Para los cubanos, es un hecho común que la mayoría de amigos y familiares ya no vive en la Isla.
Cada quien siente que es un mal de su generación pero, hablando en términos objetivos, es una realidad que dura casi siete décadas.
Cuando recorro las calles más céntricas de mi ciudad, estoy segura de que no me tropezaré con nadie conocido.
En los años 90 no podía pasar cerca de la heladería Coppelia, La Rampa o la Cinemateca de Cuba, sin coincidir con un piquete de artistas y terminar en el cine, el teatro, la casa de un amigo común, a una improvisada descarga. O ir a parar al muro del malecón, y debatir por horas de arte, filosofía, política… bajo un cielo apacible y repleto de estrellas.
Sin embargo, mentiría si digo que me molesta el actual anonimato. Más bien, me produce alivio.
Ahora puedo recorrer calles, parques, pasar frente a lugares emblemáticos de mi pasado con total tranquilidad. No hay nadie a quien explicar, ni justificar. Nadie a quien rendir cuentas sobre por qué no me he ido.
Cualquier torbellino de emociones ocurre adentro, en el abismo mental y, aunque uno implote por efecto de lo que presencia (una ciudad cuya identidad se despedaza, archipiélagos de basura entre indiferentes transeúntes y, al unísono, intentos artificiales de prosperidad), la reacción al horror queda en la más estricta intimidad.
A tu alrededor, la estampida.
No hay nada que salvar, te dicen. Y, para colmo, hasta ya hubo un apagón nacional.
Sientes que se activan las alarmas, como cuando se presiente una catástrofe. Paralizarse, permanecer en el lugar, contra el propio instinto.
Si camino por mi barrio, en Alamar, y me topo con alguien que fue cómplice de rutilantes sueños colectivos (¡tan reales!,), nos sentimos incómodos. Como si nos hubiésemos atrapado mutuamente haciendo algo indebido.
Nos lanzamos miradas pudorosas y evasivas, cargadas de agotamiento, más que de hastío.
Cómo darle sentido al acto de caer, sin freno, bajo el mar. Quién puede describir la sensación de estar donde te corresponde, porque no se trata de un “lugar”, ni siquiera de un “tiempo”, sino de una cadena de hechos que han desembocado en esta realidad compleja donde, muchas veces, y, a pesar de todo, la felicidad nos llena.
Y, porque existir es una experiencia tan múltiple e inclasificable, resulta aún más complicado decirlo simple y dulcemente, sin que suene falso.
Es ya usual que, después del saludo, la persona te diga que está punto de irse. Sin que le preguntes nada. Sin que haya surgido el tema de forma orgánica.
La tragedia del éxodo se ha edulcorado hasta el punto de convertirse en el único éxito reconocido. Es inmaduro, irreal, y también triste, porque irse equivale a renunciar.
Cuando uno ve el exilio por los ojos de José María Heredia o de José Martí, sentimos cómo Cuba no se alejó de ellos ni cortando de un hachazo el cordón umbilical.
Cercenar lazos, fibras vivas, no debería llamarse triunfo.
Abandonar mascotas o seres que dependen de uno, tampoco.
Desatender la familia o hasta olvidarla en muchos casos, no es ningún motivo de orgullo.
Ignorar a los que quedaron en cárceles asfixiantes por defender el sueño de todos…
Vender una casa al precio que ponen los que lucran con la desesperación. Un monto que apenas alcanza para cubrir lo que se avecina, una vez fuera de Cuba.
Entiendo lo que significa quedarse, desde la perspectiva más consciente y aterradora: comprender que se ha perdido (o que no existió nunca) el país que creíamos tener.
Hubo un tiempo en que yo también lo creí, atrapada en el hipnotismo de mi búsqueda personal, esa telaraña inextricable hecha de expectativas, apegos, emociones. Y, por más duro que fuera soportar las carencias, todavía entonces el desplome era cauteloso: no hacía el ruido ensordecedor de la destrucción sin freno.
El tiempo cambia todo, en todas partes, y es natural la desintegración de colectivos y memorias por la evolución de los propios individuos. Pero lo que los cubanos hemos experimentado es una mutilación silenciosa y sostenida, que uno viene a descubrir totalmente cuando el estupor se ha disipado. Y, aún así, el dolor es tan fuerte que te puede inmovilizar por mucho tiempo.
Sin embargo, es preciso salir de esa inmovilidad para reconstruirse, afuera o adentro de la Isla. Porque cuando llegue el momento, será preciso restaurar no solo las estructuras de cemento sino las almas, que han asimilado la degradación.
Y estoy segura de que todas las fuerzas que hoy sostienen en una inercia asombrosa este naufragio, se revertirán, y empezará el proceso inverso.
Los náufragos harapientos llegaremos a la orilla. Escandalosamente dichosos, a pesar de la espera y de la lucha campal e ignorada por no perder mucho más que la vida física.
Entendiendo la energía: combustibles y electricidad
Por Vaclav Smil
La historia moderna puede verse como una secuencia inusualmente rápida de transiciones hacia nuevas fuentes de energía, y el mundo moderno es el resultado acumulativo de sus conversiones.