitario se encargó de definir en una declaración ominosa: “¿elecciones, para qué?”.
En los días que precedieron a estos comicios —que nadie imaginaba serían los últimos— y con los muros repletos de pasquines de los candidatos que aspiraban a cargos públicos de variado rango, los revolucionarios que, en su mayoría, ignoraban que eran los arietes con que habría de demolerse la república, hacían chistes obscenos a costa de las próximas elecciones.
Recuerdo uno en particular, que se valía de los dedos de una mano: “El día primero” —mientras se destacaba el pulgar—, “Todos los Santos”; “el día 2 —a tiempo de mostrar el índice—, “los Fieles Difuntos”; “y el día 3” —exhibiendo el dedo del medio en un gesto muy conocido—, “las elecciones”. Lamentable expresión de un pueblo de charanga, que así manifestaba el menosprecio a sus instituciones.
La falta de fe en los instrumentos de la democracia venía de lejos. Los cubanos creyeron, desde la fundación de la república, que los errores, fallas o delitos de los gobiernos de turno solo podían corregirse mediante la violencia armada.
Así fue en 1906, cuando la llamada “guerrita de agosto” cuestionó con un alzamiento la reelección de Estrada Palma y provocó la segunda intervención de Estados Unidos. Así volvió a ocurrir cuando el Partido de los Independientes de Color se sublevó en 1912. Y así de nuevo en 1917, con la llamada “revolución de la Chambelona”, que los liberales orquestaron, sin éxito, contra el “pucherazo” electoral que le dio un segundo mandato a Mario G. Menocal.
Hubo un nuevo alzamiento en 1923, de “veteranos y patriotas”, que el pacífico gobierno de Alfredo Zayas sofocó con dinero. Y luego vino la demoledora revolución contra Gerardo Machado.
Es muy difícil sobreestimar esa revolución que, del simple rechazo a un gobierno que había extendido su mandato mediante fórmulas heterodoxas, pero legítimas —la llamada “prórroga de poderes”, la que contó con el respaldo de todos los grandes partidos y que, en consecuencia, hacía superflua la consulta electoral, y la reforma constitucional que permitía extender el mandato presidencial de cuatro a seis años—, se transformó en violentas acciones terroristas que el régimen de Machado respondió con medidas represivas y ejecuciones extrajudiciales, las que, además, tenían de marco la crisis económica global que le impuso grandes privaciones a los cubanos.
Cuando Machado abandonó el país, el 12 de agosto de 1933, fue sucedido por una ola de desmanes que culminó, pese a la mediación de Estados Unidos, en el golpe de Estado de los sargentos y en un régimen revolucionario que se extendió hasta enero de 1934. Todo lo que siguió en los próximos 25 años no fue más que secuela.
Hubo fuerzas políticas e individuos que, por distintas vías, intentaron reencauzar al país con el afianzamiento de las instituciones, incluida una nueva constitución en 1940, la que muchos cubanos celebran sin conocerla bien y que contine truismos socialistas que la hacían impracticable.
En tanto, la idea de una Revolución que no había llegado hasta sus últimas consecuencias oponía un expediente de violencia política a los instrumentos —precarios, ciertamente— que brindaba la democracia.
Por esa Revolución (con mayúscula) apostaron a lo largo de ese último cuarto de siglo de la república (1933-1958) muchos políticos, intelectuales y órganos de prensa, sin darse cuenta de que, pese a todos sus defectos —corrupción y algunos períodos dictatoriales—, vivíamos en un orden democrático que amparaba la libertad y la propiedad de los ciudadanos, y en una sociedad con notables índices de prosperidad.
Para fines de 1958, pocos creían en los instrumentos de la democracia y sí en que las bombas y los fusiles podían regenerar y refundar el Estado. El resultado de esa ignorancia activa han sido estos largos años de miseria y horror.
Aquellas deslucidas elecciones de las que hoy se cumplen 67 años fueron la última oportunidad que tuvieron los cubanos de salvar la república. Si Andrés Rivero Agüero, el candidato oficialista que salió electo ese día, hubiera tomado posesión el 24 de febrero de 1959 y se hubiera empeñado —como era de esperar— en liquidar el foco guerrillero, tanto como en adecentar la gestión pública, hoy tendríamos un extraordinario país del que muy pocos querrían irse.
La mayoría de los cubanos no supo discernir que la alternativa a la frágil democracia en que vivíamos era el abismo. Y se lanzaron con entusiasmo en él.









