A comienzos de mes fue noticia la visita de la viceprimera ministra Inés María Chapman a Cienfuegos para inspeccionar obras hidráulicas. La funcionaria pública se hizo acompañar por el ministro de Cultura Alpidio Alonso, quien en un encuentro con intelectuales locales intervino en un análisis relativo a la discriminación racial por color de la piel u origen étnico. Esta actividad fue parte del seguimiento al Proyecto Color Cubano, adscrito a un programa de la política de cuadros del Estado cubano.
Reunión de Alpidio Alonso con intelectuales cienfuegueros (2024) / Imagen: Perlavisión / captura.
El intercambio ocurrió en la Librería Dionisio San Román. Acudieron los mencionados altos cargos del Gobierno, quienes, junto a una centena de cienfuegueros, propiciaron el debate partiendo de los resultados del mencionado proyecto, el cual ha tenido un largo periplo y sufrido no pocas transformaciones desde su creación en 2005. Por entonces fue competencia de la UNEAC y estuvo bajo la dirección de Gisela Arandia, antes de integrarse al Programa Nacional contra el Racismo y la Discriminación Racial, ahora política gubernamental.
La trayectoria mencionada incluyó que en 2019 fuera aprobado por el Consejo de Ministros y previsto dentro de una comisión encabezada por el gobernante Miguel Díaz-Canel Bermúdez, para luego, en 2021, incorporarse a un macroproyecto denominado “Desarrollo humano, equidad y justicia social”. Este, a su vez, pertenece al Plan Nacional de Desarrollo Económico y Social proyectado hasta el 2030 y conocido por sus siglas PNDES-2030. De cualquier manera, aunque se trata de una de las líneas trazadas por la administración estatal en su cruzada de inserción científica dentro de las estrategias gubernamentales, Color Cubano responde fácticamente a una política de cuadros del país, dirigida y conducida por el Ministerio de Cultura. De ahí que la presencia del ministro Alonso pudiera considerarse relevante en el encuentro cienfueguero. Su intervención evidenció la falta de profundidad en el análisis y tratamiento de la cuestión racial al plantear dos ideas centrales: “(…) los negros en Cuba sufren desventajas históricas, son los que más han sufrido” y “La Revolución creó condiciones para todos”.
Con la primera aseveración, Alonso pretende justificar los desniveles e inequidades marcadamente visibles en nuestra sociedad a partir de las brechas profundas que segregan a las personas por el color de su piel. Es cierto que los orígenes de tales abismos responden a causas históricas, pero ese es solo un punto del análisis. La problemática en cuestión amerita ser desmontada desde varios niveles de complejidad que, en el orden histórico, van atravesados por procesos de larga duración, por la lenta evolución de las mentalidades y la subjetividad colectiva, y por los desniveles socioclasistas tomados como puntos de partida en 1959 y que están asociados al color y la percepción de la raza.
Si bien es cierto que la abolición de la esclavitud y la entrada a la modernidad histórico-social, planteada desde la Colonia en la segunda mitad del siglo XIX, arrastraron a los negros y mulatos a condiciones jurídicas de supuestas prácticas igualitarias, hubo enormes desigualdades de facto en cuanto a oportunidades reales. Así, en la República, permanecieron estos males extendidos desde la propia mentalidad arraigada en el mundo colonial. Consecuencia de ello fueron las insatisfacciones que condujeron a los enfrentamientos de 1912, y a los numerosos linchamientos y persecuciones de todo tipo, plantadas en el imaginario colectivo.
El reforzamiento de las condicionantes de reproducción generacional incluyó los peores ambientes habitacionales, los peores empleos. La existencia dentro de los ámbitos de la marginalidad y la periferia de forma obligada llevaron a formas relacionales propias de la Colonia, a pesar de existir dentro de otra estructura económico-social. Agréguese a ello la interseccionalidad de ser negro o mulato, pero vivir en provincia o ser mujer, todo lo cual entraña otras formas discriminatorias que implican un menor alcance de las supuestas oportunidades.
Ahora bien, ¿qué sucede en el periodo revolucionario o post 59? Las supuestas condiciones creadas por la Revolución para todos por igual no plantean similares puntos de partida para la inmensa población candidata a su aprovechamiento. De un lado, la arrancada es inevitablemente desde un desnivel abisal entre los diferentes grupos socioclasistas, por lo que los accesos serán inevitablemente diferenciados, siempre a favor de los considerados blancos, provenientes mayoritariamente de estatus sociales superiores. De otro lado —y esto es significativo—, la tendenciosa caracterización de los problemas post 59 con ese carácter de universalismo igualitarista, dado desde las políticas públicas aplicadas con sentido de igualdad rasa, pretendió una nivelación inviable que tendió a acrecentar las diferencias desde el origen del problema: grupos sociales diferenciados por el color de la piel. Estas políticas del Gobierno revolucionario recién estrenado, entusiasmado en ganar adeptos a través de un populismo triunfalista que le permitiera hacer la propaganda de “la Revolución para los humildes”, pero desconociendo las especificidades raigales, lejos de acortar las distancias sociales han enquistado la estratificación clasista aparejada de la consiguiente vulnerabilidad de quienes ya estaban en desventaja.
Reparto Indaya, La Lisa (2017) / Foto: Ismario Rodríguez.
La propia aceleración de la década de los sesenta y el apetito de cambios y trasformaciones conllevaron estos resultados. Si a ello sumamos la falta de empoderamiento real, más allá de las formalidades burocráticas y de organización “desde arriba” que impiden un agrupamiento espontáneo y consciente en función del ascenso social desde un impulso de crecimiento válido y auténtico asumiendo las diferencias y desventajas, se entiende el inevitable crecimiento de los márgenes a través de los años.
Por otra parte, muchas de las políticas y programas institucionales no solo se aplicaron sin diferenciaciones, sino que, lejos de incentivar en los más humildes y discriminados una real participación en la toma de decisiones políticas y el devenir colectivo, se les mantuvo al margen del poder real convirtiéndolos únicamente en beneficiarios o receptores de las bondades de la Revolución mientras eran despojados de sus deberes cívicos y de sus capacidades como agentes sociales grupales o individuales. Sin dudas, esto llevó a una prolongación del modo colonial en que “los de abajo” se subordinan a un poder hegemónico que consideran inalcanzable y del que no pueden ni deben participar. “Va más allá de ellos”, con lo cual reproducen formas de control de la colonialidad del poder.
Esa centralización de la autoridad política en Revolución, que restó y, más tarde, anuló facultades reales a las instancias administrativas locales, también dio al traste con la voluntad declarada de borrar las diferenciaciones en la vida cotidiana de estos sujetos pertenecientes a emplazamientos marginalizados y vulnerables dadas sus condiciones inferiores de calidad de vida frente a poblaciones o grupos socioclasistas considerados blancos. A nivel de barrios no se instrumentaron las debidas acciones y esfuerzos. Los trabajos en comunidades no pasaron de una institucionalización formal, controlada por el Estado y sin real participación ciudadana, y mucho menos familiar. De ahí que el ministro de Cultura haga precisamente de los problemas económicos que afectan la vida cotidiana el horcón que, supuestamente, sostiene esas diferenciaciones: “(…) aún hoy, sobre todo ahora en un momento de dificultades económicas tan profundas como las que estamos pasando, salen a flote estas desventajas”. Y es que, de conjunto con las supuestas políticas de “oportunidades para todos”, no se concretaron los necesarios programas a nivel barrial y, lo que es más sustancial, en el cabalgar triunfalista del proceso post 59 se trató de dar solución “rápida” y legalista al problema de la discriminación racial, como si una ley o decreto pudiera instantáneamente invalidar siglos de poder colonial basado en el racismo y en las diferenciaciones desde fenotipos para dividir a la población.
Igualmente, la negación del racismo y de la discriminación fue, luego de avanzado el proceso de la Revolución, una de las agravantes en el enfrentamiento al flagelo. Al verlo durante años como un problema que al señalarse pareciera que se estaba ofendiendo al Estado y —por la homologación política impuesta— a la Revolución, se encubrió u omitió. Ello ha contribuido a retardar la toma de medidas oportunas y la puesta en práctica de proporcionadas políticas institucionales.
Aquí se detecta otro problema no enunciado por el ministro, más allá de razones históricas: el manejo por parte del Estado de un problema sensible a toda la nación por lo que tributa a su unión e identidad. Si bien somos un pueblo con mixturas raciales complejas donde no puede hablarse de etnias, sino de un etnos-nación, cualquier razonamiento asociado pasa por prejuicios que fueron sembrados y sabiamente alimentados por la autocracia colonial. El Estado cubano, ese otro poder, no quiere verse, en su afán demostrativo de estructura socialista, señalado como exponente de una mancha que promulgó extinta o minúscula en tribunas nacionales y foráneas. De ahí la veladura de la discriminación racial durante tantos años.
Sin embargo, en tiempos de corrección política y restauración de verdades históricas que han conllevado a la revisión de lo contado, vale mostrarse al mundo como un país “civilizado” y al corriente, por lo que recurre a los “derechos vitrina”,[1] imprescindibles para el sostenimiento de la imagen internacional, pero no convenientes de cara a la sociedad civil cubana. Por descontado que los fondos de organismos afines conectados con la temática están garantizados, tal es el caso del Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA, por sus siglas en inglés). Esto no es un detalle colateral, se trata de un aval implícito al estamento político cubano, siempre con la mediación de la institución Cultura, tal y como sucederá en diciembre venidero. Una vez más los desposeídos de la tierra soportan el marketing de la autocracia caribeña.
Es así como, luego del 2000, y sobre todo después del 2006, nacieron varios proyectos con este eje central: la lucha contra la discriminación y contra las variadas formas de racismo. No solo se funda Color Cubano en la UNEAC, luego llegarían otras empresas investigativas, unas más serias que otras.
Por ejemplo, en el Instituto Cubano de Antropología (ICAN) varias estudiosas comienzan a asociarse desde diferentes espacios intelectuales generando el texto Afrocubanas, compilación de Daysi Rubiera e Inés María Martiatu (2010). Luego llegó el artículo de Zurbano (2013),[2] que tuvo un eco mediático más expandido, pero ya existían antecedentes de investigaciones y debates en foros y eventos importantes. Y es en este punto donde encontramos el otro obstáculo: las propias instituciones del Estado que debieran hacer eco de estas discusiones y resultados, las propias estructuras gubernamentales y sus decisores facultados para concretar políticas afines derivadas de los hallazgos científicos, se rehúsan a dialogar y cercenan los cambios posibles cuestionando incluso la validez de dichos postulados. Los cientistas sociales cubanos chocan frontalmente con la disfuncionalidad del aparato ejecutivo, para el que estos proyectos científicos alimentan el simulacro de justicia social sin hacer de sus postulados políticas prácticas.
Resumiendo
Sin voluntad gubernamental real, prevalece la falta de coordinación, incluida la de facilitación legal, entre el accionar de diferentes instituciones que con mirada interseccional aborden el problema atravesando a grupos vulnerables afectados por el racismo y la discriminación. A esto debe agregarse la negativa de democratizar la información, ya que estos centros estatales tampoco gozan de la total confianza del poder político. Muchos son los ejemplos de defenestración de colectivos intelectuales que han incursionado en la verdad científica a lo largo de las más de seis décadas de Revolución.
La investidura de asesores cuyos criterios sean tenidos en cuenta para el establecimiento de políticas públicas en esta o cualquier otra área social en conflicto conseguiría verdadera caladura en la medida en que se contemple una mirada interseccional, conducente a la visión total que demanda nuestra realidad. La tan llevada y traída independencia municipal ayudaría a resolver esta problemática heredada de nuestro ser colonial, pero resulta otra aproximación superficial, al no existir una verdadera conexión relacional entre ciencia y política pública, a pesar de que esa sea la imagen que se esfuerza en dar el mandatario de Cuba y su funcionariado.
Lejos de una situación democrática que permita la discusión franca de ese y otros tantos problemas acumulados, no habrá mucho que adelantar en la senda de la acción gubernamental contra el racismo. En ausencia de leyes que respalden a los ciudadanos ante injusticias y desmanes de todo tipo, incluidos los raciales, estos seguirán sus ciclos de reproducción natural en un contexto cada vez más polarizado socialmente.
Por último, sin garantías para el ejercicio ciudadano de la sociedad civil es imposible la reclamación de derechos y similares oportunidades para todos. Un buen comienzo sería la excarcelación de los cientos de cubanos condenados por causas políticas, cuyos rostros mestizos y negros encarnan la pobreza endémica. La movilidad social requiere de la franqueza del Estado, lo que en Cuba equivaldría al reconocimiento del colapso del proyecto político de la Revolución.
Manifestante Juan Enrique Pérez durante el 11J (2021) / Imagen: YouTube / captura.
Notas:
[1] Clasificación que la historiadora Alina Bárbara López Hernández utiliza para referirse a aquellos derechos declarados legal y constitucionalmente para demostrar la viabilidad del Estado cubano, pero que en la praxis son letra muerta.
[2] Se refiere a “For Blacks in Cuba, the Revolution Hasn’t Begun”, artículo del investigador Roberto Zurbano publicado en The New York Times.
Los 10 millones que nunca fueron
La fatalidad demográfica, a la vuelta de décadas y décadas de castrismo “de todo el pueblo”, demostró ser más contrarrevolucionaria que el fantasma de la democracia.